“Pregunté si a nadie se le había ocurrido la idea de abrir una embajada de Estados Unidos de América en los Estados Unidos de América, con sede en Washington, para que la CIA pudiera organizar golpes de Estado también en su propio país”. -Eduardo Galeano, «Apuntes para el fin de siglo».
Los sucesos del 6 de enero de 2021 tienen un tufillo de “revolución de colores”, las mismas que Estados Unidos ha impulsado en las últimas décadas en diversos lugares del mundo y que suelen sintetizarse en el lema de “cambio de régimen”. Estas revoluciones de colores que son un invento de la CIA y han sido impulsadas en diversos lugares del mundo por ciertos tanques pensantes del imperio, entre ellos del millonario George Soros, han servido como parapeto “pacifista” y oenegero para desestabilizar gobiernos que no son incondicionales a Estados Unidos y la Unión Europea e imponer sus títeres de ocasión.
Sin embargo, lo sucedido en Washington es un hecho singular, porque no se apuntaba a un cambio de régimen sino a una continuación del existente, pero, a su vez, este fue de alguna manera un contragolpe o una respuesta tardía e inútil a otra revolución de colores, que se venía impulsando contra Trump desde hacía algún tiempo y estaba dirigida políticamente por el Partido Demócrata y en la que participaban los mismos sectores que en diversos lugares del mundo han efectuado revoluciones de colores y que se selló con el triunfo electoral, no exento de dudas, del candidato de ese sector Joe Biden, un individuo gris, sin carisma y de lo más rancio del sector globalista del imperialismo estadounidense.
Las revoluciones de colores Made in USA
El término Revolución de Colores empezó a utilizarse en el mismo momento de la disolución de la Unión Soviética y se aplicó en principio para referirse a los sucesos que acontecieron en algunos de los países de la órbita del Pacto de Varsovia, como en la antigua Checoslovaquia, y que posibilitaron la restauración del capitalismo. Una década después, en pleno Nuevo (Des)Orden Mundial hegemonizado por los Estados Unidos, la Revolución de Colores entró en escena como un pretendido cuerpo teórico-analítico con un guion perfectamente establecido para aplicarse en aquellos lugares en los que se preparaba un “cambio de régimen”, porque los gobiernos existentes no eran proclives de manera incondicional al neoliberalismo, al Consenso de Washington ni doblegados políticamente a los dictámenes de Estados Unidos. En momentos en que era preciso para el hegemon estadounidense subordinar a todos aquellos considerados como remisos a aceptar las condiciones de ese Nuevo Des(Orden) se utilizaron dos métodos complementarios: o la guerra abierta (como en Irak o la antigua Yugoslavia) o la “transición pacífica” hacia la “democracia occidental capitalista”, como en algunos de los países que surgieron de la implosión de la Unión Soviética y aquí es donde se comenzó a hablar de Revoluciones de Colores. En algunos casos (el mejor ejemplo es Libia) hubo una combinación de los dos procedimientos, algo así como una mixtura entre la guerra abierta y la Revolución de Colores que, de todas maneras, condujo al mismo fin de “cambio de régimen”, destrucción del Estado existente e imposición de marionetas incondicionales a Estados Unidos y a la Unión Europea.
Las llamadas Revoluciones de Colores tienen unas características básicas que se reducen a lo siguiente: primero, se crea o se aprovecha una oportunidad en un país para imponer a los títeres de Washington, bien generando caos e inestabilidad económica, social y política, o aprovechando condiciones reales de descontento que puedan existir entre importantes sectores de la población hacia un gobierno determinado, so pretexto de defender los derechos humanos; segundo, esa inestabilidad aparece como una “genuina” búsqueda de democracia al estilo occidental por ciertos sectores de las clase media y de las élites pro occidentales y, por lo general, se presenta en períodos electorales o poselectorales, cuando los candidatos de Washington no tienen oportunidades en las urnas y se ambienta la noticia de fraudes electorales, para generar una movilización hacia los parlamentos o las sedes presidenciales, se generan manifestaciones y disturbios que, en algunos casos, han terminado en forma exitosa para sus organizadores, han logrado el derrocamiento de los gobiernos existentes y han impuesto a sus lacayos.
