Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Las últimas semanas nos han ofrecido otra triste oportunidad de observar cómo los mal pergeñados planes para Afganistán se van a pique. En tres incidentes separados, nuestros aliados, la mayoría de ellos pertenecientes al Ejército Nacional Afgano (ENA), mataron a seis estadounidenses, dos de ellos oficiales y dentro del sancta sanctórum de la alta seguridad del Ministerio del Interior en Kabul. El general de la Marina John Allen, comandante de las fuerzas de EEUU y la OTAN en Afganistán, retiró incluso, durante breve tiempo, a los asesores y preparadores de la OTAN de todos los ministerios del gobierno como medida de protección.
Hasta ese momento, el ENA era la joya de la corona de la estrategia de la administración Obama para la reducción de fuerzas en Afganistán (aunque realmente no se vayan a ir). Entrenados por cientos de miles en los últimos once años por una horda problemática de contratistas de la seguridad privada, así como por tropas de EEUU y la OTAN, se supone que el ENA debería reemplazar en cualquier momento a las fuerzas de la coalición en la defensa de su propio país.
Esta política ha sido el culmen del Plan A de Washington desde hace algún tiempo. No hay Plan B.
Pero, ¿qué hacer con los asesinos dentro del Ministerio? Un artículo de AP titulado «Los actos de venganza afganos envenenan el Plan de Guerra de EEUU» detectaba «una tendencia de los afganos a la traición». Este «envenenamiento» no es, sin embargo, nada nuevo. La jerga militar lleva ya tiempo definiendo los ataques contra soldados estadounidenses y de la OTAN por parte de miembros de las fuerzas nacionales de seguridad afganas (una combinación del ENA y de la policía nacional afgana) como «incidentes de verde sobre azul» [*]. Desde que el ejército empezó a registrarlos en mayo de 2007, 76 soldados de la OTAN han muerto, además de una cifra no revelada de heridos, en 46 «ataques deliberados» reconocidos.
Estas cifras sugieren algo más que una reciente «tendencia de los afganos a la traición» (aunque a los afganos se les culpa cada vez más de todo lo que va mal en su país). El Secretario de Defensa Leon Panetta, que tildó perversamente los recientes incidentes de verde sobre azul de signos de «debilidad» de los talibanes, dijo a la prensa: «He dejado claro ya y seguiré dejando claro que, independientemente de lo que el enemigo trate de hacernos, no vamos a alterar nuestra estrategia en Afganistán».
Esa es, desde luego, la definición de parálisis en Afganistán, mucho más fácil a corto plazo que volver a considerar el Plan A. Es decir, mientras las maniobras estadounidenses en Afganistán se acercan cada vez más al resultado de fracaso total, el Plan A sigue rígidamente en marcha y pone de manifiesto, desde el secretario Panetta y el general Allen para abajo, que los estadounidenses siguen sin captar lo que está sucediendo.
¡Cuidado con un ejército afgano!
Sin embargo, mucha gente que sí conoce bien Afganistán, ha advertido desde el principio contra ese plan de entrenar a una fuerza armada. Yo estoy entre los objetores y voy a explicar por qué.
En primer lugar, consideren los objetivos del plan. El número de soldados y policías afganos a entrenar varía ampliamente de un informe al siguiente, pero el último cálculo que recibí directamente del Centro de Entrenamiento Militar de Kabul hablaba de 240.000 soldados y 160.000 policías (a quienes, por cierto, se les llama también «soldados» y serían entrenados de forma similar). Eso lleva el total propuesto para la Fuerza de Seguridad Nacional Afgana (FSNA) a aproximadamente cuatro veces la cifra de las tropas de la coalición actualmente en el país.
Solo entrenar al ejército cuesta 12.000 millones de dólares anuales y el coste estimado para su mantenimiento más allá de 2014 es de 4.000 millones al año, de los cuales el Gobierno afgano dice que no puede pagar más del 12%. Está claro que Afganistán no necesita ni puede mantener tal fuerza de seguridad. En cambio, EEUU se quedará atascado con la factura confiando en que le ayuden sus aliados de la OTAN hasta que la Fuerza se venga abajo. ¿Cómo es posible entonces que esa fuerza de seguridad se haya convertido en la pieza central del plan de Obama? Y, habida cuenta de su evidente absurdo, ¿por qué es incuestionable?
