El periodismo de Estados Unidos está en crisis. No lo dicen únicamente los sondeos –según un informe del Instituto Reuters de 2022, solo un 26 por ciento del público piensa que los medios son creíbles, la tasa más baja entre los 46 países encuestados– sino que lo confirman los propios reporteros.
En un largo artículo comisionado por la prestigiosa Columbia Journalism Review (CJR) –una especie de revista madre del gremio y guardiana autonombrada de su integridad–,el veterano periodista de investigación Jeff Gerth concluía que “los cometidos primarios del periodismo, informar al público y exigir cuentas a los intereses de los poderosos, se han visto minados por la erosión de las normas periodísticas y la falta de transparencia de los propios medios con relación a su trabajo”.
Su pieza, de 24.000 palabras y publicada este enero pasado, es una radiografía despiadada de la cobertura por la prensa establecida, incluidos el New York Times y el Washington Post, de la interferencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016 y las conexiones entre el Gobierno de Putin y la campaña de Trump. Ambos temas, según Gerth, recibieron una atención desproporcionada y muy poco rigurosa, en gran parte porque las y los periodistas que los cubrían, con el visto bueno de sus supervisores, se dejaron manipular por intereses políticos y por sus propios prejuicios, en lugar de respetar las buenas prácticas deontológicas.
La publicación de Gerth, llamativa en sí misma, lo fue más porque días después se reveló que, un par de años antes, la misma CJR había asignado otra pieza de largo alcance a otro reportero veterano con un punto de partida, si cabe, opuesto al de Gerth: investigar la sospechosa cercanía a Putin, por esos mismos años, de la revista progresista The Nation, que en su cobertura del ‘Russiagate’ había dado espacio a voces que minimizaban la amenaza rusa (dudando, por ejemplo, de la autoría rusa del famoso hackeo del servidor de email del Democratic National Committee).
El reportero, el escocés Duncan Campbell, tardó dos años en concluir su investigación y en acordar el texto final con el equipo editorial, solo para ver su artículo “asesinado” (killed o spiked, en la jerga periodística local) dos días antes de su publicación prevista. A comienzos de febrero de 2023 el Byline Times, una revista digital británica, publicó la pieza original de Campbell en su versión final, junto con un artículo en que éste sugería que la CJR había suprimido su investigación, que acabó siendo muy crítica de The Nation, por un conflicto de intereses: resulta que, por esas mismas fechas, la CJR negociaba un convenio con The Nation.
Los veteranos Campbell y Gerth (de 70 y 79 años, respectivamente) llegan a conclusiones muy diferentes. Para el primero, cierta prensa izquierdista abandonó sus principios para dejarse embaucar por Putin. Para el segundo, fue la prensa liberal mainstream la que los abandonó al exagerar el peligro de Rusia indebidamente. Pero ninguno de los dos deja muy bien parado al periodismo en Estados Unidos. Combinados, sus artículos sirven para plantear serias preguntas sobre el estado de salud del cuarto poder, no solo en sus manifestaciones más propagandísticas, como la Fox News y los medios “alternativos” pero bien financiados de la ultraderecha nacionalista, sino también en medios de mucho más abolengo, sean de perfil liberal-progresista como el New York Times (fundado en 1851) y el Washington Post (1877), o de perfil progresista radical, como el semanal The Nation (1865).
El paisaje mediático, mientras tanto, está mudando. Por un lado, en los últimos quince años, el descontento con los diarios y revistas establecidos ha motivado a grupos de periodistas jóvenes y veteranos a fundar medios nuevos, desde Politicoa Voxo The Intercept, pensados para producir un periodismo más ágil y atrevido, menos lastrado por tradiciones institucionales, plantillas gigantescas, jerarquías aplastantes, presiones políticas o intereses comerciales.
Por otro, en años más recientes algunos de estos periodistas no han dudado en abandonar esos nuevos medios –a veces después de algún conflicto personal o profesional– para escribir por su cuenta en plataformas de pago como Substack y cobrar a sus suscriptores directamente. Los ejemplos más exitosos (al menos en un sentido económico) han sido los de Glenn Greenwald (cofundador de The Intercept), Matt Yglesias (cofundador de Vox), Andrew Sullivan (antes con The Atlantic y la revista New York) y Matt Taibbi (Rolling Stone). También la investigación de Seymour Hersh sobre el sabotaje del Nord Stream que CTXT tradujo al castellano se publicó en Substack.
