Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Humareda tras un ataque aéreo sobre el sur de Trípoli, Libia, el pasado 18 de junio (AFP)
Puede que estemos presenciando el final de las operaciones iniciadas hace varios meses por los Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí, Egipto y Francia a fin de presionar militarmente a Libia a aceptar un régimen autoritario «antiislamista» en la línea del presidente egipcio Abdel Fatah el-Sisi.
Este último capítulo, por el que el Ejército Nacional Libio del general Khalifa Haftar lanzó un ataque contra Trípoli, sede del gobierno de Fayez al-Sarraj, quien cuenta con el apoyo de la ONU, ha puesto de relieve la tendencia por la que los actores internacionales han reafirmado su hegemonía sobre sus homólogos locales, al igual que sucedió en Siria y el Yemen.
Naturalmente, Sisi se ha convertido en un aliado de Arabia Saudí y los EAU como líder del primer régimen represivo que ambos ayudaron a crear saboteando el experimento democrático egipcio de 2011. Egipto, que comparte una de sus fronteras con Libia, se ha convertido en el modelo a seguir para la empresa emiratí-saudí.
Relaciones estratégicas
Mientras tanto, el discurso de Francia explota la retórica de la «guerra contra el terror» para justificar su participación insinuando, por ejemplo, que el gobierno de Trípoli está próximo a los grupos «terroristas«. Al igual que en el caso del Yemen, París parece estar mucho más motivado por sus estrechas relaciones comerciales y estratégicas con Riad y Abu Dabi.
Si bien Francia afirma defender el multilateralismo en la era de Trump, ha mostrado su desaprobación hacia el gobierno de Trípoli al proteger a Haftar contra cualquier acción del Consejo de Seguridad de la ONU. Haftar pudo por tanto mostrar un desprecio total por la ONU al decidir atacar Trípoli precisamente cuando su Secretario General, Antonio Guterres, llegaba a Libia.
A nivel internacional, el Cuarteto para Libia cuenta con el apoyo diplomático del presidente ruso Vladimir Putin, quien pisotea en Libia el «respeto por el derecho internacional» que invoca para justificar la decisiva intervención de su país en Siria.
Su segundo aliado poderoso es el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. La Casa Blanca apoya naturalmente a Haftar, dado que en 1987, después de la derrota de las tropas libias que comandaba en el norte de Chad, ofreció sus servicios a la CIA, que le estuvo apoyando durante años mientras esperaba una oportunidad para derrocar a Muamar Gadafi.
Trump está replicando en Libia la alianza que inició en el Yemen con su mayor cliente regional, Arabia Saudí, y en esta ocasión con un dúo emirati-saudí que está tan convencido como su aliado israelí de la necesidad de disuadir a Irán de sus ambiciones territoriales en Oriente Medio.
La narrativa de la «estabilidad»
Los socios del gobierno de Trípoli y los que compartieron las esperanzas de la Primavera Árabe pueden contar con Qatar y Turquía, pero ambos están preocupados por sus propias situaciones nacionales y regionales, incluido el embargo contra el papel de Qatar y Turquía en el atolladero sirio. Trípoli está también disfrutando de la benevolencia de su antigua potencia colonial, Italia, que se ha convertido en la competidora de Francia.
En una columna reciente, Anwar Gargash, el ministro de Asuntos Exteriores e ideólogo de los EAU, dijo que las «milicias extremistas» habían hecho retroceder los esfuerzos por la «paz» que afirma haber desplegado junto a Ghassan Salame, el enviado de la ONU a Libia. Ese artículo de relaciones públicas ponía de relieve todo lo que se está tramando en Libia desde principios de abril, revelando la jerarquía en las expectativas y esperanzas de aquellos que, desde París y Washington hasta El Cairo, han unido sus fuerzas.
Combatientes leales al gobierno libio respaldado por la ONU abren fuego cerca de Trípoli (13 junio 2019, AFP)
«Los EAU actuarán siempre con buena voluntad junto a socios como Francia, que comparten nuestra visión, para proteger lo mejor que podamos los intereses de la región y de su gente», señaló Gargash.
