La Habana (Prensa Latina). La suerte de la política estadounidense en África es, cuando menos, diversa: fluctúa entre la necesidad de posicionarse y los despropósitos, pasando por los desastres militares.
Para encontrar dislates en la trayectoria estadounidense en África no hay que ir muy lejos en el tiempo: aún están frescas en la memoria las declaraciones del expresidente Donald Trump (2017-2021), notorio por su conducta de elefante en cristalería.
El 11 de enero de 2018 el entonces mandatario calificó de “países de mierda” a Haití, El Salvador y los estados africanos en medio de un recorrido por África de su secretario de Estado, Rex Tillerson, cesanteado de manera fulminante horas después de las formulaciones presidenciales.
En el ámbito de los desastres castrenses se inscribe la derrota en 1993 de un comando estadounidense acantonado en Somalia cuando guerrilleros del jefe islamista Mohammed Farah Aidid derribaran dos helicópteros de la Fuerza Aérea estadounidense, dañaran otros tres, mataran a 19 militares e hirieran a 73 soldados y suboficiales.
Washington desea sentar reales en un continente con enormes recursos naturales y humanos que fue durante siglos coto privado de Europa, en particular Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Italia, España y, por breve tiempo en el siglo XIX, Alemania, expulsada al fin de la I Guerra Mundial por Sudáfrica.
La única historia de Estados Unidos en África radica en el establecimiento en el siglo XIX de colonias de exesclavos africanos en Liberia y Sierra Leona, donde por esas paradojas de la vida crearían sendas aristocracias discriminatorias de las poblaciones aborígenes de esos países.
Esa intención está marcada por la cautela pues el retorno a la dominación colonial en su estado clásico resulta impensable en el siglo XXI, en particular por la ola independentista tras el fin de la II Guerra Mundial (1939-1945) la cual dejó al neocolonialismo como opción.
Para apoyar esa nueva penetración y sustituir a las antiguas exmetrópolis, el mejor camino encontrado por Washington fue la creación de nexos militares, un propósito de resultados mixtos.
En este sentido el académico cubano Raúl Roa Kourí precisó que “este fenómeno (del militarismo estadounidense en África) tiene raíces remotas (y) tomó su mayor auge con la expansión del Complejo Militar-Industrial estadounidense en la época de la segunda posguerra mundial.
La conclusión de Roa Kourí está apoyada por el hecho de que en 2019 los gastos militares estadounidenses a escala mundial aumentaron cuatro por ciento en comparación con el año anterior, impulsados en gran parte por el significativo crecimiento del presupuesto de defensa estadounidense, cuyo gasto aumentó de 53 mil 400 millones de dólares hasta los 684 mil 600 millones.
Dicha tendencia cobró auge durante la presidencia de Trump y se fortaleció con la llegada a la Casa Blanca del demócrata Joe Biden, quien en diciembre de 2021 refrendó la ley que recoge el aumento hasta los 768 mil 200 millones de dólares del gasto en Defensa para el año en curso.
Viraje notable de la nueva política de Washington
Estos datos encierran en sí, además, un viraje notable de la nueva política de Washington marcada por la abrupta salida de sus tropas de Afganistán, empantanadas en una guerra que no podían ganar, y concentrar sus esfuerzos y los de sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte en Rusia y China, como demuestran los acontecimientos.
Por sobre lo anterior aparece una realidad expresada por el politólogo y académico estadounidense James Petras, para quien “el militarismo es un rasgo estructural esencial mediante el cual el imperialismo estadounidense se inserta en el sistema internacional”.
Al respecto el académico subraya que el militarismo estadounidense en el siglo XXI continúa impulsado por un Complejo Militar-Industrial cada vez más imponente, cuya justificación yace en su amañada doctrina de seguridad nacional y belicosas estrategias político-militares patrocinadoras de la denominada disuasión nuclear.
En el extremo de esa estrategia está el establecimiento de bases militares en varios países del mal llamado continente negro porque en él habitan desde los negros más puros hasta blancos rubios de ojos azules, pasando por los afroárabes, como es el caso de Sudán y Egipto.
En la actualidad el Pentágono divide su presencia castrense en África en bases permanentes y no permanentes.
En la primera categoría aparecen 13 en 10 países: Djibouti con dos; Uganda, Kenia, dos; Gabón, Isla de la Ascensión, Ghana, Burkina Faso, Senegal, Níger, dos y Chad.
La segunda categoría inscribe 17 establecimientos en ocho estados: Túnez, Níger, Mali, Camerún, Libia, Somalia, Kenia y Ghana.
A esos establecimientos hay que sumar la cooperación militar, la cual inserta la realización de juegos de guerra de gran porte como los realizados en junio pasado con Marruecos cerca de la frontera con el Sahara Occidental.
El instrumento para materializar la estrategia castrense es el Africa Command de Estados Unidos, acrónimo Africom, establecido en 2007 y responsabilizado con las operaciones militares de la Unión en los 53 estados africanos, excepto Egipto.
Al año siguiente el Africom pasó a ser autónomo y mantuvo el cuartel general en Stuttgart, Alemania, aunque se especula con su desplazamiento a la Base Naval de Rota, en España.
La extensión castrense a África de Estados Unidos, sin embargo, choca con obstáculos que Washington no ha podido salvar, uno de ellos el propósito de la Unión Africana de crear un ejército continental integrado por las fuerzas armadas de sus miembros.
El otro, con más ribetes políticos, es la reticencia de estados del continente desconfiados de la presencia en sus territorios de tropas de Washington y constituyen una línea roja personificada por los 15 estados miembros de la Comunidad de Desarrollo del África Austral (SADC), creada en 1979.
Esos estados rehúsan albergar bases militares de Estados Unidos, al parecer persuadidos de no necesitar un ejército extranjero en su territorio y el hecho de que varios componentes de la SADC son excolonias que lograron la independencia por medio de luchas armadas, en ocasiones extendidas por décadas.
En esos conflictos las exmetrópolis europeas, miembros todas de la OTAN, valga la incidental, tuvieron el apoyo de Estados Unidos y tal vez África perdone, pero resulta difícil el olvido, y tenga presente el apotegma según el cual aquellos que olvidan su pasado están condenados a repetir sus errores en el futuro.
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Moisés Saab Lorenzo. Periodista de la Redacción África y Medio Oriente de Prensa Latina
Colaboraron en este trabajo:
Amelia Roque ([email protected]). Editora Especiales Prensa Latina
Deisy Francis Mexidor. Jefa de la Redacción Norteamérica de Prensa Latina
Laura Esquivel. Editora Web Prensa Latina
Adriana V. Robreño. Periodista de la Redacción Norteamérica de Prensa Latina