“Se trata de la misma antigua ley de la sobrevivencia del más apto: el débil debe arrodillarse ante el más fuerte y, hoy por hoy, la raza americana es la más fuerte, la más noble sobre la faz de la tierra, y su naturaleza demanda crecimiento y expansión. […] Es la manera que el Tío Sam tiene de hacer las cosas. Él quiere los mercados del mundo y para eso necesita los puertos, sus proveedores de materias y sus consumidores […] Por eso, no seamos tímidos y tomemos las mejores islas que podamos tomar honestamente”. -Felix Agnus, Director de Baltimore American, julio 9 de 1898. Citado en Jorge Majfud, La Frontera Salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América Latina, Baile del Sol Ediciones, Tenerife, 2021, p. 200.
“‘América para los americanos’”. Bueno: está dicho. Todos los que nacemos en América somos americanos, La equivocación que han tenido los imperialistas es que han interpretado la Doctrina Monroe así: ‘América para los yankees’. Ahora bien, para que las bestias rubias no continúen engañadas, yo reformo la frase en los términos siguientes: Los Estados Unidos de Norte América para los yankees, la América latina para los indolatinos”. -Augusto César Sandino, en Gregorio Selser, Sandino, General de hombres libres, Imprenta Nacional, La Habana, 1960.
Este dos de diciembre se cumplen dos siglos de la formulación original de lo que tiempo después se va a denominar “Doctrina Monroe” por los círculos dominantes del poder en Estados Unidos. Las afirmaciones que se encuentran en el discurso anual por parte del entonces presidente James Monroe (1817-1825) han sido presentadas por los defensores del panamericanismo como expresión del interés de los Estados Unidos en salvaguardar la independencia de las colonias de España e impedir la intervención de potencias europeas en el continente americano. Esta visión no menciona dos aspectos que aparecen en el discurso de Monroe: 1) Estados Unidos no renuncia a sus aspiraciones por apropiarse de territorios de Hispanoamérica y 2) Se reserva a sí mismo el derecho de intervenir en el continente. Justamente por esa razón es que la Doctrina se resumió tiempo después con la formula “América para los americanos” que, en rigor, debería decir: “América (todo el continente) para los Estados Unidos”. A principios del siglo XX, por si hubiera dudas de este carácter intervencionista ‒sobre lo que ya existían bastantes pruebas reales‒ otro presidente de los Estados Unidos, Teodoro Roosevelt, formula el “Corolario a la Doctrina Monroe” mediante el cual Estados Unidos se arrogaba el derecho de intervenir en los asuntos internos de cualquier país al sur del Río Bravo cuando considerara que sus gobernantes actuaban en contra de los intereses de aquel país. La actualización de la Doctrina Monroe significó una reafirmación del carácter intervencionista de Estados Unidos, siendo el hecho más contundente la separación de Panamá y la creación de un nuevo país hecho a la medida de los intereses imperialistas. Por eso, la política de Roosevelt hacia el continente se bautizó con el apelativo de Gran garrote que se resumía en el lema “Habla suavemente y lleva un gran garrote, así llegarás lejos”.
La Doctrina Monroe está asociada directamente al Destino Manifiesto, según el cual los habitantes blancos de los Estados Unidos fueron encargados por la divina providencia de colonizar y civilizar los territorios que tuvieran a su alcance y de expulsar y exterminar a los habitantes originales de esos territorios. Por esta razón, deben ser analizados en forma conjunta, como lo hacemos en este escrito. Para ello, vamos a considerar tres grandes cuestiones que están unidas a lo largo de los dos últimos siglos y que son la esencia de la política de Estados Unidos hacia el resto del continente, si lo vemos en forma restringida, y hacia el mundo entero, si ampliamos la mirada. Los tres aspectos en cuestión son: Dios, Racismo y Guerra.
DIOS
Desde el momento de su independencia de Inglaterra, en 1776, los ideólogos del naciente Estados Unidos empezaron a difundir el mito de que ellos habían sido destinados por la Divina Providencia [Dios] para conquista el territorio del norte de América de costa a costa y tiempo después ese creencia se aplicó a todo el continente. Desde hace dos siglos se viene diciendo, y se repite en la actualidad, que los habitantes blancos de Estados Unidos ‒de origen sajón‒ habían sido escogidos por el mismísimo Dios para dominar el continente.
