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A 75 años de la muerte de Miguel Hernández

En los veneros del pueblo

Fuentes: Rebelión

Corrían los días de octubre de 2010. Isidoro Moreno, un veterano compañero de Arroyo de San Serván, militante comunista desde su juventud, había sufrido un derrame cerebral, seguido de pequeñas embolias y su salud se deterioraba a pasos agigantados. Fuimos a visitarle a su casa y Vale, su mujer, nos contó la asombrosa historia: Isidoro […]

Corrían los días de octubre de 2010. Isidoro Moreno, un veterano compañero de Arroyo de San Serván, militante comunista desde su juventud, había sufrido un derrame cerebral, seguido de pequeñas embolias y su salud se deterioraba a pasos agigantados. Fuimos a visitarle a su casa y Vale, su mujer, nos contó la asombrosa historia: Isidoro llevaba meses sin hablar, la mirada perdida, fugitivo el ánimo, umbrío por la pena. De repente, una noche, sentados para cenar alrededor de la mesa camilla, Isidoro comenzó a agitarse y a señalar nerviosamente el televisor. Qué te pasa, qué quieres, Isidoro. De sus labios salieron las primeras palabras, tras meses de silencio tenaz: «Es Miguel Hernández, el poeta», dijo, y su cara se pobló de una enigmática alegría. Desde un rincón secreto de la memoria, el gran poeta de Orihuela le rescataba del mutismo.

Isidoro nació y murió campesino. Pertenecía a «la España joven y jornalera, la del trabajo excesivo y el pan menguado», que cantara Miguel Hernández. Él había sido un niño yuntero más, un grano de avena estrujado, carne de yugo arando rastrojos. Por eso quizás, a pesar de que no frecuentaba la literatura, su identificación con aquel poeta resultaba tan sencilla: «Miguel era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él (…) Era un escritor salido de la naturaleza, como una piedra intacta, con virginidad selvática y arrolladora fuerza vital. Me narraba cuán impresionante era poner los oídos sobre el vientre de las cabras dormidas. Así se escuchaba el ruido de la leche que llegaba a las ubres, el rumor secreto que nadie ha podido escuchar sino aquel poeta de cabras» (Pablo Neruda).

Pocos poetas suscitan tanto fervor entre la gente común. Ni siquiera Lorca, ni Alberti, ni Neruda. Y tal vez una de las primeras razones del entusiasmo es que sus versos respiran autenticidad y comunión con los explotados del trabajo. Miguel Hernández -se aprecia a simple vista- va en serio, no tiene nada que ver con el «intelectual-pingo almidonado», con esa modalidad de funcionario cultural que describiera Manolo Sacristán, tan habitual en las pasarelas mediáticas y académicas. «Tened presente el hambre», dice el poeta, «nosotros no podemos ser como ellos, los de enfrente, los que entienden la vida por un botín sangriento»… Y, sin necesidad de hermenéutica rebuscada, sabemos que el escritor nos está hablando a todos, sin distingos, no a la corporación de los ilustrados, sino a todos, incluso a los más humildes. También a ese hombre o a esa mujer que vuelve fatigada del trabajo y «va dejando por el aire impreso un olor de herramientas y de manos». Miguel Hernández rehabilita las vidas invisibles, los objetos de las faenas más oscuras. Las manos son «la herramienta del alma, su mensaje»; el sudor es «el primo del sol, el hermano de la lágrima»; la escoba es «la espada joven y alegre, delgada de ansiedad y bravura» que levanta una «columna hacia la aurora». Miguel es un maestro de la metáfora al que se entiende con el corazón. Porque «el versear más sublime, si no pega duro en la vida o en el hombre, se queda en fina caligrafía» (Francisco Umbral). Y él no aspira ya a que sus poemas sean simple pirotecnia o ganchillo verbal. No hay belleza sin dignidad humana, no hay dignidad humana sin belleza. Queremos el pan y también los versos.