En segundo lugar, dediquen un momento a hacer algo a lo que Washington se niega: revisar un poco la historia la historia básica afgana y aplicarla al Plan A. Empiecen por el más sencillo de todos los hechos: en la historia moderna del país, ningún ejército nacional afgano ha salvado nunca a gobierno alguno, ni siquiera lo han intentado. Y muy a menudo, tal ejército o bien se quedó mano sobre mano durante un coup d‘état o bien se puso realmente a ayudar a derrocar al gobernante de turno.
Retrocedamos casi un siglo hasta el reinado del rey Amanullah (1919-1929), un gobernante moderno que redactó una constitución, estableció una asamblea nacional, fundó colegios para las niñas, gravó a los maridos polígamos y proscribió del país a los mullahs conservadores porque podían ser «personas malvadas» que extendieran la traicionera propaganda extranjera. En 1928, volvió a Afganistán con su reina Soraya, que vestía a la europea y no llevaba velo, de una ronda de visitas a los gobernantes extranjeros, trayendo armas para su ejército (aunque sus soldados le iban a pasar factura por ellas) y anunció una nueva agenda de reformas revolucionarias. Lo que obtuvo en cambio fue una revolución, y ahí tenemos el punto a destacar: su recién armado ejército no levantó un dedo para salvarle.
El sucesor de Amanullah, un antiguo bandido conocido como Bacha-i Saqqa, duró solo ocho meses en el cargo antes de que su sucesor, Nadir Shah, le ahorcara, de nuevo sin la intervención del ejército afgano. Por su parte, Nadir Shah reinó de 1929 a 1933, y aunque él, como Barack Obana, trató de desarrollar un ejército afgano, aquella fuerza de 40.000 hombres no hizo nada por ayudarle cuando un estudiante le asesinó en una ceremonia de graduación celebrada en un instituto de enseñanza secundaria.
Desde 1933 a 1973, el hijo de Nadir Shah, Zahir Shah, encabezó graduales progresos sociales. Introdujo una nueva constitución, elecciones libres, un parlamento, derechos civiles, derechos de la mujer y el sufragio universal. Durante su largo y pacífico reinado, su profesional e impecable ejército le sirvió bien en las ocasiones ceremoniales. (Este es el mismo rey popular que, tras la caída de los talibanes, se ofreció a volver y reunificar el país; Bush lo rechazó).
En 1973, cuando Zahir Shah fue a Italia para recibir atención médica, su sobrino Daoud Khan -un general, ex comandante de las fuerzas centrales y ministro de defensa- abolió la monarquía y asumió el poder con la ayuda de los jóvenes comunistas mediante un golpe de estado incruento. Tenía al ejército en el bolsillo, pero cinco años después, en 1978, le derrocaron y luchó en ambos lados mientras los comunistas le derrocaban y asesinaban a Daoud. El fracturado ejército no pudo impedir la invasión soviética ni salvaguardar a ninguno de los presidentes en el poder antes de que llegaran o después de que se fueran.
Merece la pena recordar también que cada uno de esos cambios en el poder iba seguido de una purga de los enemigos políticos que envió a miles de afganos leales al gobernante derrocado a prisión, a la muerte o a otro país en el prolongado éxodo que ha hecho de la diáspora afgana la mayor en el mundo procedente de un único país. Esa diáspora continúa aumentando hoy –30.000 afganos huyeron el pasado año presentando peticiones de asilo en muchos lugares- y la siguiente purga ni siquiera se ha puesto aún en marcha.
En resumen, la historia afgana es un antídoto aleccionador para el incesante optimismo del ejército estadounidense. La historia moderna afgana indica que ningún Ejército Nacional Afgano, de ningún tamaño, ni aunque esté dotado de todas las habilidades posibles, ha repelido nunca a ningún enemigo extranjero ni ha hecho lo más mínimo por ningún gobernante afgano.
En cuanto a esos tipos afganos que fustigaron en tres ocasiones a los británicos y al Ejército Rojo de los soviets, eran en su mayoría guerrilleros independientes, que se unían a improvisadas milicias de toda una variedad de señores de la guerra, combatiendo de forma voluntaria contra los invasores que habían ocupado su país. Los talibanes, al igual que los muyahaidines de la lucha contra los soviéticos antes que ellos, parecían luchar con bastante éxito sin ningún tipo de entrenamiento importante, armadura o equipo pesado de interés, excepto lo que algunos talibanes se llevaban fichando de vez en cuando para que les entrenara el ENA (o le compraban a los soldados del ENA).