Detrás de esta operación cosmética de comunicación, es importante ser conscientes de la verdadera naturaleza y los objetivos de esa política. Los objetivos de los Emiratos y sus aliados árabes giran en torno a la búsqueda de «estabilidad», una estabilidad que se reduce a sus propios intereses creados -contener y desviar cualquier intento de democratizar sus respectivos reinos- y a los intereses de sus clientes y socios europeos.
La estrategia de Francia ha quedado despojada de sus frágiles justificaciones. Su despliegue de multilateralismo ya no es creíble, debido a numerosas revelaciones recientes.
Hipocresía francesa
En julio de 2016, después de que tres agentes de inteligencia franceses murieran en un accidente de helicóptero en suelo libio, París explicó que Francia estaba apoyando la lucha contra el «terrorismo». Esto resultaba apenas convincente para cualquiera que considerara que la definición de «terrorismo», similar a la situación en el Egipto de Sisi, tendía a centrarse únicamente en los adversarios políticos.
En abril pasado, un incidente en la frontera tunecina reveló la presencia de más de una docena de titulares de pasaportes diplomáticos franceses que transportaban equipos militares, lo que sugiere que las fuerzas especiales francesas estaban sobre el terreno para guiar la ofensiva de Haftar en Trípoli.
La doblez de Francia quedaba nuevamente exhibida cuando, al regresar de París en mayo, Sarraj tomó represalias contra lo que consideraba complicidad del presidente francés Emmanuel Macron en la campaña de Haftar en Trípoli al suspender las actividades de varias de las principales empresas francesas que operan en Libia.
Las opciones a corto plazo, clientelares y autoritarias que subyacen en la agenda de París han quedado expuestas; a cambio de la promesa de enormes contratos libios y emiratíes, Francia ha estado apoyando la violenta imposición de Haftar sobre las cenizas de las esperanzas revolucionarias de los libios. Pero como nada impide que Macron espere jugosos contratos similares en el caso de una victoria de Sarraj, fue la variable ideológica «antiislamista» la que le llevó a respaldar a una de las partes contra la otra.
Contrarrevolución en desarrollo
La batalla de Trípoli es hoy una de las facetas de una dinámica central en el Magreb y Oriente Medio. En oposición a la Primavera Árabe de 2011, con el apoyo más o menos explícito de las potencias occidentales, una contrarrevolución se despliega en estos momentos por toda la región.
Justificándose en la coartada eternamente útil de la «guerra contra el terror» -o, más ampliamente, de la «lucha contra el islamismo»-, los actores árabes de la contrarrevolución han apuntado estratégicamente a un movimiento político en particular, la Hermandad Musulmana, a la que consideran, con razón, como la única fuerza capaz de amenazar los cimientos de sus respectivos regímenes.
De manera encubierta desde 2011, y más abiertamente desde junio de 2017, sus objetivos incluyen ahora a Qatar porque apoyó la Primavera Árabe, que a su vez amenazaba a las monarquías petroleras. Los Emiratos y sus aliados occidentales han trasmitido un rechazo aterrador respecto al concepto mismo de democratización del mundo árabe, excluyendo de una solución política a quienes, en Túnez y en Egipto, ganaron las primeras elecciones posteriores a la Primavera Árabe.
Sin embargo, esta es la opción que Trump tiene asumida. También es la que está exigiendo la gran mayoría de la clase política occidental, presa de la islamofobia.
Durante los últimos años, se ha ido desplegando una amplia gama de métodos contrarrevolucionarios, que incluyen los medios de comunicación y las presiones políticas. En Francia, el Centro de Estudios de Oriente Medio, bajo el liderazgo del aliado de Sisi y exparlamentario egipcio Abderrahim Ali, despliega una retórica antimusulmana y anti-Qatar que incluye una actitud indulgente hacia la líder francesa de la extrema derecha, Marine Le Pen.