Esta atrabiliaria pretensión de explicar la existencia de un grupo humano o de una sociedad determinada no por razones históricas, sino por causas divinas, se convirtió en la justificación del expansionismo de los Estados Unidos, primero en Norteamérica, después en el resto del continente americano y posteriormente en el mundo. El origen divino de los colonos blancos de origen inglés fue proclamado desde finales del siglo XVIII, aunque adquirió más fuerza durante el siglo XIX, como forma de justificar el exterminio de los pueblos indígenas y el robo de tierras a México.
John Quincy Adams, el verdadero autor de la Doctrina Monroe, dijo en 1811: “Todo el continente de Norteamérica parece destinado por la Divina Providencia a ser poblado por una nación, a hablar un idioma, a profesar un sistema general de principios religiosos y políticos, acostumbrados a un tenor general de usos y costumbres sociales”.
En 1812, un congresista de nombre John A. Harper señaló que Dios era el que les había dado la orden de expandirse por todo el norte del continente: “Parece que el autor de la Naturaleza ha marcado nuestros límites en el sur, en el Golfo de México, y en el norte, en las regiones de las nieves eternas”.
Esta idea de políticos y de gobernantes en los Estados Unidos empezó a ser asumida como cierta por los aventureros que merodeaban en los territorios indígenas del oeste y hacia el sur estaban invadiendo las tierras de México. En el sentido común de los Estados Unidos esa idea del Destino Manifiesto fue haciendo carrera, hasta el punto de que escritores, periodistas e intelectuales la daban por cierta e indiscutible. Al respecto, el escritor Henry Melville, autor de Mobi Dick, señaló en forma rotunda: “Nosotros los americanos somos el pueblo escogido, el Israel de nuestro tiempo, nosotros llevamos el Arca de las libertades al mundo. Dios ha predestinado a nuestra raza, y así lo espera la Humanidad, para grandes cosas. Por demasiado tiempo hemos sido escépticos y hemos dudado de que el Mesías político haya llegado al mundo. Pero ya llegó y somos nosotros”.
En 1845, se formula oficialmente el mito del Destino Manifiesto, por parte de John O’Sullivan en estos términos: “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la providencia para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino”.
De este momento en adelante se le dio carta franca a a la peregrina invención de que los estadounidenses eran los portadores del mensaje de Dios en la tierra y debían llevarlo a la práctica. Se convirtió en un mito nacional de los Estados Unidos que se mantiene hasta el día de hoy, en un país donde predominan las creencias evangélicas y cristianas, que asumen y refuerzan esa falacia sobre la “grandeza divina de los Estados Unidos”.
Esa prerrogativa se convirtió en un imperativo categórico para justificar el robo de tierras, el exterminio de pueblos y el racismo. En 1846, cuando el Ejército invasor de los Estados Unidos ocupó Matamoros, una población que fue reducida a cenizas y donde se masacraron 700 de sus habitantes por las fuerzas de Estados Unidos, un pastor evangélico justificaba ese hecho en términos religiosos, como clara expresión de los deseos de la voluntad sagrada de Dios: “Esta historia demuestra, de forma hermosa e incuestionable que nuestra lucha ha sido por una orden del Señor. Que Dios nos ordena, no solo a que la raza anglosajona tome posesión de todo el continente de Norteamérica, sino que, además, cambiemos para siempre el destino del resto del mundo”.
En momentos álgidos de expansión imperialista, los Estados Unidos han esgrimido el Destino Manifiesto para justificar su apetito expansionista y sus crímenes, tanto dentro de su territorio como afuera. Así, en 1898, el año de la presentación en público de esa potencia como un país imperialista, el senador Albert Beveridge, un furibundo expansionista, señalo: “Estados Unidos notificó a la humanidad desde su nacimiento: nosotros hemos venido para redimir al mundo dándole libertad y justicia. Dios ha preparado y ha marcado al pueblo americano, al pueblo teutónico y de habla inglesa, para conducir finalmente la regeneración del mundo”. Con estas afirmaciones se alentaba a las fuerzas más agresivas del naciente imperialismo estadounidense a expandirse en el continente americano ‒como lo predica la Doctrina Monroe‒ y fortalecer a su marina de guerra y controlar territorios que estuvieran más allá de este continente, para entrar a competir de tu a tu, tanto en términos comerciales como militares, con las grandes potencias de la época.
