Tras la caída de Hosni Mubarak, el hombre fuerte de Oriente Medio, el 11 de Febrero de 2011, la Primavera Árabe parecía ser una fuerza incontenible. En la semana que siguió a su caida, aparecieron rápidamente tres focos con rebeliones de importancia, Libia, Yemen y Bahréin, coincidiendo con la represión de la momentáneamente renacida revolución […]
Tras la caída de Hosni Mubarak, el hombre fuerte de Oriente Medio, el 11 de Febrero de 2011, la Primavera Árabe parecía ser una fuerza incontenible. En la semana que siguió a su caida, aparecieron rápidamente tres focos con rebeliones de importancia, Libia, Yemen y Bahréin, coincidiendo con la represión de la momentáneamente renacida revolución verde en Irán. En las semanas siguientes continuaron o surgieron movimientos masivos de protesta en países como Jordania, Argelia, Marruecos, Mauritania, Djibuti, Palestina y Omán. Recientemente estas convulsiones han alcanzado a Arabia Saudí y a Siria.
La supuesta excepción libia y el fin del antiguo régimen árabe
Si la siguiente estación de las revueltas árabes pasa por Libia, va a ser recibida con un terrible baño de sangre, como el que de hecho se está produciendo ya, lo que está transformando una revolución pacífica en un proceso de resistencia armada. Al igual que el derrocamiento violento del presidente rumano Nicolae Ceausescu hace dos décadas fue la excepción llamativa de la por otra parte pacífica transición en el Este de Europa, también Libia aparece como una llamativa excepción dentro del mayoritariamente pacífico movimiento de revueltas árabes que ha tenido lugar durante las últimas semanas. De la misma manera, sin embargo, no cabe duda de que la naturaleza pacífica, en gran medida, de las revoluciones tunecina y egipcia ha sido el resultado no de la benigna naturaleza de aquellos regímenes, sino más bien de la escasez de recursos represivos por parte de aquellos gobiernos. En ambos casos el ejército, el único aparato represivo que al menos en potencia les quedaba a esos regímenes, en última instancia se negó a reprimir las revueltas.
Si bien la diferencia con estos dos procesos es real, la dinámica subyacente de la revolución libia, sin embargo, tiene grandes similitudes con aspectos fundamentales de los procesos de Túnez y Egipto, lo cual se ha señalado en mis artículos anteriores sobre las revueltas. En los tres casos la espontaneidad, más que unas sólidas estructuras organizativas o liderazgos fuertes, ha sido el elemento clave. Además estos levantamientos, que empezaron todos en la periferia de esas sociedades, tuvieron desde el principio un cariz pacífico.
Aunque los violentos derroteros actuales de la revuelta libia pueden percibirse como una señal de su alejamiento de dicha pauta, ciertos elementos de esta revolución sugieren que se sigue dando especial relieve a los aspectos éticos y cívicos en los llamamientos a la lucha. Incluso después de que el levantamiento se ha tornado violento, la oposición sigue promoviendo un espíritu cívico, algo que se refleja no sólo en el tipo de instituciones establecidas por las fuerzas opositoras, sino también en su comportamiento en el campo de batalla. Por ejemplo, mientras las fuerzas de Gadafi masacran a los rebeldes que capturan, el bando revolucionario trata a los soldados que apresan como prisioneros de guerra.
Por otra parte, la aparente excepcionalidad de la revolución libia no se debe entender como una muestra de que la relación de la sociedad libia con su Estado presenta algo más que una mera diferencia de grado con las relaciones entre el Estado y la sociedad del resto de los países del mundo árabe. Del mismo modo que en otras partes de la región, la sociedad libia se ha modernizado más que su régimen. Como en Túnez y en Egipto, un factor clave que ha estimulado los impulsos revolucionarios en Libia ha sido la sordera autocrática ante esa realidad. Sordera autocrática quiere decir que estos regímenes sufren de una impotencia estructural que les impide escuchar las quejas de sus pueblos o les hace tratarlas como poco más que niñerías, que pueden ser aplacadas con cesiones temporales, económicas o de otro tipo, en vez de como exigencias de un cambio político de raíz.
Como tales, se debe ver a todas las revoluciones árabes, la libia incluida, como síntomas de la existencia de una sociedad moderna firmemente establecida, fortalecida por unas altas tasas de educación, por el uso de las nuevas tecnologías de la información, y por una vibrante población juvenil cuyas expectativas políticas y económicas han venido siendo frustradas por un estilo de gobierno cerrado, antiguo y excluyente.