El mejor ejemplo, más no el único, es el de Ucrania, donde no en una, sino en dos ocasiones se han realizado Revoluciones de Colores (en 2004 y en 2014); tercero, las “revoluciones de colores” se presentan como movilizaciones democráticas y espontáneas de la “sociedad civil”, pero tras las mismas se encuentra un poderoso aparato financiero y propagandístico Made in USA, donde intervienen varios sectores:ONG de derechos humanos o con caretas similares, financiadas directamente desde Estados Unidos por la USAID (Agencia Internacional para el Desarrollo de los Estados Unidos) y la NED (Fundación Nacional para la Democracia) y son las encargadas de aceitar los engranajes internos para adelantar las acciones contra el “régimen establecido”. Estas ONG preparan con antelación, a veces de muchos años, a sus cuadros con talleres, cursos, becas, estudios universitarios en Estados Unidos o en algún país de Europa (principalmente en Serbia, que se convirtió en el centro ideológico y “educativo” de la Revolución de Colores), en donde les enseñan los métodos “legales” de desestabilización y de movilización. Gran parte de estas ONG también son financiadas por la Fundación Soros con su pretendida “Sociedad Abierta”. A la par de la careta pacifista, se preparan a esos mismos o a otros cuadros en técnicos de saboteo y de terrorismo para proceder en forma violenta a desestabilizar a un gobierno determinado y para facilitar el ingreso triunfal de los “pacíficos” opositores democráticos, mediante la desmovilización de las fuerzas del gobierno que se quiere derrocar o para obligarlos a responder con violencia contra los provocadores, quienes a raíz de esa represión se muestran como unas mansas paloma y víctimas desarmadas que han sido brutalmente reprimidos, con lo cual se justifica ante los ojos del mundo las acciones desestabilizadoras como perfectamente validas y legítimas. Y esto viene acompañado de una andanada desinformativa y mentirosa de propaganda de la “prensa libre” en Occidente, en la cual se crean la imagen de los “monstruos” a los que es necesario destruir y de los “valerosos” líderes que encarnan los ideales de libertad y democracia que representa Occidente y los Estados Unidos en particular. CNN, New York Times, encabezan la acción de propaganda, en donde en forma maniquea se habla de los “malos” (aquellos que no se inclinan ante los Estados Unidos) y de los “héroes de la libertad”, representados por todos los Juan Guaidó que en el mundo existan o se fabriquen.
Las revoluciones de colores exhiben una parafernalia simbólica ‒de ahí el nombre colorido‒ que muestra banderas de identificación, himnos, consignas, escritos breves, manifiestos, llamados… que pretenden darles un aire de reivindicación democrática, pacífica pluralista y no ideológica, pero detrás de las cuales se mueven bandas paramilitares de asesinos y sicarios, bien armados, que son la fuerza de choque que convencen a los incrédulos de las bondades de la libertad y democracia al estilo estadounidense y, luego, si triunfa la revolución de colores se encargan de perseguir, torturar y matar a quienes defiendan al gobierno defenestrado, como hace un año quedó en evidencia en Bolivia.
Hasta ahora este guion se había aplicado fuera de los Estados Unidos en varios continentes: en Europa, en las antiguas zonas de influencia soviética; en Asía, también en exrepúblicas soviéticas; en América Latina, en países como Bolivia y Venezuela. Con estos antecedentes de un modelo diseñado e impulsado en Estados Unidos para su provecho, era difícil suponer que eso llegara a aplicarse algún día en su cuna, pero hete aquí que eso ha acontecido y en forma reforzada, como veremos enseguida.
A falta de una, dos revoluciones de colores simultáneas
Las Revoluciones de Colores han sido impulsadas, preferentemente, por el sector globalista de la clase dominante de Estados Unidos, representada mayoritariamente en términos políticos en el Partido Demócrata y en una parte del Partido Republicano. Aunque han sido fomentadas desde el gobierno de Bill Clinton en adelante, los demócratas han sido más proclives a usarlas, junto con las guerras abiertas, porque las dos cosas son parte de la esencia del proyecto globalista que ellos encarnan, que es la expresión política del dominio de las grandes corporaciones, multinacionales, bancos, capital financiero, Silicon Valley.