Nos ha hecho poetas la vida junto a todos los hombres

Pero, como indicaba Sacristán, la afinidad excepcional con el poeta tiene además otras motivaciones. Él subrayaba «la verdad popular de Hernández: no sólo de su poesía, sino de él mismo y entero, de los actos y de las situaciones de los que nació su poesía, o en los que se acalló». Si la II República y la guerra civil constituyen el parteaguas de la historia de nuestro país durante el siglo XX, la obra de nuestro poeta representa, sin duda alguna, la mejor expresión de la durísima confrontación y del envite popular por superar la alianza de heraldos, caciques, tricornios y bonetes, la España clasista, clerical y reaccionaria.

A Rafael Chirbes le gustaba recordar una frase del pintor Juan Gris, refiriéndose al nacimiento del cubismo: «Todo sistema de estética debe ir fechado». Pues bien, la poética de Miguel Hernández va a transformarse en intensa relación con el devenir histórico de España. El trayecto del «poeta mozo e ilusionado de Perito en lunas al creador precozmente maduro de El rayo que no cesa y de ahí al abnegado combatiente de la República y bardo de sus trincheras» (Buero Vallejo), avanzará en paralelo a la revolución social, política y cultural que vive el país. El poeta católico y gongorino de los inicios experimenta una metamorfosis profunda, al compás de las sacudidas colectivas. La revolución de octubre del 34 en Asturias, la relación con Alberti, Aleixandre, Raúl González Tuñón y, sobre todo, con Neruda, su participación en las Misiones Pedagógicas, todo ello le arrastra sin remisión hacia la «poesía impura». El 29 de noviembre de 1935, poco antes de su fallecimiento, su amigo y primer mentor, Ramón Sijé, le envía una carta llena de reproches por su giro estético e ideológico. «Caballo impuro y sectario», asevera aludiendo a la revista Caballo Verde, que coordina Pablo Neruda y en la que Miguel ha empezado a participar. «Nerudismo (¡qué horror, Pablo y selva, ritual narcisista e infrahumano de entrepiernas, de vello de partes prohibidas y de prohibidos caballos!; ¡aleixandrinismo, albertinismo!)». Pero la evolución de Hernández es ya imparable: «Vengo muy satisfecho de librarme de la serpiente de las múltiples cúpulas, la serpiente escamada de casullas y cálices», escribe en Sonreídme, un poema de principios de 1936. «Agrupo mi hambre a vuestras hambres, voy a donde estáis vosotros, los de siempre, los que conmigo en surcos, andamios, fraguas, hornos, os arrancáis la corona del sudor a diario». La primavera del Frente Popular y el levantamiento de los militares golpistas no harán más que clarificar su evolución poética y política. Ya será para siempre un poeta del pueblo.

El 18 de julio y el 7 de noviembre de 1936 son las dos grandes fechas abreojos, los momentos cruciales que ahondan definitivamente la sima entre el pueblo y la oligarquía, entre la democracia y el fascismo; el huracán que esparcirá el corazón y aventará la garganta de Miguel Hernández y de tantos otros. El 18 de julio, «la guerra eriza su lomo de bestia desesperada». Su íntimo amigo José Herrera Petere, otro gran poeta de la generación de la República, apenas conocido en nuestros días, describe en tono vibrante lo ocurrido ese día en Madrid: «En los barrios obreros comenzó la efervescencia; comenzó el heroísmo. Cuando todo eran dudas y vacilaciones apareció la solución, allá, por los barrios extremos. Cuatro Caminos, Ventas, Puente de Vallecas… Era la voz de los obreros, que también existían en Madrid, la voz de las fábricas, de los tranvías, del Metro, de las obras, de las estaciones, de las imprentas, de los garajes, de los talleres. Era la voz que pedía ¡armas! ¡¡armas!! ¡¡¡armas!!!». La burocracia venal estaba recostada y silenciosa, pero el pueblo emergió apartando la cobardía y haciendo fracasar el golpe militar. «El viento del pueblo pasó a mi lado y pasó hacia el 5º Regimiento», escribirá más tarde Miguel. «Había escrito versos y dramas de exaltación del trabajo y condenación del burgués, pero el empujón definitivo que me arrastró a esgrimir mi poesía en forma de arma me lo dieron aquel iluminado 18 de julio… Me metí, pueblo adentro, más hondo de lo que estoy metido desde que me parieran, dispuesto a defenderlo firmemente».