Para arrojar algo de luz sobre estos y otros temas hablo por teléfono con Roane Carey (Atlanta, 1960). Entre 1989 y 2021, Carey trabajó en The Nation como jefe de edición,entre otras funciones. Además de cubrir Oriente Medio (tema sobre el que editó dos libros), ensus 32 años en la redacción de la revista, Carey trabajó con cientos de periodistas, incluidos autores tan diversos como Edward Said, Christopher Hitchens y Katrina vanden Heuvel (y, en años más recientes, Bécquer Seguín y un servidor).
Según Jeff Gerth, el periodismo en Estados Unidos está en crisis porque ha dejado de respetar sus propias normas, como demuestra el fracaso mediático que fue el ‘Russiagate’.
Bueno, la verdad es que en Estados Unidos llevamos décadas viendo grandes fracasos mediáticos. Solo hace falta recordar la cobertura desastrosa, después del 11 de septiembre de 2001, con respecto a Irak. No solo el New York Times sino todos los medios mainstream se tragaron sin rechistar lo que decía el Gobierno de Bush sobre las armas de destrucción masiva, mientras incluso revistas progresistas como The New Yorker o The New Republic apoyaban la guerra. En The Nation nos resistimos. Pero recuerdo que nos sentíamos muy solos, clamando en el desierto. Porque además no hacía falta ser ningún genio para percatarse de que el emperador estaba desnudo. Bastaba comparar las alegaciones con los hechos aportados para concluir que era todo mentira.
Con respecto a lo que escribe Gerth, es verdad que muchos medios mainstream se dejaron llevar por una especie de histeria con respecto a Rusia.
Siempre que el poder gubernamental tiene algún interés predominante, lo normal es que los grandes medios le sigan sin cuestionarlo
Pero, según usted, que los grandes medios yerren de este modo no es nuevo.
Exacto. Siempre que el poder gubernamental de este país tiene algún interés predominante, lo normal es que los grandes medios le sigan sin cuestionarlo apenas. Este claramente ha sido el patrón, por ejemplo, con las intervenciones que Estados Unidos ha hecho en el extranjero.
¿Entonces Campbell se equivoca? ¿No hay crisis?
Claro que hay crisis. De hecho, se solapan varias. Pero son, ante todo, de carácter económico. Por un lado, seguimos viviendo la crisis del modelo financiero del periodismo, provocada por la aparición de internet y la consiguiente pérdida de ingresos publicitarios. Esta ha causado la desaparición de cientos de periódicos, sobre todo a nivel local y regional. Pero, por otro lado, hubo otra crisis producida por los efectos corrosivos de la financiarización neoliberal de la economía. Ese proceso, que empezó antes de la revolución de internet, ha sido extremadamente destructivo para el periodismo. Incluyó una fase de concentración, en la que los grandes grupos adquirieron diarios más pequeños. Entonces se impusieron los dictados de Wall Street, que exigían ganancias cada vez más altas. Y cuando estas no se produjeron, los conglomerados pasaron a despedir a periodistas y a suprimir cabeceras. A estas alturas, es muy complicado que una persona joven con vocación periodística encuentre un trabajo que le permita sobrevivir.
Gerth también subraya que el público confía cada vez menos en los medios.
Eso también tiene que ver con el auge del neoliberalismo, que permitió que creciera la presencia mediática de la extrema derecha. Los orígenes de ese proceso se remontan a los años ochenta, con el crecimiento de la talk radio, respaldada económicamente por grandes empresas conservadoras. Después, en 1996, nació Fox News como medio propagandístico muy bien financiado. Todo esto ha provocado en los últimos 30 años un desplazamiento del centro de gravedad de los medios mainstream hacia la derecha.
¿Los propios medios no son responsables de esa pérdida de confianza del público?