Estas revoluciones, pacíficas o no, han nacido de la toma de conciencia de que no se puede confiar en que tales sistemas, al no haber tenido nunca la necesidad de hacer ninguna reforma, sean capaces de responder ante los ciudadanos a sus apremiantes demandas de mejoras políticas, sociales y económicas. Los nuevos revolucionarios del mundo árabe son personas corrientes muchas de las cuales no han participado nunca en ninguna forma de movilización política, y tienden a tener muy poca fe en lo que crecientemente consideran como gobiernos ilegítimos, tan fuera de onda y tan carentes de credibilidad que deben ser desarticulados (empezando por la cabeza) en vez de tratarlos como unos interlocutores con los que negociar.
En este contexto, la desaparición del antiguo orden en el mundo árabe se ha hecho realidad. Contrariamente a lo que algunos puedan pensar la revolución libia no marca que la inevitable transformación que supone la revolución vaya a tener que ser necesariamente dominada por la violencia. De hecho las revoluciones en Túnez, Egipto, y ahora Yemen han demostrado los grandes beneficios de la no-violencia en el enfrentamiento con un régimen brutal. No obstante, en algunos casos el cambio puede venir en la forma de un gradual desmembramiento de los regímenes autocráticos -interna y lentamente, pero con la suficiente transparencia para que sea no sólo perceptible sino también creíble. Éste puede ser uno de los posible escenarios sobre todo para algunas monarquías que están siendo impugnadas actualmente, como en el destacado caso de Marruecos, pero quizás también en el de Bahréin y Jordania. Cualquiera que sea la dinámica concreta del cambio, parece poco probable que ninguno de estos viejos regímenes vaya a sobrevivir a esta Primavera Árabe en su forma actual. Tal y como existen ahora, su inmovilismo estructural no hace más que entrar en contradicción con el dinamismo y la modernidad de sus sociedades.
El caso libio
Libia representa uno de los ejemplos más claros de esta falta de ajuste entre el Estado y la sociedad.
La extrema violencia que está acompañando a la revolución es de hecho una expresión de la distancia entre los dos, lo que demuestra la profunda sordera estructural del régimen libio. Por ejemplo, cuando portavoces del régimen, como Saif al-Islam, hijo de Gadafi, insisten en que la sociedad libia es «tribal» están describiendo no tanto una realidad empírica como otros dos tipos fenómenos: el primero de ellos, la conciencia de que la mayoría de la sociedad libia camina fuera del radio de acción del Estado y se organiza a su manera (aunque no necesariamente siguiendo parámetros tribales). En segundo lugar, ese «tribalismo», tal y como el Estado lo entiende, refleja más la retrógrada organización de los aparatos de dicho Estado que el espíritu y las formas de organización de los grupos tribales.
De hecho en Libia la adhesión tribal, entendida como la lealtad que los miembros de una determinada tribu se tienen entre si, nunca ha sido incondicional. Al igual que durante la ocupación italiana desde 1911 a 1943, el discurso tribal se mezcla y se subordina claramente al patriotismo colectivo, que constituye la raíz de la lucha nacional actual. Desde que empezó esta revuelta, las diversas tribus de Libia han hecho muchas declaraciones sobre la situación que reflejan en su inmensa mayoría el patriotismo que impregna a estas colectividades. Mi propia valoración de una muestra de 28 declaraciones de grupos tribales, hechas entre el 23 de febrero y el 9 de marzo de 2011, indica que la gran mayoría destaca la unidad nacional o la salvación nacional sobre los intereses tribales.
Estas declaraciones demuestran además que las tribus de Libia no son entidades homogéneas, sino que más bien se componen de miembros heterogéneos con diversas condiciones sociales y económicas. Esta realidad refleja la naturaleza de la sociedad libia en su conjunto, que tiene un 90 % de población urbana y en la que los matrimonios entre personas de distintos grupos tribales son un rasgo común.