El 7 de noviembre se produce el segundo inmenso aldabonazo. Las tropas de Franco han tomado Toledo y tienen sitiada la capital. El asalto del ejército fascista es inminente y el gobierno de la República huye a Valencia. «¿Quién te salvará, Madrid, si van dejando tus puertas solas y de par en par ante el paso de las fieras?». Pero de nuevo aparece en la escena el intempestivo pueblo de leones que al grito de No pasarán organiza la resistencia. «Esa fecha histórica, a la que no podrá superar ninguna en grandeza, es cuando nos dimos cuenta de lo que era la guerra». Los versos del poeta ruiseñor estremecen las trincheras. «Aunque te falten las armas, pueblo de cien mil poderes, no desfallezcan tus huesos. Mientras que te queden puños, uñas, saliva, y te queden corazón, entrañas, tripas, cosas de varón y dientes…». No hay apenas armas, no hay municiones, pero Madrid resiste.

Un poeta gigante, Miguel Hernández, se yergue en los hombros de un pueblo gigante, que desafía al fascismo. No, aquí no será un paseo como en Italia o Alemania. Aquí, a pesar de su apabullante superioridad militar, la gavilla de generales fanfarrones necesitará tres años para derrotar a un ejército sin apenas armas, inventado casi desde la nada, formado por obreros y campesinos. Es ahí, en el heroísmo del pueblo, en su orgullo antifascista, en «la pasión y la impetuosidad colectiva con la que responde a la rebelión militar» donde cobran sentido los nuevos versos, su nueva forma de entender el arte. El poeta ocupa su lugar en la trinchera y nace una poesía nueva. «Nuestro destino es parar en las manos del pueblo. Sólo esas honradas manos pueden contener lo que la sangre honrada del poeta derrama vibrante. El pueblo espera a los poetas, con las orejas y el alma tendidas al pie de cada siglo».

Hasta el final de sus días, el escritor de Orihuela asumirá las consecuencias de su compromiso, ya sea cavando trincheras o escribiendo poesía. «Podemos decir que si hay verdaderamente un poeta que lucha activamente en los frentes, convive plenamente con los milicianos, y al mismo tiempo cultiva las letras, escribe poesía y teatro de urgencia y trata de ser portavoz del pueblo en lucha, éste es Miguel Hernández» (Santiago Álvarez). Eduardo Galeano afirmó refiriéndose al novelista peruano José María Arguedas que «nunca escribió sobre los vencidos, sino desde ellos». Otro tanto podría decirse de nuestro poeta.

Miguel levantará desde ahí su escritura épica, vinculada a los acontecimientos históricos. Una poesía proletaria, concebida también para la oralidad, para ser leída en la radio o en las trincheras. Una creación de ritmo trepidante que demuestra cuánto de cierto hay en la afirmación de Carmen Martín Gaite: «Lo importante es que la urgencia de lo por decir sea grande. La urgencia arrastra la forma. Olvidarse de la literatura es vehículo para escribir la mejor literatura».

Extremeños de centeno

«He pasado por Extremadura. Allí se defienden hombres como leones, comiendo hierbas». Quien pronuncia estas palabras ante el Ateneo de Alicante el 21 de agosto de 1937 es Miguel Hernández. Nuestro poeta se ha sumergido fervientemente en la defensa de la República y desde finales de 1936 forma parte de la Brigada Móvil de Choque que dirige Valentín González, el Campesino. El comisario político de una de las compañías es Pablo de la Torriente, un escritor cubano, miembro de las Brigadas Internacionales, uno de aquellos «hombres que contienen un alma sin fronteras», con el que Miguel trabará una intensa relación.