Cuando Donald Trump llega a la presidencia de los Estados Unidos en enero de 2017 lo hace con un programa que se opone a los globalistas, como expresión de ese otro sector de la clase dominante de Estados Unidos, el aislacionista. Los globalistas en las elecciones de 2016 estuvieron representados por Hilary Clinton y desde el momento mismo de su inesperada derrota comenzaron a preparar la oposición a Trump, si este intentaba hacer realidad algunas de sus propuestas, que a ellos les sonaban descabelladas: traer las tropas de Estados Unidos del exterior, impulsar una política de reindustrialización para hacer regresar las empresas a suelo estadounidense, retirar a Estados Unidos de las instituciones globalistas en donde su hegemonía es indiscutible, replantear los acuerdos comerciales y las alianzas políticas y militares con sus socios subordinados de Europa.
Aunque en sentido estricto pocas de estas cosas llevó a cabo Trump, si tocó algunas fibras del poder de los globalistas, entre ellas no haber realizado ninguna guerra abierta en el exterior (aunque eso no signifique que las agresiones externas del imperialismo hayan desaparecido, como lo atestiguan Irán, Venezuela, Bolivia, Palestina, Sahara Occidental para señalar casos concretos), haberse retirado de algunas instituciones del orden imperialista y haber abandonado acuerdos, como el del clima, y denunciar a la prensa corporativa globalista (CNN, New York Times y compañía) por ser mentirosa y manipuladora, algo por lo demás cierto aunque lo diga un mentiroso compulsivo como lo es Trump.
Al tocar algunas fibras de los globalistas, estos empezaron a organizar su propia Revolución de Colores, con protagonismo directo de George Soros, falsimedia, Bill Gates, Silicon Valley en la medida en que Trump se les convertía en un estorbo y ponía en riesgo su proyecto de dominación global, en marcha desde finales de la década de 1980, con la caída del Muro de Berlín.
Hasta finales de 2019, antes de la emergencia y expansión del coronavirus por territorio estadounidense, el gobierno de Trump aparecía como fuerte y sin nubarrones a la vista para su eventual reelección, pero tanto el criminal manejo de la pandemia (que deja ya 22 millones de contagiados y 400 mil muertos) y la crisis que se aceleró por el impacto del coronavirus, con una elevada tasa de desempleo, nunca antes vista en Estados Unidos, se crearon las condiciones para que entrara a operar la máquina demócrata de organizar una Revolución de Color en casa. Así lo advirtieron varios análisis desde mediados de 2020. Dos de ellos afirman que el descontento generado por el racismo del régimen de Trump y sus seguidores, que ocasionó el Black Lives Matter, fue aprovechado como el factor desencadenante de esa doméstica Revolución de Color, que supuso el apoyo tácito de “una parte importante del estado-del-poder profundo le sirve y lo necesita, la derecha financiera global en el partido demócrata en primer lugar”. Entre bambalinas, el procedimiento de la revolución de colores, impulsada en año de elecciones presidenciales y parlamentarias “se ajusta a la definición de una revolución de colores conocida desde las calles de Belgrado, Túnez, El Cairo, Tbilisi, Kiev y muchos otros lugares. Es la vieja política de “cambio de régimen” mediante la cual los grandes poderes (globalistas en este caso) han buscado, en un país (EEUU en este caso) que reviste algún objetivo estratégico, cambiar presidentes o jefes de estado adversos (Trump en el caso) por movimientos (BLM en este caso) alineados con sus intereses. El movimiento BLM está dirigido contra norteamericanos blancos y blancos solamente. Es fuerte porque cuenta con el apoyo del partido demócrata y una serie de fundaciones como la del magnate globalista Soros. La pregunta es si el proceso fue iniciado, como de costumbre, por la CIA y si podría en su despliegue y desarrollo de repente volverse un boomerang que golpea a quién lo lanzó”[i].
Y esto no sorprende, si se recuerda que quienes controlaban la campaña de Joe Biden, y el mismo candidato, son los mismos que organizaron los sucesos de la Plaza Maidan (Ucrania) en 2014, que significó el derrocamiento del presidente de ese país y su sustitución por un títere incondicional a Estados Unidos y también son los mismos que derrocaron a Gadafi en Libia.
