Traducción de Alma Allende
Su mujer le había dicho que hablase con él. Y también los hermanos habían insistido en que se lo impidiese. Pero la verdad es que Hasan nunca se había sentido tan orgulloso de su hijo Ahmed como ese día, cuando le dijo que se unía al frente para liberar el país. Y lo dejó ir con su bendición. Como padre, apreciaba ese coraje y esa generosidad. Partir como voluntario a los 24 años, con una licenciatura en medicina y sin armas, para atender a los heridos de guerra, en nombre de la libertad. Han pasado 13 días desde que se fue. Y hoy su padre viene por primera vez a buscarlo al frente. A buscarlo, sí, porque entre tanto Ahmed ha acabado en la lista de los desaparecidos. Dicen que lo cogieron prisionero en Ras Lanuf. Pero son sólo voces. La verdad está allí delante. Entre el desierto y el mar, donde se eleva alta en el cielo una columna negra de humo, a las puertas de Ijdabiya, 160 km al sur de Bengasi. Delante de nosotros, la carretera está cerrada por una barrera. Entran únicamente los coches con hombres armados. Estamos en Zuwaitina y la guerra está allí delante, después de la curva, a unos cinco kilómetros. De la dirección opuesta vuelven del frente los camiones de abastecimiento y los civiles que huyen de Ijdabiya. Una multitud de curiosos está mirando. Entre tanto Hasan, discreto, pregunta a su alrededor si alguien conoce a su hijo. Pero las noticias que llegan sólo producen escalofríos.
Apenas ha aparcado su 4×4, Naser Idris avanza a pasos rápidos entre la gente. Busca un periodista. Necesita contar a alguien el horror. Un poco para liberarse de esas imágenes, un poco para recordar qué significan la humanidad y la compasión. Estaba patrullando junto a Yousif Quwairi, un chaval de veinte años, que me confirma toda la historia con la mirada perdida en el vacío, todavía en estado de shock. Poco después del kilómetro nueve de la carretera hacia Ijdabiya, en la periferia de la ciudad, donde unos cuarenta milicianos de Gadafi, con cinco tanques y un lanzamisiles Grad, controlan la única carretera apostados sobre una colina de arena y disparando sobre cualquier vehículo en movimiento, con el apoyo de francotiradores situados en los edificios de alrededor.
Al principio, Nasser y Yousif no pensaron que se tratase de una trampa. Vieron un 4×4 Toyota con la puerta abierta y la radio encendida. Así que se aproximaron para ver si había alguien dentro. Y dentro encontraron los cuerpos mutilados de dos jóvenes del ejército revolucionario. El vientre abierto de una cuchillada, la cabeza sin cuero cabelludo, las orejas cortadas y las piernas amputadas. Cuando intentaron transportarlos a su coche para llevarlos a la cámara mortuoria del hospital, les dispararon desde lo alto siete cohetes. Afortunadamente fallaron el tiro y consiguieron escapar entre conatos de vómito y lágrimas en los ojos. Juran que en el camino de regreso han contado otros veinte cadáveres. Todos jóvenes de la revolución. Todos asesinados por la metralla de los misiles de las milicias de Gadafi, a juzgar por el estado en que han quedado sus cuerpos sin vida.
Otro voluntario del ejército revolucionario, Suleiman Abderrahman, de Baida, confirma la noticia. Ayer por la tarde contó seis muertos a lo largo de la carretera. Con el viento que sopla, sus cuerpos quedarán abandonados en la cuneta hasta el fin de la batalla. Hoy hay tres ambulancias en el frente. Esperan a los heridos, pero de aquí no se mueven; es demasiado peligroso. Una tiene roto el cristal de la puerta trasera. Se hizo pedazos tras recibir un disparo el sábado pasado durante la batalla de Bengasi, en el barrio de Gar Younis. Estaban trasladando un herido y acabaron en la mira de los los hombres de Gadafi. Dentro estaba el doctor Bilal Fayturi, que ahora está ingresado en cuidados intensivos con un proyectil en el pecho. El conductor de otra ambulancia desapareció en la carretera de Ijdabiya hace siete días, y un tercero se encuentra en una cámara frigorífica del hospital Jala con los ojos reventados después de que le mataran disparando sobre su ambulancia en el frente de Ijdabiya.