Sí que lo son. Es que el problema de fondo ya existía. Aun cuando muchos medios todavía gozaban de buena salud, el periodismo estaba demasiado dispuesto a obedecer a los dictados del poder, tanto del gobierno como de las grandes empresas, por mucho que se escudara en el culto a la objetividad. Yo llevo leyendo el New York Times más de 40 años. ¿Ha sido crítico con el gobierno? Sí, pero solo hasta cierto punto. Esa actitud servil de los grandes medios ante el poder mantenida a lo largo del tiempo –su dedicación, en fin, a la fabricación del consenso social, lo que Chomsky ha llamado manufacturing consent– la acaban notando los lectores, aunque no sean periodistas profesionales. Este servilismo, combinado con su autocomplacencia, hizo que los medios fueran menos resistentes ante las crisis financieras que harían tantos estragos a partir de los años 90.
Esa costumbre servil la pudieron romper puntualmente periodistas de investigación como el propio Gerth, o sus compañeros de generación Seymour Hersh, Bob Woodward, Carl Bernstein, etc., cuando se toparon con historias explosivas y lograron convencer a sus directoresy a los propietarios de sus medios de que valía la pena desafiar al poder.
Exacto.
Cuando hablé con Hersh hace tres años, me dijo que su trabajo consistía en “entrar a la redacción con una rata muerta llena de piojos, depositarla en el escritorio del director y decirle: ‘Voy a escribir algo que el gobierno va a odiar’”. Me pregunto si hoy la situación es distinta. Hemos visto una oleada de reporteros que, hartos de sus jefes y colegas, deciden montar su propio medio o incluso escribir por cuenta propia. Hace algún tiempo, un periodista de la revista New York estimaba que Matt Taibbi, con más de 30.000 suscripciones de 50 dólares cada una en Substack, se embolsa más de un millón de dólares al año. Y ese dinero lo gana sin tener que luchar diariamente con un editor que le ponga peros o le diga “me gusta lo que tienes, pero habrá que trabajarlo más antes de que podamos publicarlo”. ¿Tienen razón colegas como Taibbi o Greenwald al concluir que pueden prescindir de los filtros de los medios tradicionales porque esos filtros se han convertido en instrumentos de censura?
Es una buena pregunta. La cuestión tiene doble filo. Por un lado, hace 30 ó 35 años, antes de que hubiera internet, también ocurría que un periodista de investigación estaba frustrado porque tenía una buena historia, pero nadie estaba dispuesto a pagarle por investigarla o, si ya la tenía investigada, nadie quería publicarla. En aquel entonces no había muchas opciones. Podía recurrir a revistas como The Nation, In These Times o Mother Jones, pero poco más. Por otro lado, incluso en The Nation no se publicaba nada que no pasara por el proceso de edición y verificación, el fact check. Hoy, todo el mundo puede escribir lo que sea y sacarlo en lugares como Substack. Greenwald y Taibbi y Hersh pueden publicar lo que les dé la gana. Y si lo hacen bien y consiguen un público, pueden tener mucho éxito.
Lo que no hay es ese filtro que representan los editors y fact checkers.
Exacto. Y sin embargo no creo que se pueda mantener que en este nuevo contexto no haya ningún filtro de calidad. Si te fijas en el último trabajo de Matt Taibbi, por ejemplo, basado en el acceso que le ha dado Elon Musk a los archivos de Twitter, verás que ha suscitado muchísimas críticas, tanto por lo que escribe como por la forma en que se ha dejado apoyar y financiar por Musk. Las palizas que ha encajado Taibbi en la esfera pública y en las redes no han sido menores. Lo mismo cabe decir de Hersh. Sí, su pieza sobre el Nord Stream se ha leído mucho, pero también ha suscitado muchas críticas, justificadas para mí. En mi opinión, Hersh tendría que haber conseguido más corroboración antes de publicar su historia. Sin corroboración adicional, lo que ha escrito no pasa de ser una suposición. Por otra parte, hay bastantes lectores inteligentes y críticos capaces de darse cuenta de ello.
¿Qué quiere decir cuando afirma que, en su forma actual, la pieza no pasa de ser una suposición?
Me refiero al hecho de que base una alegación tan grande en una única fuente, además anónima, sin que haya otras fuentes que la corroboren. La historia puede ser verdadera, pero dada la lógica interna del texto, los lectores no tienen cómo evaluar sus afirmaciones de forma objetiva. Así, no puede ser más que una acusación; de los lectores se espera que la aceptemos como un artículo de fe. Por eso hablo de “suposición”.