Durante el siglo XX, y hasta el día de hoy, las diversas acciones de agresión, saqueo, sometimiento y destrucción en las que han estado involucrados los Estados Unidos se justifican con el argumento de que son dictadas directamente por Dios, con el cual dicen tener un contacto directo y fluido los altos gobernantes de ese país.
Como para que no quede duda de la continuidad de la creencia ‒convertida en mito nacional‒ de que Estados Unidos es el pueblo elegido por Dios directamente desde el más allá, Donald Trump dijo en 2020, refiriéndose a los valores supremos de la democracia y la libre empresa: “El ‘Destino Manifiesto’ de Estados Unidos está en las estrellas. Iremos a la Luna y luego a Marte para compartir esos mismos valores con toda la humanidad”. Nótese que incluso se delira con aplicar las políticas imperialistas fuera del planeta tierra, porque, al fin y al cabo, en Marte debe imponerse la ley del más fuerte y el libre mercado, Made In USA.
En resumen, la Doctrina Monroe es la justificación política del expansionismo de Estados Unidos, pero se ha aplicado con un carácter mesiánico de índole religioso, como lo dictaminan los supuestos del Destino Manifiesto. Esto tiene una gran carga valorativa para los Estados Unidos, porque implica que oponerse a ellos es ir contra la divinidad o la naturaleza, que a la larga vienen a ser lo mismo. En contrapartida, a quienes se opongan a la Doctrina Monroe se les descalifica por ser enemigos del mismísimo Dios, con lo cual se recalca su carácter de inferioridad, como se demuestra con el racismo implícito en ese deseo de expandirse y someter a los pueblos “inferiores”, esto es, aquellos cuya existencia no está determinada por la acción de fuerzas divinas.
Cuadro de John Gast (1871) El Progreso Estadounidense
RACISMO
Si existe una selección divina de los Estados Unidos para dominar el continente y el mundo, es apenas obvio que la raza que encarna esos valores divinos ‒los anglosajones‒ es superior a las demás y ello les confiere poder y autoridad para dominar, subyugar, explotar y aniquilar a las “razas inferiores”. Este es un elemento que no puede disociarse de la Doctrina Monroe, aunque no fuera formulado de forma implícita en la declaración presidencial de 1823. No era necesario, porque es una premisa básica de la existencia de Estados Unidos como nación independiente, compartida por los blancos que dominaban la vida política y social. Es bueno recordar que en la constitución original de ese país se predicaba la libertad, pero los negros seguían siendo esclavos, lo cual significaba que una parte de la población de Estados Unidos no tenía derechos de ninguna índole.
Cuando los colonos ingleses llegaron al actual territorio de los Estados Unidos encontraron una tierra ocupada, en la que habitaban diversos pueblos y culturas, pero en el imaginario colonialista esos seres no existían o no merecían existir, por su declarada inferioridad, y por eso mismo estaba justificada su persecución y eliminación de la faz de la tierra.
Este racismo de los ingleses fue heredado por los fundadores de los Estados Unidos y se convirtió en un sentido común de la población blanca del país, un sentimiento racista que se proyecta hasta la actualidad.
El racismo imperante justificó la esclavitud de millones de seres humanos de piel negra, puesto que Estados Unidos mantuvo el régimen esclavista hasta 1865 y solo fue abolido como resultado de una guerra civil. Que la esclavitud hubiera finalizado no quería decir que el racismo contra los negros hubiera desaparecido, sino que, de múltiples maneras y con diversos mecanismos, se mantiene hasta el momento actual. Un hecho vergonzoso de ese culto a la esclavitud y el desprecio hacia los negros, lo daban los colonos blancos de Estados Unidos en las décadas de 1830 y 1840 cuando a medida que robaban tierras a México reestablecían la esclavitud en lugares donde había sido abolida. Tan es así que en 1860 el filibustero William Walker, quien se autoproclamó presidente de Nicaragua, decretó el retorno de la esclavitud.