En febrero, el poeta se incorpora al Frente Sur, junto al legendario Comandante Carlos. Desde esa fecha hasta julio se afanará entre Jaén y Extremadura, como comisario de cultura y jefe del Altavoz del Frente, involucrado en la publicación de periódicos y otras tareas de agitación y propaganda. En uno de sus reportajes da cuenta de un combate en la sierra de Yelbes, frente a Santa Amalia, el 31 de marzo, donde treinta milicianos resisten la ofensiva del ejército franquista, mucho más numeroso. El texto termina así: «Atención a Extremadura. En los frentes de Extremadura, en su corazón, hay un material humano, combativo, insuperable. Es preciso aprovecharlo en toda su heroica extensión para que dé plenamente su fruto».

Son unos meses decisivos para el desarrollo de la guerra, en los que irradia con fuerza la esperanza en el triunfo: «Este mayo, mientras la pólvora exige fuego con más ansia que los demás meses, va, tal vez, a decidir la victoria del pueblo que lucha como las espigas paneras contra el fascismo de malos jaramagos y tizones», escribe el Primero de Mayo, justo el mismo día que termina el asalto al Santuario de la Cabeza en Jaén por parte del ejército republicano.

Pero, además, es una etapa trascendental en el acontecer personal de Miguel Hernández. El 9 de marzo contrae matrimonio con Josefina Manresa y el 1 de julio entrega el original del libro Viento del pueblo para su publicación. Extremadura constituirá uno de los emplazamientos para este tiempo de encrucijada y esclarecimiento. Y Castuera será la población donde se asiente junto a los miembros del Altavoz del Frente. Las tropas republicanas proyectan abrir una ofensiva en Extremadura y esta localidad es la capital de «la bolsa de la Serena», un frente casi olvidado en el suroeste del país pero de una gran importancia estratégica. Precisamente en Castuera es donde se realiza la fotografía más conocida del poeta- «tu imagen más exacta y sencilla, de hombre de pueblo y viento en flor de fiera», escribirá Santiago Castelo-, con el fusil en bandolera, recitando sus poemas a los soldados.

Junto a Pedro Garfias, Herrera Petere y otros milicianos, impulsa la publicación de «Frente Extremeño», desde donde alientan a las tropas y a la población. El periódico se edita dos veces por semana y en él se difunden algunas de las composiciones de Miguel Hernández que meses después conformarán Viento del pueblo. Esta obra recoge «los poemas que reflejan el momento cenital de la combatividad y euforia épica» (Saray Campos). Entre ellos figuran elegías, manifiestos poéticos como Sentado sobre los muertos, cantos a la justicia social como Aceituneros o un auténtico himno nacional que da título al poemario, el asombroso Vientos del pueblo me llevan. El libro sintetiza la concepción de la poesía como arma de combate.

Una de las composiciones que contiene es Canción del esposo soldado, un estremecedor poema escrito en Castuera sólo unos días después de que Josefina le comunique que está embarazada. «He poblado tu vientre de amor y sementera, he prolongado el eco de sangre a que respondo». El vientre de la mujer aúna amor y humanidad, erotismo y género humano. Amor e ideales caminan juntos, «sobre los ataúdes feroces en acecho». Y la causa del poeta no es una abstracción, un credo huero, sino la inmediata concreción en la felicidad de la mujer amada y del hijo: «Para el hijo será la paz que estoy forjando». Curiosamente, la Canción del esposo soldado, constituirá una de la piezas de acusación en el sumario por el que será condenado a muerte. El fascismo repugna la belleza.

Dejadme la esperanza

Avanza la guerra y con ella, el presagio de derrota y cárcel. «Hoy el amor es muerte, y el hombre acecha al hombre». El crimen acecha, llega la rabia, el desaliento, la represión. «Las cárceles buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen, lo absorben, se lo tragan»… Los burócratas del terror, «las sentenciosas tinajas vacías, pero hinchadas, los hombres viejos, los hijos de puta ansiosos de politiquerías, publicidad y bombo, la decrepitud andante y maloliente», huelen ya el final y preparan la venganza.

La guerra se pierde, la resistencia se va apagando y a Miguel le ofrecen la escapatoria institucional. María Teresa León lo cuenta en Memoria de la melancolía. «Le habíamos llamado para explicarle nuestra conversación con Carlos Morla, encargado de negocios de Chile. Miguel se ensombreció al oírlo, acentuó su cara cerrada y respondió: Yo no me refugiaré en una embajada. Me vuelvo al frente. Miguel iba a desaparecer también como había desaparecido Federico (…) Cañoneaban Madrid. Miguel Hernández, la cabeza rapada, todo sacudido por una rabiosa decisión, nos repitió: Me voy al frente».