De la misma forma clásica de las Revoluciones de Colores, empezaron a operar los medios de desinformación, incluyendo las mal llamadas redes sociales, que se ubicaron abiertamente contra Trump, y a favor de Biden, reproduciendo la vieja dicotomía entre un candidato malo y otro bueno. El bueno del guion mediático era, por supuesto, el candidato demócrata, hasta el punto de que a finales de septiembre esos medios corporativos del poder globalístico llegaron al acuerdo de ocultar información que comprometía a un hijo del candidato demócrata, por recibir dinero del gobierno de Ucrania con el fin de influenciar en su anciano padre: “La revelación de esa información tropezó con una censura en Facebook y Twitter, dos plataformas devotas, como todo el mundo sabe, a la libre comunicación de las ideas y las informaciones. Una información tan peligrosa para Biden las decidió a no permitirla en sus espacios su difusión. Pocas horas después, Andy Stone, responsable de Relaciones Públicas de Facebook y antiguo responsable de comunicación del Partido Demócrata, anunciaba que reducía la difusión de esa noticia. Al mismo tiempo Twitter prohibía cualquier comentario sobre la investigación del New York Post, antes de suspender la cuenta de ese diario en su plataforma. Los demócratas hicieron mil acrobacias retóricas para justificar esa flagrante censura”[ii].
Tras esa campaña mediática se encontraba, como en las Revoluciones de Colores en el extranjero, el magnate George Soros. Como parte de la colorida “revolución” domestica, los medios corporativos señalaron durante la etapa final de la campaña que el triunfo de los demócratas iba a ser apabullante e iba aventajar de manera ostensible a Trump. Como se sabe, los resultados desmintieron estos anuncios. Los únicos que todavía permitían que Trump se expresara eran las plataformas digitales y las redes sociales, a través de las cuales Trump siguió interviniendo, diciendo mentiras, calumniando a diestra y siniestra, como lo venía haciendo desde enero de 2017, aunque en la fase final de la campaña, como se mencionó antes, ya empezó a operar la censura de esas redes contra Trump, aunque no completamente, por un descuido o un cálculo premeditado, como se vio en los prolegómenos del 6 de enero, cuando fue a través de esas redes que Trump animó a sus seguidores a penetrar en El Capitolio.
Aunque Biden haya ganado las elecciones, sin embargo, las dudas quedaron sembradas y no solo porque Trump y su círculo cercano haya hablado de fraude, sino porque hay hechos que de todas formas fueron sospechosos, como la elección en dos Estados en los que en la noche Trump aventajaba por 300 mil y 240 mil votos a su contrincante y a la mañana siguiente perdía por 40 mil votos; o el error en la contabilización de votos por “la secretaria electoral del condado de Shiawassee (Estado de Michigan), agregó, por error según ella, un cero de más en el conteo de los votos de Biden. En vez de inscribir 15 371 votos a favor del demócrata, su equipo agregó 150 371 sufragios”[iii]. Con todo esto se derrumbó de una vez por todas, como las torres gemelas, uno de los supuestos de la excepcionalidad de la supuesta democracia en los Estados Unidos.
La variante estadounidense de la Revolución de Colores
Consumada la derrota electoral de Trump, como producto de la revolución clásica de colores (en que intervinieron los mismos personajes del partido demócrata que las organizan, George Soros y su Fundación por una Sociedad Abierta, la prensa corporativa y, en general, los globalistas) y recurrieron a las mismas tácticas antes de las elecciones, tales como inflar por anticipado los resultados a favor de Biden…, sus organizadores pensaban que como estaban en Estados Unidos, las cosas no se complicarían y Trump reconocería su derrota y se iría con el rabo entre las piernas a seguir jugando golf en su tiempo libre.
Pero, aquí fue donde les fallaron los cálculos, porque en forma inesperada Trump y sus seguidores más furibundos organizaron a su vez una segunda revolución de colores, una especie de contragolpe, que tuvo características impensadas, inéditas en la historia estadounidense, y condujo a una insurrección que se desencadenó contra el capitolio, uno de los símbolos de la “democracia” de ese país y supuestamente del mundo. Aunque la Revolución de Color de Trump replicó algunos elementos del guion clásico, le faltaron otros aspectos: no contó, hasta donde se sabe, con el apoyo de ONG que denunciaran el fraude electoral y el triunfo de Trump, tampoco, por supuesto, participó George Soros y su combo, y los medios corporativos, aunque se vieron obligados a informar de los hechos, desde el principio claramente estaban sesgados contra las hordas racistas del presidente. Y esto último no porque sean antirracistas o estén en contra de los criminales que siempre andan tras bambalinas en las revoluciones de colores, ya que siempre los han apoyado (recuérdese su respaldo a las guarimbas en Venezuela o a las bandas criminales y racistas que derrocaron a Evo Morales en 2019), sino porque sencillamente estaban en el bando equivocado, del otro lado, del que ellos apoyaban. Pero el elemento decisivo que faltó, y diferencia esta revolución descolorida de Trump de todos los precedentes, exitosos y fallidos, es que, en Washington, como lo dijo Eduardo Galeano, no existe embajada de Estados Unidos, si se recuerda que ese es el lugar que se convierte en el centro de coordinación estratégica de las Revoluciones de Colores, como aconteció en Ucrania en 2014.