El racismo hizo práctica la Doctrina Monroe, puesto que la expansión de Estados Unidos estuvo siempre acompañada del desprecio por lo que consideraban seres inferiores, que eran la forma como calificaban a los habitantes nativos de los territorios ocupados. Eso operó en dos planos: uno, el relacionado con lo que luego será ‒justo como producto de la conquista‒ el territorio continental de los Estados Unidos; y dos el plano externo, con referencia a los países que Estados Unidos no agregó a su mapa, pero en los que si intervino y a los que agredió de múltiples maneras.
En 1853, en pleno periodo de expansión hacia el oeste y de arrinconamiento y exterminio de los indígenas, un publicista de nombre Henry Paterson intentaba justificar este último hecho de esta forma: “Hemos tenido demasiado sentimentalismo hacia el hombre rojo, es tiempo de dejarnos de tanta gazmoñería. No todos esos gusanos color de canela, al oeste del Mississippi valen una gota de la sangre de este noble corazón. [Un blanco que murió por la acción de los indígenas]. El cerebro activo, el ojo del artista, el gusto refinado, la mano tan dispuesta con la pluma o con el lápiz; ¡si pudiéramos recuperar esto, barato sería comprarlo con el exterminio de todo miserable pah-Utah que hay bajo los cielos”.
Para estos cruzados de la raza pura estaban en su derecho de eliminar a las razas inferiores, puesto que dada su inferioridad era imposible civilizarlos. Lo mejor era exterminarlos, estaban en su derecho y eso lo exigía una ley de la naturaleza: la supervivencia de los más aptos. Indios, negros, mestizos y todo tipo de mezclas coloridas eran razas inferiores y sin ningún tipo de futuro, ya que estaban condenados irremediablemente por el empuje arrollador de la raza superior, los anglosajones y sus descendientes, que actuaban en la tierra por voluntad del Ser Supremo. Esto se proclamaba desde finales del siglo XVIII, tras la independencia de Estados Unidos, cuando algunos de sus ideólogos recomendaban el exterminio de los nativos, puesto que “la naturaleza de un indio es feroz y cruel, y una extirpación de ellos sería útil para el mundo y honorable para quienes puedan efectuarlo”. La raza superior, que se proclamaba a sí misma como portadora de la civilización tenía como misión destruir a las razas inferiores, lo mismo que hacía con los animales.
En 1846, en el momento de la guerra de conquista de gran parte de México, se explicaba la perdida de los ejércitos de ese país a partir de criterios racistas. Así, un periódico de Cincinnati podía decir: “Aunque los barbaros caen como granizo, como su disposición aun es belicosa y la carnicería hecha en sus ejércitos por la superioridad de la guerra científica y la bravura indómita de hombres dispuestos a la paz les enseñarán provechosas lecciones, y la pérdida de unos cuantos miles de ellos no es tan deplorable. Esta guerra enseñará a todos los mexicanos a pensar en su flaqueza e inferioridad”.
Ahora bien, el triunfo de los Estados Unidos sobre México saco a relucir una gran contradicción para los racistas de Estados Unidos. Al no poder exterminar a todos los barbaros e inferiores, porque no siempre podían realizar el etnocidio causado a los indígenas, se planteaba que no podían engullirse a esos territorios y sus habitantes, porque estos al ser inferiores significaban un peligro para los blancos puros, ya que existía el riesgo de ser contaminados. Esa misma contradicción explica que, al final, decidieran que no valía la pena incorporar al territorio de Estados Unidos a los países del resto del continente; era mejor dejarlos allí, para que no contaminaran.
Guerreristas en el Senado de Estados Unidos lo decían. Lewis Cass, de Michigan, afirmaba: “No queremos al pueblo de México, ni como ciudadanos ni como súbditos. Todo lo que queremos es una porción de territorio que nominalmente ocupan, generalmente deshabitado, o, cuando está habitado, muy escasamente, y con una población que retrocedería o bien se identificaría con la nuestra”. Otro, John Calhoum sostenía: “Nunca hemos soñado con incorporar en nuestra unión más que razas caucásicas, la libre raza blanca”.