Además, estas declaraciones permiten ver la condición líquida de las solidaridades tribales. Sólo el 25 % de las declaraciones tribales que he examinado proclamaban el haber sido hechas en nombre de la tribu en su conjunto. La práctica más común parece haber sido el hablar en nombre de determinados segmentos o asentamientos de la tribu (43%) o alternativamente hablar en nombre de la tribu en su conjunto pero desglosando un listado de los asentamientos como si implícitamente se eximiera a aquellos que viven en otro lugar (32%). Del total de los 28 testimonios, el 39% incluía una declaración de bara’a, por el que la tribu se desmarcaba de aquellos de sus miembros que ejercen como altos funcionarios al servicio del régimen. Como parte del análisis, estudié además todos las proclamas hechas por miembros de las tribus a sus respectivos grupos y me sorprendió el hecho de que ninguno de ellos apelaba a la tribu en su conjunto. Por el contrario, todas las personas que publicaban estos llamamientos se dirigían a segmentos específicos de la tribu, de determinado pueblo o región en donde se necesitaba más apoyo para la oposición, apelando a sus parientes lejanos para garantizar el éxito de la oposición en su localidad.
Tanto las declaraciones como las proclamas tribales muestran como el discurso tribal se está convirtiendo en esta revolución en otro vehículo con el que expresar el patriotismo libio, y con el que articular el sentido del deber nacional. Son una muestra además de cómo este discurso tribal ayuda a acotar el sentido de responsabilidad con el objetivo de producir éxitos locales concretos en lugar de conseguir grandes victorias simbólicas.
La combinación de un patriotismo leal con la existencia de una tradición de relaciones de solidaridad tribal pragmáticas y fluidas está dando como resultado una flexibilidad que se está empezando vislumbrar en el seno de la estructura cívica y social libia, que con toda seguridad va a ser uno de los elementos clave en el periodo post-Gadafi. La existencia tradicional de formas de autoridad civil de carácter local, históricamente asociadas con una flexible amalgama de redes tribales, órdenes sufíes y cofradías de pescadores fueron vitales para que los libios reconstruyeran su país después de la terrible experiencia colonial. En las tres décadas de dominio italiano, la población de Libia, que sobrepasaba por poco los 600 mil habitantes, experimento de lleno el impacto del fascismo que incluyo el control de la población y masivos internamientos en campos de concentración desde 1930. Aunque no se dispone de números precisos, un gran porcentaje de la población nativa (posiblemente hasta una tercera parte) murió como resultado de las políticas fascistas enfocadas a reprimir la revueltas anticoloniales. Este patriotismo trans-tribal, un catalizador fundamental en el movimiento anticolonial, está siendo revivido con toda su fuerza caracterizándose como uno de los modernos motores cívicos y morales de la revolución libia.
Es esta realidad histórica contra la que Gadafi trató de construir un Estado según un modelo tribal, pero la estructura que tenía en mente nunca había existido en la historia colonial o moderna de Libia. A diferencia de las autenticas estructuras tribales caracterizadas por su flexibilidad y fluidez, el Estado ha consistido en una concentración del poder en unas pocas manos -las de una familia gobernante a la postre- ajena al consentimiento popular. Lejos de abrazar el espíritu del tribalismo libio, el Estado de Gadafi se adhirió al estilo de la mafia, en el que se sustituyeron las alianzas flexibles y fluidas por un estilo inconfundiblemente dictatorial regido por el directrices morales de la conspiración.
Libia antes del golpe de 1969
Aunque todos los observadores se hayan dado cuenta desde hace tiempo de las rarezas del comportamiento de Gadafi y de su desequilibrio mental, la cuestión de cómo se mantuvo en el poder durante tanto tiempo es quizás la más interesante en el contexto actual. La respuesta, en parte, se encuentra en el hecho de que apenas existía algo parecido a un Estado moderno en la Libia pre-Gaddafi. En general, la sociedad se organizaba en torno a varias formas asociativas ajenas al Estado, entre las que se incluían las redes tribales, las órdenes sufíes, los sindicatos y los partidos políticos nacionalistas. La cohesión social del Estado libio dependía en gran parte de la ayuda exterior hasta el descubrimiento de yacimientos petrolíferos unos años antes del golpe de Gadafi, y giraba casi exclusivamente alrededor de la monarquía – en sí misma una institución nueva nacida después de la independencia, sin entronque en la historia social y política de Libia. La relativamente corta vida de la monarquía (18 años) a menudo se ha explicado por la actitud distante del rey Idris, el primer y último monarca de Libia, cuyo torpe uso de la represión contra las protestas estudiantiles de Bengasi en 1964 precipitó la crisis que llevó a la renuncia de su gobierno.