Y precisamente desde Ijdabiya llegan desde hace días los rumores de una masacre. Estamos a 7 kilómetros de los barrios orientales, pero incluso desde aquí es muy difícil confirmarlo. Preguntamos a los pocos civiles que consiguen escapar de la periferia sur de la ciudad, atajando por el desierto. Pero tienen pocas informaciones, porque han permanecidos encerrados en casa durante días, aterrorizados por los francotiradores. Nos confirman sin embargo que desde hace seis días la ciudad está sin agua, electricidad ni teléfono. Y que los dos barrios de Atlas y 7 de Octubre han sido arrasados por los bombardeos en alfombra efectuados por los lanzamisiles Grad. Han bombardeado todo. Casas y mezquitas. Pero las ambulancias no consiguen entrar. Las entradas a la ciudad por la puerta oriental y por la occidental están controladas por los francotiradores de Gadafi. Disparan a todo lo que se mueve, ambulancias incluidas. En definitiva, nadie en estos momentos puede saber cuántos civiles han quedado atrapados en las casas y cuántos han conseguido escapar antes.
El éxodo comenzó el martes de la semana pasada con los primeros bombardeos de la aviación de Gadafi sobre la ciudad. Y ha seguido hasta ahora. Todavía hoy, mientras hablamos, vemos asomar por la curva un camión lleno de mujeres y niños. Abrigos negros, velos de colores y pequeñas manos levantadas al cielo con los dedos abiertos en señal de victoria. Tocan la bocina; van a refugiarse en Sultan, 30 kilómetros más al norte, en casas de parientes. Les siguen otros coches con las maletas atadas al techo. Pero la duda atroz es si están o no todos. Y la duda se convierte en certeza cuando llega Hischam desde Ijdabiya. Un joven de unos treinta años, presa de una crisis de nervios, que da vueltas entre la multitud sin dejar de repetir, como un loco, que dentro hay todavía muchas familias pero que no tienen coches para salir. Dicho y hecho: algunos voluntarios asumen el riesgo, giran las llaves y encienden los motores.
Son los nuevos jóvenes de la Libia que vendrá. Los que ya no tienen miedo. Los mismos que a la caída del sol, cuando volvemos a Bengasi, marchan pacíficamente enarbolando la vieja bandera libia de la independencia, la francesa de los cazabombarderos y la del Qatar de Al-Jazeera. Sus consignas retumban entre los edificios delante del mar: «Dam shuhada ma yamshish shebab» , que en castellano quiere decir: «Jóvenes, la sangre de los mártires no se borrará». Para el coronel Gadafi suena casi como una advertencia. A pesar de las matanzas, la moral de la resistencia es todavía alta.
A estos jóvenes no les falta el valor. Y hace falta para seguir resistiendo. Por eso el hijo de Hasan, Ahmed, Nasser, Yousif, Suleiman, Bilal, Hisham, merecen toda la solidaridad de nuestra generación que vive tranquila en la orilla norte de este mismo mar. Pensando en ellos y pensando en las decenas de muertos que he visto en estos días en los hospitales de Bengasi, me pregunto si de verdad vale la pena perderse en el debate «guerra sí o guerra no» cuando la guerra existe ya. ¿Pero no nos damos cuenta? No para desde el 17 de febrero. Y es una guerra civil. De un dictador cortejado durante años por nuestros gobiernos, que usa mercenarios extranjeros y artillería pesada para matar a los que piden el final del ŕegimen. Los muertos son ya al menos mil, casi todos muchachos que han tomado las armas para defender las propias ciudades del ejército de Gadafi.
Pero en Italia se siguen leyendo los hechos como si se tratase de una guerra entre tribus, un complot islamista o un proyecto de la CIA. También a esto se le llama racismo. Y es la incapacidad para reconocer a los pueblos de la orilla sur la capacidad de luchar por su libertad. Lo repito: aquí la guerra está ya. Y es una guerra de liberación. ¿Os acordáis de los partisanos y Bella Ciao? Pues según mi opinión se trata simplemente de decidir de qué parte estamos. Si con la dictadura o con el pueblo libio. Y después decidir cómo apoyar a la parte que hemos elegido. ¿Con manifestaciones pacíficas? Soy el primero en apoyarlas, pero hagámoslo seriamente. Porque entre tanto hay gente que muere bajo el fuego de Gadafi. Un hombre que debe acabar en la cárcel. Pero, ¿cómo podéis decir que su poder es todavía legítimo porque una parte del pueblo aún lo apoya? También Hitler y Stalin tenían sus partidarios… Es una vez más racismo: disculpadme, ¿pero es que en Libia no valen el Estado de Derecho y el código penal? ¿El responsable de mil homicidios en el último mes puede ser absuelto en nombre de no sé qué razón política?