En cuanto al racismo los primeros en hacerlo público eran los políticos, los gobernantes y los periodistas. Pero ese racismo era compartido por la totalidad de la población blanca, con tan pocas excepciones que no dejaron huella perdurable. Y los biólogos, etnólogos y filólogos, entre otros, quisieron darle un carácter científico durante buena parte del siglo XIX, convirtiéndose en precursores del nazismo, en cuanto el peso que le asignaron a la biología para justificar las pretendidas diferencias raciales.
El racismo se difundió por todas las capas de la población blanca de los Estados Unidos y de ese racismo no estaban exentos escritores, intelectuales y poetas. Uno de los más conocidos, Walt Whitman, era racista, consideraba que los negros eran parientes de los monos y defendió la esclavitud y en la guerra contra México no dudó en calificar a los mexicanos de agresores que provocaban a América, debido a lo cual esta debió defenderse y expandirse para regar su propia felicidad a la nación supuestamente agresora.
En 1912, William Taft, presidente de los Estados Unidos anunció: “No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, como de hecho, en virtud de nuestra superioridad racial, ya lo es moralmente”. Queda claro, la superioridad racial se expresa en todos los planos y le confiere un estatuto especial a la superioridad moral, de la que tanto van a presumir los Estados Unidos. Sí, una superioridad moral para matar y exterminar pueblos, robar tierras, invadir y saquear.
Ese racismo persiste hasta la actualidad dentro de los Estados Unidos y se proyecta hacia otros lugares del mundo. Al respecto solo basta mencionar lo que se hace a los migrantes y a los países de los que provienen, que han sido catalogados de “países de mierda” y durante la cuarentena por la Covid-19 el trato que se les dio dejo en claro el carácter del racismo, dado que los “extranjeros” pobres fueron maltratados y se le expulso a sus países, sin ningún cuidado en la difusión del contagio.
Queda claro que la libertad que proclama la Doctrina Monroe tiene un significado muy preciso: es libertad de esclavizar a los negros, libertad de masacrar a los indígenas, libertad de matar mexicanos y expulsarlos de sus suelos, libertad de robar tierras para implantar colonos blancos deshaciéndose de sus habitantes tradicionales, libertad de invadir países, libertad de imponer dictadores, libertad de asesinar a quien se les antoje a los Estados Unidos… Esa es la libertad que pone en práctica la raza superior, los blancos de origen anglosajón.
GUERRA [Y ARMAS]
La guerra, y el culto de las armas que lo fundamenta, es otro de los componentes intrínsecos, y de índole práctica, de la Doctrina Monroe, el más importante de todos, porque lo que ha hecho posible la expansión de Estados Unidos por el continente desde el siglo XIX está asociada al uso de la fuerza bruta contra nuestros pueblos.
Es evidente que no basta con proclamarse enviado y representante de Dios en la tierra ni declararse como perteneciente a una raza superior. Si eso fuera solo un discurso podría considerarse, cuando mucho, una simple curiosidad histórica. Para demostrar que se tiene un supuesto origen divino y se pertenece a una una raza especialmente dotada para dominar el mundo se necesita de la violencia para imponer esas ideas, para que estas se conviertan en una “fuerza material”, porque la fe sin armas no basta. Aunque los estadounidenses sostienen que confían en Dios, en verdad confían mucho más en las armas. Y eso lo manifiestan los furibundos partidarios del Destino Manifiesto y de la Doctrina Monroe desde temprano. Así, para justificar el robo de Texas a México y su anexión a Estados Unidos se invocaba la bendición divina: “Que Dios bendiga a los americanos que llevan adelante esta guerra. Creo que podemos ver el dedo de Dios en esta guerra a través de las victorias de nuestros soldados”.
Incluso, un escritor connotado, Walt Whitman llegó a alabar el uso de las armas por los Estados Unidos, justificando la agresión a México a mediados de la década de 1840. “Ha llegado el momento de hacer justicia. Dejemos que nuestras armas cargadas de justicia dejen claro que América, aunque no busca ni quiere problemas, sabe cómo defenderse y cómo expandirse”. Esto demuestra hasta dónde llega el culto de la violencia de los Estados Unidos cuando se intenta legitimar la injerencia en otros países, ya que hasta sensibles poetas terminan haciendo una apología de las armas y de la violencia, lo que indica el peso “cultural” de los artefactos bélicos en la sociedad estadounidense.
