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Una imagen sobre el orgullo

En Túnez germina la fraternidad

Fuentes: Rebelión

De Mohamed Bouazizi se ha escrito en miles de páginas durante el último mes, pero únicamente para repetir las mismas palabras: inmolación, joven desempleado, vendedor ambulante. A la prensa «seria» solo le interesa la banalidad del morbo, las historias truculentas que castigan a la gente sencilla. Como si fuera la propia naturaleza, o la inescrutable […]

De Mohamed Bouazizi se ha escrito en miles de páginas durante el último mes, pero únicamente para repetir las mismas palabras: inmolación, joven desempleado, vendedor ambulante. A la prensa «seria» solo le interesa la banalidad del morbo, las historias truculentas que castigan a la gente sencilla. Como si fuera la propia naturaleza, o la inescrutable señal de un dios vengativo, la que trae las desgracias. Así extienden el manto de la resignación y la apatía, el mensaje de que no se puede luchar contra el destino y de que nada de lo que hagamos cambiará las cosas.

No es ese el mensaje de los familiares de Mohamed Bouazizi, y convendría recordarlo bien alto. Hijo de un jornalero, miembro de una familia numerosa, el universitario Mohamed vendía en las calles de un país donde la riqueza y las oportunidades se han concentrado durante décadas en manos de una pequeña elite. Los jóvenes como él eran despreciados y maltratados por ser pobres hijos de obreros.

Ahora su madre, Mannoubia, se siente arropada pues mucha gente le dice que no sólo ella sino que toda la ciudad ha perdido a un hijo. «Estoy orgullosa de lo que hizo. Es bueno saber que mi hijo tuvo un papel en cambiar las cosas», asegura. Toda la familia está sumida en el dolor, pero convencida de que Mohamed se alzó para defender sus derechos después de años de abusos sufridos. Un poderoso cacique local les había embargado sus tierras, su padre había muerto extenuado por el trabajo en la construcción. Su madre, que trabaja en una granja, y su padrastro, también obrero de la construcción, no llegan a juntar cuatro euros al día de salario. «El día que Mohamed se quemó fue como si un pequeño árbol ardiera, pero sus raíces quedaron profundamente plantadas en el suelo», asegura su tía Radia. Y añade: «rezo para que el pueblo tunecino no pierda esta oportunidad para la revolución». «Echo mucho de menos a mi hermano -añade orgullosa Samiya-, pero su martirio permitió liberar Túnez». Dicen que el sueño de Mohamed era comprarse una camioneta para no tener que empujar su carro todo el día, pero en lugar de eso encendió una Revolución.

Ahora es famoso en todo Túnez y en el mundo árabe, casi una leyenda. Los habitantes de su pueblo, Sidi Bouzid, le elogían igualmente, gracias a él se puso en marcha lo que denominan la «revolución popular». En el exterior del Ayuntamiento (en el mismo lugar en que fue golpeado y humillado) un mosaico de azulejos reproduce su rostro sonriente, y por las calles los grafitis conmemoran su nombre y nombran la ciudad como «un lugar de libertad».

Jaber Hajlawi, un abogado en paro de 22 años vecino de los Bouazizi, explica: «estábamos mudos antes de que Mohamed nos enseñara que debíamos de reaccionar. Mi hermano tiene un doctorado pero trabaja en un supermercado. El problema es que los títulos no valen nada, todo es cuestión de a quién conoces. Ahora, esperamos que las cosas cambien. Quiero mi libertad y mis derechos. Quiero trabajar. Quiero un trabajo». El joven Issawi, jornalero desempleado, alega en defensa de su dignidad: «no quiero tener que depender de favores políticos o sobornos para obtener un trabajo. Tenemos que limpiar el sistema». Ziad al-Gharbi, amigo de Mohamed, afirma que en el pueblo «Todos le tenemos un gran respeto. Es el verdadero líder de nuestra revolución, el héroe de la juventud. Se sacrificó por sus derechos y por los de los demás».

La llama de la revolución no prendió en los tunecinos por solidaridad hacia Mohamed o su familia. La indignación, largos años contenida, explotó porque sintieron en carne propia lo que le había ocurrido a él. Porque el suplicio de Mohamed podía haberle sucedido a cualquiera. Como nos recuerda John Brown [1], la indignación es, conforme a la definición que da de este efecto la Ética de Spinoza «un odio hacia quien hizo mal a otro». La indignación deriva directamente de la emulación de los afectos que caracteriza al ser humano como individuo cuya identidad depende siempre del otro. La indignación es, además, contagiosa. Lo que le ocurre a otro, me está ocurriendo a mi.

Es justo lo contrario de lo que sucede en los países penetrados por el capitalismo, donde la «desidentificación» del ciudadano medio con las víctimas abona el campo de la apatía y la insensibilidad, mientras el poder aprovecha para sembrarlo todo de miedo al otro. El fascismo avanza haciendo creer que los extranjeros son la causa de la liquidación del bienestar social exigida por las políticas neoliberales o que los gitanos son responsables de la inseguridad.

Mientras tanto al otro lado del Mediterráneo, en Túnez, germina la fraternidad.

Nota:

[1] Túnez, la revolución tan cerca: http://rebelion.org/noticia.php?id=120839

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

rCR