En este contexto, el golpe de Estado de Gadafi de 1969 se asemeja a la ocupación de un castillo abandonado, que más tarde se transformaría en un formidable instrumento de clientelismo y de terror. Esto se lograría mediante la transformación del propio Estado en una «raqueta de protección», como lo describió en cierta ocasión Fred Halliday. Sintomático de cómo se han llevado las riendas del Estado es un incidente en 2009, en el que dos hijos de Gadafi se enfrentaron entre sí con tanques, hasta que uno de ellos obligó al otro que le vendiera su participación en una nueva factoría de Coca Cola.
La falta de integración de la sociedad civil en el Estado libio tal y como se desarrolló bajo el régimen de Gadafi se ha hecho patente en el excepcional grado de violencia de la situación actual. Cuando Gadafi se hizo con las riendas una Libia moderna estaba empezando a tomar forma, en la cual las infraestructuras económicas y educativas estaban en proceso de construción, y en el que había fuertes sentimientos patrióticos árabes que traspasaban los límites tribales. Aún así la relativamente breve vida de la Libia pre-Gadafi no había permitido llegar a un nivel en la construcción del Estado que evitara la tarea de construir uno por parte del nuevo régimen a cuya tarea se dispuso con la intención de sustituir todas las instituciones estatales convencionales por un red cuasi mafiosa.
Durante el reinado del rey Idris, Libia, con su pequeña población y la riqueza del petróleo, parecía destinado a convertirse en una monarquía modelada a imagen y semejanza de las del golfo pérsico, disfrutando de un nivel económico similar al de los Estados del golfo.
Aunque Gadafi provocó la caída del rey, se afanó en la tarea de apropiarse la riqueza petrolera del país, pero el hecho de que fue mayoritariamente para fines distintos que el desarrollo económico y de las infraestructuras se hace evidente en la sorprendente pobreza que uno encuentra en Libia, en comparación con el bienestar de sus homólogos del Golfo. Gran parte de dicha riqueza se usó para dar regalos a amigos extranjeros, para financiar proyectos de desarrollo mal planteados, y para establecer milicias leales a su régimen. La riqueza petrolera de Libia también alimentó el apetito de poder del nuevo régimen, la financiación de una serie de equivocadas campañas militares, incluyendo una breve guerra con Egipto en 1977, una torpe invasión del Chad en 1978 que supuso la destrucción de una asombrosa cantidad de material militar libio, y una serie de complots, propios de un misántropo, terroríficos en la misma medida que caóticos.
El culto a Gadafi
El golpe de 1969, que supuso la toma del poder por parte de Gadafi, fue dirigido por un grupo de «oficiales independientes» de orígenes marginales en su mayor parte. Ali Abdullatif Ahmida ha señalado que 9 de sus 12 miembros principales, incluyendo Gadafi, venían de tribus pequeñas del interior de Libia o de sectores sociales pobres de la costa. Con el apoyo de este grupo principal de oficiales provenientes de entornos sociales marginados, Gadafi pudo usar la riqueza del Estado para adoptar medidas innovadoras y agresivas para consolidar su poder, capacidad de la que no disponían otros líderes árabes. Al igual que otros autócratas de la región, Gadafi aspiraba fundar el Estado libio sobre el culto a su personalidad. Debido a la debilidad de las instituciones estatales del periodo anterior y a la riqueza petrolera que tenía a su alcance, el culto a la personalidad de Gadafi finalmente superó todos los límites imaginables. Como parte de esta transformación y con la excusa de llevar «democracia real» al país, las instituciones del Estado se reemplazaron con una red de agitadores locales y de informantes -los llamados «comités revolucionarios»-, aunque en esencia no eran más que estructuras fascistas encargadas de vigilar cualquier desviación, y responsables únicamente ante el líder y su pequeña camarilla. Esta estructura, junto con purgas constantes, garantizó la imposibilidad del surgimiento de ningún tipo de amenaza real desde el interior de las instituciones del régimen.
Como parte del programa de creación de este culto a la personalidad, el régimen tomó medidas desde el principio para eliminar cualquier símbolo cultural que entrara en competencia con ese fin. Por ejemplo, entre sus primeros actos como líder, Gadafi pronunció un discurso ante la tumba de Omar al-Mukhtar, el legendario líder de la lucha contra el colonialismo italiano. Inmediatamente después del discurso, Gadafi ordenó la retirada de la tumba de Mukhtar de Bengasi, donde regularmente atraía a muchos visitantes, y la trasladó a un lugar en el desierto donde era difícil llegar. El culto a la personalidad del líder no estaba todavía muy desarrollado en ese momento, pero sus semillas ya eran evidentes en el temor a la presencia de cualquier símbolo competidor, incluso aquel de los héroes muertos.