Si usted siguiera en The Nation y un reportero le enviara ese texto, ¿qué le habría pedido para considerar su publicación?
Habría insistido en que proporcionara más fuentes. También que citara, en el texto, a expertos y analistas estratégicos independientes que comentaran sobre las afirmaciones de la fuente anónima. Pienso, por ejemplo, en personas expertas en demoliciones subacuáticas, personas que conozcan la historia de los ejercicios navales de la OTAN en el área, gente con pericia en la inteligencia de fuente abierta (OSINT), etcétera.
En la izquierda norteamericana tenemos muy claro que EEUU es una potencia maligna. Pero nos cuesta asumir que no es la única potencia maligna
En una entrevista con Amy Goodman, Hersh explicó: “En cuanto a la cuestión de la fuente, llevo mucho tiempo haciendo esto. (…) Pero yo no hablo de fuentes. Yo sólo –ya sabes, tengo suerte–. He tenido, durante 20, 30 o 40 años, gente dentro que no sólo son fieles a lo que hacen, sino que tampoco tienen miedo a ser críticos con ello. Ese es el tipo de fuente con la que sueñan los periodistas. Y he tenido gente así desde siempre. Y la sigo teniendo”. Y además ha afirmado que su texto pasó por un proceso de verificación o fact-checking comparable con el que se usa en el New Yorker.
Me cuesta creerlo, la verdad. La pieza dice, por ejemplo, que el actual secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, “había cooperado con la comunidad de inteligencia estadounidense desde la guerra de Vietnam”. Stoltenberg nació en 1959. ¿Los norteamericanos estaban tan desesperados que tuvieron que recurrir a un adolescente noruego? Un error tan torpe lo habría pillado un buen verificador o editor. Desde que se publicó el texto, se han cuestionado otros detalles de la historia. Sin poder evaluar cada detalle, estas dudas disminuyen mi fe en la veracidad de lo que presenta Hersh, y eso que yo mismo sigo albergando la fuerte sospecha de que fueron los norteamericanos o un aliado suyo los que perpetraron el atentado. De modo más general, no creo que lo que la gente publica en Substack sea necesariamente más creíble de lo que pueda escuchar en la calle o en boca de un amigo.
[CTXT consultó a Hersh las dudas sobre Stoltenberg el día que publicó la historia y el reportero negó que se trate de un error; según él, el actual secretario general de la OTAN fue reclutado por la CIA tras ser arrestado en Oslo por participar en protestas contra la guerra de Vietnam, cuando su padre era ministro de Defensa. De hecho, el único descuido que Hersh admite haber cometido en su pieza es la afirmación de que Stoltenberg es el actual comandante en jefe de la OTAN, no el secretario general, error que se corrigió en CTXT con una fe de erratas].
¿Las plataformas como Substack son una solución a la crisis del modelo de financiación del periodismo?
Me temo que no. Las y los periodistas que ya tienen cierta fama pueden ganarse la vida así, incluso hacerse ricos. Pero una periodista desconocida que puede tener mucho talento y haber escrito un gran artículo de investigación, ¿qué hace? ¿Publicarlo gratis? ¿Dónde va a encontrar lectores que le paguen por su trabajo?
Cualitativamente hablando, ¿el periodismo es hoy peor de lo que era antes?
No lo creo. En el mundo del periodismo siempre ha habido mucha basura. No puedo decir que haya empeorado. También hay mucho material de gran calidad. Internet ha supuesto una expansión del campo, para bien.
Muchos periodistas en los grandes medios comparten los prejuicios culturales de los que gobiernan el país
Hersh mantiene que, con respecto al sabotaje del Nord Stream, la pasividad de grandes medios como el New York Times y el Washington Post equivale a negligencia, a una dejación de su deber periodístico. ¿Está de acuerdo?