El juego nacional afgano
Otra objeción al gasto de miles de millones de dólares en entrenar al Ejército Nacional Afgano es esta: que nunca sabes a quién van a dispararle. El problema no es algún que otro soldado bribón o algún infiltrado talibán. El problema es que el código moral afgano es diferente del nuestro, aunque al parecer todavía sigue siendo invisible para nuestro ejército y dirigentes políticos.
Hace muchos años, un oficial del Servicio Exterior estadounidense en Afganistán se enamoró del lugar y se convirtió él mismo en una especie de bribón. Whitney Azoy renunció y se convirtió en antropólogo y en 1982 publicó un erudito y encantador libro sobre el deporte afgano del buzkashi, en el cual jinetes montados compiten por la posesión de una cabra muerta o de un ternero.
Su obra se convirtió en un libro de cabecera para los periodistas visitantes que pronto convirtieron el juego en un tópico, comparando la cabra muerta al país de Afganistán, desgarrado a lo largo de su historia por las rivalidades de potencias extranjeras: Inglaterra y Rusia, EEUU y la Unión Soviética, EEUU y Pakistán. Los periodistas comparaban el juego con el polo, al parecer no habían visto nunca un juego de polo. Háganme caso: no se parece al polo. En cualquier caso, no era esa la cuestión.
Lo que muchos no tienen en cuenta es la visión global: que todos los chapandazan (jinetes) montan a caballo por un patrocinador, que puede ser el terrateniente rico anfitrión del día de la competición, o quizá otro gran terrateniente que vive a alguna distancia. Los chapandazan no compiten por el ternero, sino por el favor del khan patrocinador que otorgará a los ganadores el paño del turbante que marcará su talla pública y el dinero que mantendrá a sus familias. He ahí lo importante: si un patrocinador no cumple con sus obligaciones -si pierde capacidad y los recursos para honrar, proteger y apoyar a su chapandazan- cambiarán de hombre.
En resumen, por su propia seguridad y ascenso social, los afganos apoyan a un ganador, y si este entra en declive, se desharán de él a favor una estrella en ascenso. Descubrir a ese ganador es la marca del superviviente inteligente. Mantenerse leal a una causa perdida, como cualquier patriota estadounidense haría, le parece a un afgano una total y absoluta estupidez.
Ahora, apliquen esto al ENA cuando las tropas estadounidenses y de la OTAN se reduzcan en 2014. Cualquier ejército que pretenda defender una nación debe ser leal a los dirigentes políticos que gobiernan el país. Las valoraciones entre los expertos afganos de cuánto tiempo será leal el ENA al Presidente afgano Hamid Karzai empiezan en dos semanas, y recuerden, 2014 es un año de elecciones presidenciales y Karzai tiene prohibido constitucionalmente presentarse para otro mandato. Es decir, el Plan A de Obama exige urgentemente el establecimiento de un ejército nacional para que defienda a un gobierno que ya no existirá antes de que nuestras tropas de combate salgan del país.
¿Y si esas elecciones estuvieran plagadas de fraude como ocurrió con las últimas? ¿O no se llevaran a cabo? ¿O fueran violentamente contestadas? ¿Han dedicado acaso el Presidente Obama o el Secretario de Defensa Panetta algún pensamiento a tal posibilidad?
Estos días, mientras varios hombres afganos, en su mayoría con uniforme del ejército y de la policía, disparan y matan a soldados de la OTAN con una regularidad notable, el ejército estadounidense sigue públicamente descartando esas muertes como «incidentes aislados«.
Pero el aislamiento puede ser el estadounidense. Las conexiones entre los afganos son evidentes para cualquiera que se preocupe de observar. Cuando en 2010 estuve en una base de operaciones de avanzada con el ejército estadounidense en la provincia de Kunar, por ejemplo, los soldados afganos eran relegados a una antigua base situada al lado. Soldados estadounidenses armados vigilaban las puertas intermedias y a los altos jefes del ENA les seguía como una sombra por todas partes un sargento armado estadounidense que intentaba de forma poco convincente dar la impresión de que había salido a dar un paseo. Lo que más me impactó fue esto: mientras que en su base los estadounidenses reculaban bajo la artillería de los talibanes, el vigilante afgano en el cercano puesto del ENA, quizá teniendo conocimiento de alguna información adicional, dormía pacíficamente encima de un catre sobre el tejado de su oficina con la tetera al lado. El ejército le llama a eso, desde hace mucho tiempo, «asociación».