Una cosa que aplicó Trump, típica de la Revolución de Colores, fue entonar hasta el cansancio, aquello del fraude electoral, que falsimedia repite como parte del guion preestablecido en Bolivia, Venezuela, Bielorrusia, pero jamás en Colombia y mucho menos en Estados Unidos. En estas condiciones, de qué se quejan los globalistas al rechazar la negativa de Trump a aceptar su derrota ‒que no es tan transparente como pretende falsimedia mundial‒ si ese es uno de los aspectos centrales de una revolución de colores, a partir de la cual se han destruido países enteros, como Venezuela.
El resto es conocido y no vale la pena describirlo con detalle. Solamente hay que destacar que los sucesos del 6 de enero de 2021 en el capitolio de Estados Unidos, con lo graves que pudieron ser ‒con un saldo final de seis muertos, dos de ellos policías‒ es un juego de niños frente a los costos humanos que dejan las Revoluciones de Colores, en el momento mismo en que se realizan o en momentos posteriores, como se demuestra en Libia, Ucrania, Venezuela y Bolivia, por si hubiera dudas. Porque, finalmente, las tales Revoluciones de Colores, son golpes de Estado, “blandos” o duros, y eso es lo que ha quedado en evidencia el 6 de enero en Estados Unidos. Allí se produjo un intento de golpe de Estado, pero con una gran dosis de improvisación, mucha inexperiencia, sencillamente porque no participó ninguna embajada de Estados Unidos que lo direccionara, o si no otro hubiera sido su resultado.
Aunque, por otro lado, esos hechos si indican dos cosas en términos internos de los Estados Unidos, que no deben pasar desapercibidos, pero que tampoco deben verse de manera unilateral: uno, la derechización, racismo, misoginia, brutalidad, clasismo de la sociedad estadounidense ‒que tampoco es nuevo‒ que cobró impulso durante el gobierno de Donald Trump, derechización que se basa además en una crasa ignorancia y en los mitos conspirativos más extravagantes que puedan imaginarse (como el de afirmar que Joe Biden y compañía son castro-chavistas, por ejemplo); y, dos, el fuerte apoyo electoral a Trump, quien obtuvo casi 75 millones de votos, lo que muestra la fractura política, que seguramente no se va a subsanar sino que se ahondara en el gobierno de Biden.
Negativo efecto de demostración
Finalmente, se impuso una de las dos revoluciones de colores que se entrecruzaron en los últimos meses en Estados Unidos. La que triunfó fue la de los globalistas, no sabemos si en forma pírrica, eso está por verse en el futuro inmediato. Por eso, se ha impuesto a nivel mundial, no tanto en los Estados Unidos, su relato, el cual se centra en señalar lo nefasto del legado de Trump sobre la democracia estadounidense que se selló con el asalto al Capitolio, el racismo y brutalidad de las hordas que lo atacaron. Esto, desde luego, es cierto, pero incompleto, en la medida en que las Revoluciones de Colores que ellos mismos impulsan tienen esas mismas características, la cuestión es que para ellos Trump cruzó un límite inadmisible: se atrevió a realizar en la propia capital del imperialismo, en Washington, lo que se hace en el exterior.