Es una buena pregunta. Muchos, periodistas o no, estamos frustrados porque queremos saber qué pasó. Queremos pruebas definitivas. Y no ha habido respuestas. En esa situación, es normal que quienes nos identificamos con la izquierda sospechemos del gobierno norteamericano y sus aliados, y de los medios mainstream. A fin de cuentas, en la izquierda norteamericana tenemos muy claro que Estados Unidos es una potencia maligna. Lo es, y además es la potencia maligna más poderosa del mundo. Pero nos cuesta más asumir que no es la única potencia maligna. Al mismo tiempo, también es verdad que un acto de sabotaje internacional de este tipo no es un asunto fácil de investigar. Seguramente fue perpetrado por personas altamente preparadas y expertas en no dejar rastro. En ese sentido, quizá no sorprenda que se tarde tanto en dar con pistas. Personalmente, creo que hay que ir con cuidado y no asumir sin más que fue obra de la CIA o la NSA. Tenemos que considerar con ojos sumamente críticos y desconfiados toda la información que nos llegue. Ya sé que es difícil porque los sesgos de confirmación pueden ser muy poderosos.
De acuerdo. Pero, seamos realistas, ¿le consta que, hoy, el Post y el Times tengan equipos de investigación trabajando en el tema? ¿O están más bien contentos de dejar el asunto sin resolver?
No sé si tienen equipos trabajando en eso. Si no los tuvieran, sí que estarían cometiendo un acto de negligencia, de dejación de responsabilidad periodística.
¿Le sorprendería?
No, la verdad es que no me sorprendería que no empujaran mucho en este caso. Es posible que no quieran saber quién perpetró el sabotaje. Estamos ante un caso clásico en que medios como el Times y el Post se van a inclinar hacia la posición del Gobierno con respecto a la guerra entre Rusia y Ucrania. Tampoco es nuevo. Recordemos los Papeles del Pentágono. Tuvieron que pasar muchos años de actividad genocida de Estados Unidos en Vietnam hasta que la prensa mainstream se puso a cuestionar al gobierno. Uno solo puede esperar que hoy el Times y el Post tengan ese ejemplo presente.
Además del problema de la presión política directa, los periodistas que han abandonado sus medios alegan que las redacciones están presas de una cultura asfixiante y censora que asocian con lo ‘woke’.
No compro que lo ‘woke’ sea un problema en ese sentido. Pero sí es verdad que las redacciones están dominadas por un ambiente cultural determinado. En el fondo, el problema es que muchos periodistas en los grandes medios comparten los prejuicios culturales de los que gobiernan el país. No es que el gobierno del país ejerza una presión constante sobre los equipos editoriales del Times y del Post. No hace falta, porque comparten la misma visión del mundo. Como periodista que ha cubierto durante mucho tiempo el conflicto entre Israel y Palestina, nunca ha dejado de sorprenderme el nivel de coincidencia que hay sobre este tema entre el gobierno y las cúpulas de los grandes medios.
No son como las generaciones anteriores de periodistas, que provenían de la clase obrera y desconfiaban del poder por instinto
¿Cómo se explica esa coincidencia de visiones?
Porque lo que coincide son sus intereses de clase. Hay que tener en cuenta que los periodistas más prominentes de los grandes medios se han educado en las mismas escuelas y universidades de élite que la clase política. Su aspiración es tener éxito, les gusta sentirse cercanos al poder. No son como las generaciones anteriores de periodistas que provenían de la clase obrera y que, por instinto, desconfiaban del poder y buscaban, siempre, exponer su corrupción.
Como el propio Hersh, hijo de una familia judía obrera que se crio en un barrio negro de Chicago.
Exacto. Por cierto, recuerdo que, cuando conocí a Hersh hace unos 20 años, un amigo mutuo me presentó como editor de The Nation. Hersh espetó: “¡Todos los editors son ratas!”. Lo dijo en broma, riéndose, pero quedaba claro que también había cierta honestidad en lo que decía: no le gustaban los editores demasiado cobardes como para publicar historias que desvelaran delitos cometidos por el gobierno. Pero tampoco le gustaba que los editores le preguntaran: “Y… ¿tus fuentes?”. Tengo una admiración enorme por Hersh y por mucho de lo que ha hecho, aunque en los últimos años su trabajo ha sido menos fiable. Un periodista como él necesita a una persona que le edite. Bueno, todos la necesitamos.