Un Dios guerrero y belicoso es el que se encuentra detrás de las campañas militares y de las agresiones de los Estados Unidos, porque se exalta la violencia y la brutalidad contra las razas inferiores, como lo hicieron los criminales que masacraban nativos en Estados Unidos. En 1864, “cientos de mujeres y niños venían hacia nosotros y se arrodillaban pidiendo clemencia […] y hombres civilizados […] les reventaban la cabeza”. El jefe de esos asesinos consideraba “un honor usar cualquier instrumento para matar indios bajo el cielo de Dios; matar a todos grandes y pequeños, ya que las liendres producen piojos”.
Esta práctica asesina de los portavoces del Destino Manifiesto y de la Doctrina Monroe se realiza a vasta escala y sin ningún impedimento en los Estados Unidos, y luego la aplicarán en nuestro continente y más allá. Al respecto valga mencionar la brutal violencia contra los filipinos, tras su separación de España en 1898, que era contada de esta forma: “Los filipinos son monos sin cerebro, incapaces de apreciar algún sentido del honor y la justicia, por lo que no es extraño que los muchachos [soldados de Estados Unidos] le metan plomo antes de preguntar si son amigos o enemigos”. La masacre de los filipinos alcanza tal dimensión que los soldados sostienen que “la escena que he visto me recuerda la matanza de los conejos de Utah, con una diferencia: algunos conejos podían escapar, los nativos no”. Un general estadounidense, de apellido Wheaton reconocía que dio la orden de matar “mil hombres, mujeres y niños fueron ejecutados hasta que no quedó ni uno […] todo lo he hecho por la gloria de mi amada América”. Un soldado dice con satisfacción: “Matamos, hombres, mujeres y niños […] Me siento en la gloria cuando veo mi pistola apuntando a un negro y le disparo”.
Desde comienzos del siglo XX entró en juego otro tipo de guerra y violencia promovido directamente por los Estados Unidos para favorecer sus intereses como país imperialista, una guerra económica y comercial que se sustenta en la imposición del dólar. No es nada casual que en los dólares esté escrito este lema: “In God we trust” (“En Dios Confiamos”) y que el Dólar se le haya convertido en una especie Dios guerrero en el que creen los miembros de la “raza superior” anglosajona y para implantar su dominio realicen guerras, invasiones, ocupaciones, planes de ajuste estructural, entre otros mecanismos bélicos, encubierto con la lógica del mercado competitivo.
Haciendo un balance de los crímenes que Estados Unidos realizaba en el momento de su expansión en 1898, el senador Albert Beveridge intenta justificarlos como parte de las acciones que llevan a cabo aquellos que han sido escogidos por Dios para regenerar el mundo, porque “Dios nos ha hecho los amos de la organización para que corrijamos el caos que reina en el mundo […] Esta es la misión divina de Estados Unidos y por eso merecemos toda la felicidad posible, toda la gloria y todas las riquezas que se derivan de ella. Sólo un ciego no podría ver la mano de Dios en toda esta armonía de eventos. Señores, recen a Dios para que nunca temamos derramar sangre por nuestra bandera y su destino imperial”.
Este discurso fue pronunciado en enero de 1900 y era el anuncio de la violencia que le esperaba al continente y al mundo y que se ha hecho una dura realidad, como se puede constatar en lo que ha sucedido en nuestro continente. En efecto, Estados Unidos, a nombre de Dios y de la glorificación de las armas homicidas, ha invadido países, masacrado a los que osaron enfrentárseles, dieron comienzo a los bombardeos aéreos contra pueblos campesinos, como hicieron con el pequeño ejercito loco del General Sandino en Nicaragua, financiaron terribles dictaduras asesinas en todo el continente, implementaron la tortura y la desaparición forzada a nombre de la lucha contra el comunismo y por la defensa del mundo libre, organizaron escuadrones de la muerte, grupos paramilitares y promovieron el terrorismo de Estado, destruyeron cualquier proceso democrático y autónomo en el continente.
Todo eso ha sido la aplicación práctica de la Doctrina Monroe y del Destino Manifiesto, lo cual solo ha sido posible con la participación de sectores de las clases dominantes locales, que se han lucrado para mantener la desigualdad y la injusticia que reina en nuestro continente.