Intromisión militar directa
Este intenso cabildeo mediático y diplomático se complementa no solo con un suministro constante de armamento a Libia, en violación del embargo de la ONU impuesto desde 2011, sino también por una intromisión militar directa.
En el Yemen, dicha intromisión ha sido abierta y masiva desde marzo de 2015, con dramáticas consecuencias humanitarias. Allí, los objetivos políticos difieren de los de Libia o Egipto, identificándose al principal enemigo a partir de una base confesional (chií) como uno de los factores en el equilibrio regional de poderes con Irán.
Combatientes hutíes en Sanaa, Yemen, en enero de 2017 (AFP)
Sin embargo, la lucha contra la Hermandad Musulmana ocupa también un lugar destacado en la agenda belicosa de los Emiratos en ese país. Después de los hutíes, su segundo objetivo es la Hermandad Musulmana, cuyos miembros están presentes en las filas del partido al-Islah. Los Emiratos Árabes Unidos no dudaron en confiar a los mercenarios estadounidenses la misión de eliminar físicamente a varios líderes sureños de ese partido, a pesar de que están luchando con ellos contra los hutíes.
También en Libia, la injerencia militar directa de los EAU incluye el reclutamiento y financiación de las milicias que constituyen el grueso de las fuerzas del ejército de Haftar. En 2014, durante la primera batalla por el control de Trípoli, los EAU lanzaron ataques aéreos desde Egipto. Hay asimismo evidencias de que han desplegado drones, uno de los cuales fue al parecer derribado el mes pasado sobre Trípoli.
Ciclo de escalada
Los debates en curso sobre la importancia y el papel exacto de las fuerzas estrecha o lejanamente asociadas con el movimiento islamista siguen siendo útiles, dada la gran diversidad de sus roles y funciones en Libia y en otros lugares. Sin embargo, fuera de los círculos ministeriales parisinos, pocos analistas otorgan algún crédito a la retórica «antiislamista» del clan Haftar/EAU, y menos aún a su discurso «antiextremista».
Esta coartada se desmorona si uno se toma tiempo para darse cuenta de que la mayor parte del potencial militar de Haftar está compuesto por milicias madkhalist cuyo radicalismo doctrinal rivaliza con el del Estado Islámico. Estos milicianos provienen del molde salafista saudí y se les permite escalar el terreno social y religioso de la manera más retrógrada a cambio de someterse ciegamente a los poderes políticos y denunciar a sus rivales políticos islámicos.
A pesar de lo que afirman los partidarios de Haftar, los enfrentamientos en Libia no son ideológicos. Lo que está en marcha es una guerra contrarrevolucionaria, uno de cuyos propósitos es tomar el control de los recursos naturales del país. Hoy el petróleo (millones de dólares del contrabando de petróleo están financiando a las milicias), mañana las minas.
Las ambiciones democráticas necesarias para estabilizar la región están tan ausentes del programa de Gargash como de las preocupaciones, prácticas y análisis de los aliados de los EAU. Ya sea en Dubai, Riad o París, ninguno de los que combaten en la «guerra contra el terror» o el «islamismo» se está tomando el tiempo para comprender o aceptar que el objetivo democrático que desprecian es una necesidad absoluta para la estabilidad que exigen.
Incapaces y poco dispuestos a negociar con los ganadores electorales de las elecciones de la Primavera Árabe, se han arrinconado ellos mismos, arrastrando a la región en un ciclo grave de escalada.
François Burgat es director emérito de investigación en el CNRS de Francia (IREMAN Aix-en-Provence). Entre otras instituciones, dirigió el Instituto francés de Oriente Medio entre 2008 y 2013 y el Centro francés de Arqueología y Ciencias Sociales en Sanaa de 1997 a 2003. Experto en movimientos islamistas, su último libro se titula Comprendre l’islam politique: Une trajectoire de recherche sur l’altérité islamiste , 1973-2016 (ediciones La Découverte).
Fuente: https://www.middleeasteye.net/opinion/libya-crisis-arab-and-western-counterrevolution-failing
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