Como un desdichado más, el poeta busca infructuosamente la salida. Es detenido por la policía portuguesa en la frontera, entregado a la española y encarcelado. Pero no desfallece e incluso se toma con humor el traslado sistemático por diversas prisiones, que denomina como «turismo penitenciario». Desde el presidio, el 5 de febrero de 1940, escribe a Josefina: «Viéndome la cabeza cagada por las ratas me digo: ¡qué poco vale uno ya! Hasta las ratas se suben a ensuciar la azotea de los pensamientos». A pesar de todo, Miguel sigue creando algunos de los poemas que compondrán el Cancionero y romancero de ausencias, y, entre ellos, las maravillosas Nanas de la cebolla, dedicadas a su hijo Manuel. «Tu risa me hace libre, me pone alas. Soledades me quita, cárcel me arranca»…

Pero la cárcel y la máquina represiva continúan su meticuloso aplastamiento. El 18 de enero de 1940, Miguel es condenado a muerte por la Auditoría de Guerra de Madrid. La sentencia termina así: «Resultando probado que el procesado Miguel Hernández Gilabert, de antecedentes izquierdistas, se incorporó voluntariamente en los primeros días del Alzamiento Nacional al Quinto Regimiento de Milicias, pasando más tarde al Comisariado Político de la 1ª Brigada de Choque, interviniendo, entre otros hechos, en la acción contra el santuario de Santa María de la Cabeza. Dedicado a actividades literarias, era miembro activo de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, habiendo publicado numerosas poesías, crónicas y folletos de propaganda revolucionaria y de excitación contra las personas de orden y contra el Movimiento Nacional, haciéndose pasar por el «poeta de la Revolución» (…) Fallamos que debemos condenar y condenamos al procesado Miguel Hernández Gilabert, como autor de un delito de adhesión a la rebelión, a la pena de muerte». La suerte está echada y, aunque el 25 de junio de 1940 le es conmutada la condena por la pena de 30 años de reclusión mayor, se adivina la tragedia.

En 1941 le visitan en el penal de Ocaña Dionisio Ridruejo, Ernesto Giménez Caballero y José María Cossío. Los tres son viejos amigos de Miguel y, al tiempo, intelectuales vinculados al régimen franquista. Han ido a ofrecerle la libertad y un trabajo bien remunerado a condición de que firme el arrepentimiento. Lo cuenta Miguel Núñez en La revolución y el deseo, su libro de memorias: «El corneta se encontraba en el despacho del Jefe de Servicios de la cárcel cuando tuvo lugar la entrevista. Por él conocimos lo sucedido: en un momento de la conversación, Miguel cogió del brazo a Giménez Caballero, le llevó hasta la ventana que daba al patio de la prisión -coincidiendo con la hora de los paseos de los presos- y le dijo: Mira, Ernesto, estos son mis camaradas, con ellos he luchado, con ellos sufro la derrota, y con ellos me quedo, porque sin ellos no soy nada».

El 28 de marzo de 1942 Miguel Hernández muere en la enfermería de la prisión de Alicante, «de tuberculosis y de comunismo», como diría con ironía Manuel Vázquez Montalbán años después. «Los fatales balazos de la insidiosa enfermedad crecida entre el hambre y la falta de cuidados», en palabras de su compañero de prisión, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, culminan la ejecución lenta.

Crepúsculo de los bueyes

El franquismo decreta el ostracismo contra el poeta. El poder sabe que sus versos y su ejemplo suscitan una admiración y un cariño inmensos. Es necesario borrar la huella de uno de los símbolos más respetados de la España republicana y para ello se establece una férrea prohibición sobre su obra. 