El culto a la personalidad se entroncó con más firmeza en la segunda mitad de la década de los setenta, después de que Consejo de la Revolución original, del que formaban parte los «oficiales independientes» que derrocaron a la monarquía, fue desapareciendo, y cualquier competidor potencial al poder de Gadafi era eliminado o ejecutado. Incluso Dios le parecía un competidor sospechoso al gran líder: Abdel-Salam Jallud, ex segundo al mando de Gadafi, una vez sorprendió a su audiencia parafraseando un verso del Corán (7:43) en el que el nombre de Gadafi aparecía en lugar de Dios como fuente última de orientación.
En 1977, ocho años después de asumir el poder, el «líder de la revolución», afirmó que cedía su poder al pueblo y se colocó en la posición que sigue manteniendo hasta hoy, en la que no tiene ningún cargo oficial del que dimitir: sólo tiene «autoridad moral». En el mismo caso – menos en lo de la autoridad moral- está Saif al-Islam, el más prometedor de los siete hijos de Gadafi y su heredero, que tampoco ocupa ningún puesto en el gobierno y que, sin embargo, representa con frecuencia el régimen y habla en su nombre -como por ejemplo, cuando dio el primer discurso a la nación, en nombre del régimen, tras el estallido de la revolución. Es realmente complicado encontrar un sistema político como éste en cualquier otra parte del mundo. La naturaleza anti-institucional del régimen, donde el control es a la vez riguroso e informal, puede ser precisamente las razón principal por la que deben confiar en milicias y en mercenarios, en lugar de en las fuerzas armadas regulares, en su lucha contra la revolución.
Conclusión
Es probable que, debido a esta falta total de ajuste entre el Estado y la sociedad, ésta sea hasta ahora la primera revolución árabe moderna en la que la se ha formado un gobierno por parte de la oposición antes de que la revolución haya terminado. Esto se ha debido a tres factores, dos de los cuales tienen su origen en las condiciones extremas de la sordera autocrática. En primer lugar, a diferencia de los casos de Túnez, Egipto y Yemen, en Libia, la violencia estatal sin restricciones ha hecho necesario que determinados cargos gubernamentales debieran mostrar ya desde el principio de qué lado estaban, abandonando al régimen y uniéndose a la revolución. Pero como resultado de esto, la revolución no ha podido encontrar una figura de confianza en el gobierno que, como en el caso de las otras revueltas árabes, pudiera ser invocada para liderar un período de transición. Al mismo tiempo, la deserción de un gran número de altos funcionarios del Estado, incluyendo los miembros del cuerpo diplomático que eran los que tenían los contactos con las instituciones globales (y también más libertad para desertar) ha suministrado al, por otra parte espontáneo, levantamiento con un cuerpo de políticos con experiencia que han dado una gran importancia al desarrollo institucional como apoyo a la revolución. Al mismo tiempo, el éxito de la oposición en liberar algunas partes del territorio libio ha creado la necesidad práctica de una estructura para-gubernamental para gestionar y administrar estas zonas.
Así que de una situación en la que las instituciones del Estado estaban mínimamente desarrolladas pasamos al surgimiento del modelo de revolución más institucionalmente desarrollado del mundo árabe. La aparente excepción libia no radica sólo en la violencia y el derramamiento de sangre. El ejemplo de este gran pueblo que se organiza, que se levanta en medio de la resistencia espontánea y sin miedo a la violencia estatal, desmiente las quejas occidentales sobre la supuesta «ausencia de sociedad civil» en Libia. De la misma manera que tanto diplomáticos occidentales como comentaristas han sufrido para determinar el carácter exacto de este movimiento, han pasado por alto su elemento más importante y esclarecedor: que representa no tanto una ideología concreta como el rotundo renacimiento de las, por largo tiempo, reprimidas tradiciones civiles de la Libia moderna. Por lo tanto, viniendo de la más desesperada de las circunstancias, la revuelta de Libia ha dado el mayor salto hacia adelante de todas las revoluciones árabes hasta la fecha.
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