Si su relación con sus jefes ha sido conflictiva, me consta que Hersh acaba queriendo mucho a sus verificadores, sus fact checkers, por más que su quisquillosidad le complique la vida y por más que él los vuelva locos.
En mi experiencia, las y los mejores escritores son los que más aprecian a los editors y verificadores. Seamos honestos: no importa cuánto esmero pongas en un artículo, siempre se te escapan cosas. Para hacer buen periodismo, es importante contar con otra persona inteligente que te edite el texto. Y es crucial tener a un equipo de verificadores que te cuestionen tus presupuestos y te planteen todas las preguntas duras. Los colegas que se pasan a Substack prescinden de ese proceso.
Proceso que no deja de ser una forma de proteger al periodista de sí mismo.
Claro. Recuerdo que las y los mejores periodistas con que trabajé adoraban a los checkers. Los que acababan molestos con ellos, en cambio, solían ser los más descuidados.
The Nation es la revista semanal más antigua del país y es famosa por sobrevivir contra viento y marea. Casi nunca ha operado sin pérdidas, por ejemplo, pero siempre ha encontrado a personas, generalmente entre la izquierda neoyorquina de clase alta, dispuestas a sanearle las cuentas mediante donaciones filantrópicas. De la investigación de Andrew Campbell sobre Rusia y The Nation –la pieza que la CJR se negó a publicar– cabe deducir que ese modelo de financiación supone una vulnerabilidad.
No lo creo. The Nation siempre ha tenido una cultura de debates internos. El problema principal que señala Campbell es que la revista diera demasiada rienda suelta a Stephen Cohen, un experto en Rusia. También cometimos el terrible error de publicar a Patrick Lawrence, que presentó alegaciones sin fundamento sobre el hackeo de los correos electrónicos del Comité Nacional del Partido Democrático.
En un momento dado, el cineasta Oliver Stone nos dio dinero, pero no por ello dejamos de criticar sus teorías sobre el asesinato de Kennedy
Pero Cohen, que murió hace dos años, era también el marido de Katrina vanden Heuvel, la periodista que desde 1995 dirigía la revista. Desde 2005 ha sido además su propietaria,lo que significa, entre otras cosas, que dona de su capital privado para sanear las cuentas anuales.
Es verdad, pero hay que tomar en cuenta que The Nation siempre se ha apoyado en un gran número de donantes. El predecesor de Katrina, Victor Navasky, que tomó las riendas como propietario a mediados de los 90, solía hablar de un “círculo de cien” necesario para proteger la supervivencia y la independencia del medio: un grupo relativamente grande de donantes que contribuyeran con sumas no astronómicas, pero sí importantes. Por otra parte, también había cultivado a personas como el actor Paul Newman, que sí nos apoyó con donaciones muy sustanciosas. Pero nunca se ha permitido que la filantropía afectara la independencia editorial. En un momento dado, por ejemplo, el cineasta Oliver Stone nos dio dinero, pero no por ello dejamos de criticar muy duramente sus teorías sobre el asesinato de Kennedy. (Risas.)
Entonces, el “problema ruso” que señala Campbell ¿no se debió al modelo de financiación?
No, fue simplemente que Katrina dejó que Steve Cohen, Patrick Lawrence y algunos otros publicaran cosas en la revista que no deberíamos haber publicado.
Un simple conflicto de intereses.
Exacto. Y tengo que agregar que la propia Katrina, a la que yo editaba a menudo, escribía cosas muy buenas sobre Rusia. Steve, en cambio, había sido un excelente historiador del país que, por algún motivo, se volvió demasiado acrítico con Putin cuando este llegó al poder.
Usted se jubiló hace dos años. ¿Cómo ve el futuro del periodismo?
Soy optimista. Hay muchos periodistas jóvenes, muy inteligentes, muy dedicados, muy críticos con el poder. Es verdad que estamos en crisis y que esa crisis supone una amenaza para la democracia, no solo a nivel nacional sino también local y regional. En ese sentido, está por resolver el gran problema del modelo económico. ¿Cómo se puede financiar, a largo plazo, el periodismo de calidad en lugares como St. Louis, Seattle, Knoxville o Phoenix? Allí, en esas ciudades entre medianas y grandes, solía haber grandes cabeceras. Hoy, han desaparecido casi todas.