Y cuando se trata de dominar a otros pueblos, dentro de Estados Unidos y fuera de ese territorio, el único elemento que lo hace posible es la guerra, un componente central de la “cultura estadounidense” desde el mismo momento de su fundación.
La guerra y la violencia que la acompaña son consustanciales a la idea del carácter divino de la raza superior y esta debe actuar para conquistar y someter a los seres inferiores. Y si estos osan defenderse es porque son bestiales y salvajes. Mientras que la agresión es vista como una bendición divina para llevar la civilización, la luz y el progreso y quienes la realizan son seres viriles y valientes, quienes se resisten son bestias y no seres humanos. Unos, los estadounidenses reclaman humanidad, mientras se la niegan a los otros, a los que tienen la osadía de resistir. El uso del pretexto de “fuimos atacados primero”, “tenemos derecho a defendernos”, “nunca olvidaremos” se convierten en justificativos de los ataques contra los pueblos nativos, los latinoamericanos y el resto del mundo.
CONCLUSION
Aunque supuestamente la Doctrina Monroe terminó en 1982, cuando a raíz de la Guerra de las Malvinas, Estados Unidos apoyó a una potencia europea para agredir a un país de América, en realidad el espíritu de esa concepción de hace doscientos años no ha desaparecido en la agenda de los Estados Unidos. Eso lo prueban hechos recientes. Todavía los políticos y gobernantes de Estados Unidos conciben a América Latina como su “patio trasero”, como lo manifestó en 2013 el Secretario de Estado de Estados Unidos John Kerry: “El hemisferio occidental es nuestro patio trasero, es de vital importancia para nosotros. Con mucha frecuencia, muchos países del hemisferio occidental sienten que Estados Unidos no pone suficiente atención en ellos y en ocasiones, probablemente, es verdad”.
En 2018, John Bolton, asesor de Donald Trump, un siniestro personaje con un interminable prontuario criminal, en momento en que actuaba para impulsar un cambio de régimen en Venezuela señaló sin pelos en la lengua: “En esta administración no tenemos miedo de usar el término ‘Doctrina Monroe’, ya que su objetivo y el de todos los presidentes de Estados Unidos desde Ronald Reagan, siempre ha sido el de un hemisferio completamente democrático (sic)”.
En 2022 y 2023, La Jefa del Comando Sur estadounidense, Laura Richardson, ha manifestado en varias ocasiones, con una sinceridad pocas veces vista, que a Estados Unidos lo que le interesan sobre manera son los recursos naturales de América Latina. Ella misma se preguntó y dio la respuesta correspondiente: «¿Por qué es importante esta región? Con todos sus ricos recursos y elementos de tierras raras, está el triángulo de litio, que hoy en día es necesario para la tecnología. El 60 % del litio del mundo se encuentra en el triángulo de litio: Argentina, Bolivia, Chile». Además, «las reservas de petróleo más grandes, incluidas las de crudo ligero y dulce, descubierto frente a Guyana hace más de un año. Tienen los recursos de Venezuela también, con petróleo, cobre, oro». Precisó que este continente tiene «el 31 % del agua dulce del mundo en esta región». Por todo esto, Latinoamérica le interesa a Estados Unidos, ya que «tiene mucho que ver con la seguridad nacional y tenemos que empezar nuestro juego». Después ha indicado que Estados Unidos quiere acallar a medios de información que no le son gratos, concretamente a Telesur y RT en español, procediendo como en los viejos tiempos del anticomunismo más visceral.
Todos estos hechos recientes confirman que Estados Unidos se sigue comportando en concordancia con el espíritu de la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto, suponiendo que poco ha cambiado en el continente y en el mundo en las últimas décadas y que todos los países de la región son sumisos y obedientes a los designios de Washington. Pero en eso se equivocan, porque en el continente distintas fuerzas sociales y políticas se niegan a ser colonias de Estados Unidos y a aceptar que las clases dominantes nos conviertan en un suburbio pobre de Miami.
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Ponencia presentada en el II Encuentro Antimperialista de Solidaridad y Amistad entre los Pueblos. Los crímenes de los doscientos años de la Doctrina Monroe, Brasilia, 1-3 de diciembre de 2023.
Publicado en papel en la revista Taller, No. 53, Bogotá diciembre de 2023.
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