Pero ahora las cifras están llevando a algo muy diferente. Aunque algunos comentaristas hablan de traición afgana y otros detectan un complot talibán para infiltrar las fuerzas de seguridad, sospecho algo muy diferente. Malcolm Gladwell podría llamarlo un punto de no retorno. Lo que estamos observando que se despliega en Afganistán es la deserción de los chapandazan que han encontrado ya nuevos khan.
Fuerza de seguridad: Un oximorón
Sin embargo, todo el tiempo he tenido una objeción mayor ante el hecho de gastar decenas de miles de millones de dólares para entrenar a una inmensa Fuerza Nacional de Seguridad Afgana. Y no podía ser más básica: los ejércitos y la guerra nunca son buenos para las mujeres, los niños o los civiles en general.
Para compensar la desastrosa invasión de Afganistán y mejorar la calidad de vida de su pueblo, deberíamos haber invertido desde el primer momento, bajo las directrices afganas, en electricidad, agua potable y saneamiento. Después de dos décadas de guerra casi constante y guerra civil, deberíamos haber desminado los preciosos campos de este país agrícola y apoyado a los campesinos y trabajadores afganos cuando intentaban reparar los vitales sistemas de regadío. Esas medidas no representaban puestos de trabajo para el ejército de EEUU pero, por añadidura, podían haber ganado la paz y salvado la vida de los soldados. Después de todo, los soldados han muerto realmente al caer en túneles y pozos destrozados de regadío, incluso más que por pisotear minas.
Tomen también nota de que el gasto de entrenar y mantener a soldados para emprender la guerra es malo para ambas partes. Todos los billones gastados en nuestras propias fuerzas en sistemas de armamento es dinero que podríamos haber empleado en mejorar la calidad de vida de los estadounidenses. Y no olviden que los costes de la guerras de Afganistán e Iraq no llegarán a su punto máximo hasta mediados de siglo, tan caro es el tratamiento posterior que deberá ofrecerse durante toda su vida a nuestros destrozados soldados.
Para mantener al chapandazan o pueblo afgano y su problemático ejército en el sitio que les corresponde, tienes que ofrecer los símbolos y la sustancia de una vida normal. Pero como somos estadounidenses, pensamos que la «seguridad nacional» significa ejércitos y gafas de visión nocturna y aviones no tripulados y «asociaciones estratégicas» incluso con un pueblo reacio, indignado, agotado y desolado.
Para el mundo normal -es decir, para el mundo que no es esclavo del militarismo estadounidense-, «seguridad nacional» significa algo muy distinto. Implica todas aquellas cosas grandes y pequeñas que permiten que un pueblo se sienta relativamente en paz y atendido en su vida diaria. Eso supone alimento, comida, refugio, trabajo, atención sanitaria, escuelas para los niños, policía interna que mantenga la paz y quizá incluso unos cuantos bomberos, todas esas cosas de las que no nos hemos ocupado allí, y quizá, cada vez más, tampoco aquí.
Según están las cosas, mientras por todo el mundo se celebra el Día Internacional de la Mujer, las mujeres de Afganistán contemplan la retirada de algunas tropas estadounidenses y de la OTAN con sentimientos mezclados de alivio y temor. Temen a los talibanes. Temen el refrendo por parte del Presidente Karzai de las nuevas «directrices«, al estilo talibán (e inconstitucionales), para las mujeres que volverán a confinarlas de nuevo. Temen al Ejército Nacional Afgano, los héroes del Plan A, y a los innumerables miles de desertores que se alistaron con ellos para conseguir un arma y luego volver a casa.
Los civiles viven con temor el legado de la estrategia Obama: la presencia de medio millón de pistoleros sueltos en busca de un khan que les patrocine.
N. de la T.
[*] «Verde sobre azul» se refiere a los colores del ejército afgano y al símbolo de la OTAN.
Ann Jones ha escrito «Kabul in Winter» (2006) y «War Is Not Over When It‘s Over«, ambos publicados por Metropolitan. Es colaboradora habitual de TomDispatch.com y actualmente, con el apoyo de la Fundación John Simmon Guggenheim, trabaja en un libro sobre los soldados que se llevan la guerra a casa.