Nada más terminar la guerra civil, una comisión depuradora franquista ordena la destrucción de 50.000 ejemplares de El hombre acecha. Y el rastro de persecución continuará durante décadas. Todavía en agosto de 1960, 21 años después de terminada la guerra civil, se deniega la publicación de una antología del poeta. Y no será hasta finales de la década de los sesenta cuando intérpretes como Joan Manuel Serrat, Paco Ibáñez, Francisco Curto o Enrique Morente puedan iniciar, en pugna permanente con la censura, un trabajo de recuperación y popularización de su obra, aunque sobre muchas de sus canciones y poemas seguirá pesando la prohibición incluso hasta después de la muerte de Franco. En 1976 la calificación oficial de no radiables sigue en vigor sobre composiciones de Hernández, como Juramento a la alegría. Y el 21 de mayo de ese mismo año, treinta personas son detenidas en Alicante, tras la prohibición de un recital-homenaje al poeta.

Pero la memoria de Miguel Hernández es demasiado grande para que puedan apresarla los carniceros del pueblo, las sanguijuelas de la burocracia. «No se han hecho para estos boñigos los barbechos, no se han hecho para estos gusanos las manzanas». Y así, a lo largo de las últimas décadas, poco a poco, la figura del poeta se va rescatando en las plazas, en los institutos de enseñanza o en las asambleas obreras.

Y entonces el poder activa el mecanismo de integración, de desactivación, de conversión del poeta en mercancía cultural. Ya desde muy temprano (1950), Pablo Neruda advertía sobre el intento de neutralización del personaje, señalando por sus nombres a algunos de los cómplices en el asesinato civil del poeta y en la edulcoración del fascismo: «sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre/ en sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos/ de perra, silenciosos cómplices del verdugo,/ que no será borrado tu martirio, y tu muerte caerá sobre toda su luna de cobardes». José Agustín Goytisolo, allá por los 70, avisaba también: «Se estudian sus poemas, se le cita, y a otra cosa muchachos». Y, por entonces, V. Montalbán exhortaba a «que Miguel no sea arrebatado por el carro iluminado de una cultura escrita con Ka y con mayúscula».

Así llegamos hasta nuestros días. Se cumplen 75 años de la muerte de Miguel Hernández. El 28 de marzo, el actual ministro de Educación y Cultura, Íñigo Méndez de Vigo, publicaba un artículo con amplia difusión en los grandes medios. En él, con desparpajo, afirmaba: «el legado del poeta sufrió los vaivenes propios de los hijos de su tiempo, en detrimento tal vez de lo más importante: la fuerza renovadora y la universalidad de su obra». Lo que faltaba para el duro. El portavoz de un partido fundado por siete ministros de Franco, IX barón de Claret, integrante de una de los clanes cogollo de la oligarquía, hablando de «los vaivenes propios de los hijos de su tiempo», como si la cárcel, el hambre, la tortura y el exterminio sistemáticos que practicaron los padres, familiares y acólitos del ministro contra la población fuesen fenómenos naturales, simples balanceos de la fortuna…

Walter Benjamin afirmaba que «articular históricamente el pasado significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en un instante de peligro». Es el caso. No, los muertos de la lucha por la libertad y la dignidad no están seguros. Convertir a mártires del pueblo como Miguel Hernández en instrumentos de la clase dominante, en clásicos descuajados de su clase, en monigotes de la industria cultural sin ideología es una forma de matar por segunda vez al poeta. «Miguel Hernández murió por ser poeta comunista. Como poeta simplemente hubiera quitado la palabra a los dioses. Como poeta comunista se la quitó a los dioses para dársela al pueblo», escribió Manuel Vázquez Montalbán.

Recuperemos a Miguel para la gente común, para los yunteros y aceituneros de hoy, para las kellys y los estibadores, para quienes padecen los desahucios de vivienda o los contratos basura, para los que tienen que emigrar a buscarse la vida, para aquellos a quienes se niega el derecho a la educación o a la cultura, para la gente de abajo que sufre y lucha. Y arranquemos al poeta del monopolio de cronistas oficiales y políticos trileros. Que los traidores del pueblo y de la poesía aparten sus mugrientas manos de la memoria de Miguel Hernández.

Miguel Hernández es del pueblo, no de los poderosos. Crepúsculo de los bueyes, está despuntando el alba.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.