A Trunp se le acusa de traidor, y con razón, pero ¿en qué radica esa traición, que tanto desvela a los amantes internos y externos del American Way of Life? En que mostró al mundo entero la brutalidad, salvajismo, criminalidad e inhumanidad que caracteriza a los Estados Unidos y se ha puesto en práctica durante más de dos siglos contra su propio pueblo y el resto del mundo. Esto no lo pueden perdonar porque volvió trizas el mito de la excepcionalidad democrática de los Estados Unidos. Por esa circunstancia, el 6 de enero es un día histórico. La brutalidad estadounidense, que se presenta a la faz del mundo, como libertad, justicia, democracia, pluralismo, defensa de los derechos humanos, prensa libre, separación de poderes y, sobre todo, elecciones libres y democráticas…. y sofismas por el estilo (no porque en sí mismos sean sofismas, sino porque Estados Unidos dice encarnarlos), quedó desnudada ante el mundo. Porque eso que se hizo en Washington D.C. el 6 de enero es un juego de niños (aunque dejó 6 muertos, entre ellos dos policías) frente a las atrocidades cometidas por Estados Unidos y sus perros falderos en los cinco continentes durante los golpes de Estado, saboteos, bloqueos, guerras, bombardeos, ataques aleves, revoluciones coloridas, apoyo a mercenarios y asesinos. Lo que odian a Trump es porque llevo la brutalidad criminal a su propio suelo y la mostró cruda ante el resto del mundo.
Lo que los representantes globalistas del “imperialismo benévolo” no le perdonan a Trump es que se haya atrevido a llevar sus propios métodos criminales a casa. Que se destruyan y bombardeen parlamentos y se asesinen a decenas de parlamentarios, como sucedió en la Rusia de Yeltsin en octubre de 1993, con un saldo de 200 muertos ‒en un hecho respaldado por el gobierno de Bill Clinton‒, que se bombardeen sedes presidenciales, como el Palacio de La Moneda el 11 de septiembre de 1973 (con el aval y respaldo directo del gobierno de Nixon-Kissinger), que se patrocinen golpes de Estado para imponer a los favoritos de Washington (cuya lista es incontable y atraviesa varios continentes: Mobuto en Zaire, Suharto en Indonesia, Marcos en Filipinas, Duvalier en Haití, Pinochet en Chile….)… Todo eso se tolera y aplaude, pero lo que no puede aceptarse, en la lógica de los imperialistas benévolos, es que se trate de llevar esos métodos a la propia capital de los Estados Unidos.
Esto genera un negativo efecto de demostración, que para los globalistas resulta inaceptable, porque implica violar uno de sus preceptos “morales”: jamás nos hagas a nosotros ni en nuestro país, y menos a la luz pública, lo que nosotros hacemos todos los días en algún lugar del mundo. Es decir, está prohibido, y es un principio categórico, que en Estados Unidos un gobernante utilice los mismos medios de pavor y conmoción con que ellos destruyen al que consideran como su enemigo. Contra esos enemigos de otros países vale todo y se pueden utilizar todas las armas e instrumentos que sean necesarios: organizar bandas de matones y criminales, bombardear, saquear, bloquear, robar, matar a sus dirigentes, mancillar sus símbolos. Pero nada de eso está permitido en casa, donde debía permanecer la imagen de una democracia transparente e inmaculada. Y esa imagen fue la que pulverizó Donald Trump y sus seguidores el 6 de enero. Por eso les duele tanto, porque se ha roto en mil pedazos el modelo de excepcionalidad democrática y de respeto a los íconos del poder estadounidense, empezando por el Capitolio.
Por haber franqueado la línea roja, a Trump posiblemente se le juzgue y condene, no por sus crímenes en el exterior (como el del asesinato del general iraní Quasen Soulemani, a comienzos de 2020, o su brutal asedio contra Cuba, Bolivia, Venezuela, Palestina…), sino por lo que hizo a domicilio el 6 de enero. Porque si de juzgar por crímenes de lesa humanidad se tratara todos los presidentes y altos funcionarios de todos los gobiernos de Estados Unidos estarían condenados a prisión perpetua, incluyendo la mayor parte de los que son y han sido senadores y representantes en el Capitolio de Washington, una institución que exuda sangre, muerte y terror por todos sus costados.
NOTAS:
[i]. Wim Dierckxsens y Walter Formento, Revolución de colores en Estados Unidos, julio 23 de 2020. Disponible en: https://www.observatoriodacrise.org/post/revoluci%C3%B3n-de-colores-en-estados-unidos
[ii]. Umberto Mazzei, El golpe contra Trump. Disponible en: https://www.alainet.org/es/articulo/210510
[iii]. Ver: Rodolfo Bueno, ¿Hubo o no fraude en las elecciones de Estados Unidos? Disponible en: https://rebelion.org/hubo-o-no-fraude-en-las-elecciones-del-3-de-noviembre/;
General Dominique Delawarde, Carta del general francés Delawarde sobre la elección presidencial estadounidense, Disponible en: https://www.voltairenet.org/article211636.html