Torturadores sin fronteras, Inc. Estados Unidos respeta los derechos humanos, dicen. Pero si esto es así, ocurre sólo en territorio de Estados Unidos; la tortura está tercerizada en países amigos u ocupados. Las historias de un alemán y dos franceses muestran cómo funciona la nueva represión ilegal
«Me trataron como un animal», dice Khaled el Masri. Este ciudadano alemán es otra de las víctimas «espontáneas» que los servicios secretos norteamericanos dejan por el camino en su insomne búsqueda de presuntos miembros de la red terrorista Al Qaida. Su historia, al igual que la de los franceses Reduane Khalid y Mostaq Ali Patel, parece pertenecer al campo de la ciencia ficción. Y sin embargo, las tres son reales. Reduane Khalid y Mostaq Ali Patel fueron arrestados en Afganistán y mantenidos como prisioneros durante tres años en la base norteamericana de Guantánamo sin otro cargo legal que la sospecha. Khaled el Masri fue secuestrado por la CIA en Macedonia y trasladado a una cárcel secreta en Afganistán, donde fue torturado sin saber por qué a lo largo de cinco meses. A quienes se preguntan si ciudadanos del mundo libre pueden ser secuestrados impunemente, trasladados de un país a otro durante años o meses y triturados como basura, las historias de El Masri, de Khalid y de Patel aportan una prueba contundente sobre los métodos empleados por la gran democracia norteamericana.
La «aventura inhumana» de Khaled el Masri comenzó a finales de 2003, cuando fue arrestado en Macedonia e interrogado «en inglés» durante 22 días por tres policías. Los agentes querían saber por qué frecuentaba la mezquita de la ciudad alemana de Ulm, donde Khaled el Masri reside y trabaja como mecánico. Los policías le aseguran que «lo saben todo», le insisten en que no es alemán sino egipcio y le proponen que confiese su «pertenencia a Al Qaida y el entrenamiento que recibió en la ciudad afgana de Jalalabad». Nada de ello es cierto. El prisionero mantuvo su versión y al cabo del día número 23 lo dejaron libre. Pero apenas puso un pie en la calle, otros «agentes» le cayeron encima, le pusieron una bolsa de plástico en la cabeza y lo condujeron a otro hotel, cerca de un aeropuerto. El segundo infierno debuta allí. «Apenas entré en la habitación empezaron a llover los golpes. Había unos ocho hombres protegidos con capuchas que me pegaban sin descanso. Me cortaron la ropa con una navaja.» Con esposas, cadenas en los pies, algodones en los oídos y la cabeza envuelta en una bolsa oscura, el hombre fue trasladado a un avión, drogado. Cuando se despertó, Khaled el Masri estaba en el baúl de un auto. Había dejado el continente europeo y ahora se encontraba en Asia central, en un mugriento calabozo de una cárcel de Kabul, la capital de Afganistán.
Un médico que lo recibió le sacó sangre y un misterioso interlocutor enmascarado le anunció: «Ya sabés dónde estás, en este país no hay ni derechos ni leyes, nadie sabe dónde te encontrás y tampoco a nadie le importa lo que te pueda pasar». Los interrogatorios empezaron inmediatamente, siempre asistidos por siete hombres con los rostros cubiertos. El Masri volvió a escuchar las mismas acusaciones: sus «interlocutores» lo acusan de pertenecer a Al Qaida y de haber estado en contacto con dos de los autores de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Mohammed
Atta y Ramzi Bin al Shibih. Todo falso. «Estaba totalmente solo en mi calabozo, tenía hambre y sufría mucho. Cada hora era una eternidad. Pero, para mí, lo más horrible era no entender muy bien qué me estaba ocurriendo.» Khaled el Masri no era el único que estaba en esa situación. Había un pakistaní que residía en los Estados Unidos, un yemenita, dos afganos y un tanzán que «al igual que yo, todos habían sido secuestrados en diversos puntos del globo. Muchos de ellos habían sido salvajemente torturados en otra cárcel especial de Afganistán. Golpeados día y noche, colgados al techo de los pies, regados de agua helada en pleno invierno o dejados durante meses en una pieza especial con música a todo volumen». A fuerza de repetir que él no era el que buscaban, de reclamar la presencia de un delegado alemán y gracias a una huelga de hambre, un tal «Sam», ciudadano alemán, apareció un día y le prometió su liberación: «Pero no enseguida, porque, como ya sabes, los norteamericanos no quieren que queden huellas de tu paso por Afganistán». Una semana después, Khaled el Masri viaja a bordo de otro avión, vendado y atado «como a la ida». El aparato aterrizó «en un país montañoso». El prisionero fue conducido en auto hasta un sendero y dejado en libertad, totalmente solo. Tres soldados albaneses lo detuvieron y le entregaron un paquete con comida y luego lo condujeron al aeropuerto de Tirana. Allí le compraron un pasaje hacia Francfort. Su historia fue denunciada por Amnistía Internacional.
Desde luego, no es la única. Reduane Khalid revuelve su café con infinita calma. También él acaba de dejar el infierno de la cárcel especial instalada por la administración Bush en la base militar de Guantánamo. Khalid fue detenido en Afganistán y trasladado luego a Guantánamo, donde permaneció detenido tres años. Liberado y trasladado a Francia, Reduane Khalid fue absuelto por la Justicia francesa de todos los cargos que los norteamericanos le habían puesto encima. Aún le quedan cuentas pendientes con la Justicia debido a su activismo religioso. En la madrugada del 11 al 12 de marzo el hombre recuperó su libertad. De sus años en Guantánamo, Reduane conserva dos recuerdos imborrables: la violencia y la «organización científica» de los maltratos. Reduane Khalid es uno de los siete franceses detenidos en Guantánamo y liberados a partir de mediados del año pasado. El destino de Reduane se unió al de otro francés de Guantánamo, Khaled Ben Mustafa. Originarios de Lyon, los dos hombres viajaron a Londres en julio de 2001 para asistir a las plegarias de la mezquita de Finsburry Park, uno de los lugares de culto del Viejo Continente, donde se reúnen los islamistas radicales. En julio de ese mismo año, Reduane y Mustafa parten hacia Pakistán y de allí a Afganistán. Como muchos otros islamistas entrenados en los campos situados en lo que fuera la capital del régimen talibán, Kandahar, los dos amigos no tardarán en descubrir que esa práctica nada tiene que ver con lo que anhelaban. Reduane y Mustafa soñaron con recuperar su libertad e intentaron huir de Afganistán. Intento fallido: los dos hombres cayeron en las manos de la policía fronteriza pakistaní, que los entregó a EE.UU. «Mi meta era noble -cuenta Reduane-; yo quería inmigrar a un país musulmán y que luego mi familia se uniera a mí.» Pero las cosas salieron diferentes.
Mostaq Ali Patel salió de Guantánamo el pasado 7 de marzo. A diferencia de Reduane, que estuvo influenciado por el salafismo, la corriente más pura y dura del Islam, Ali Patel era un simple vendedor de baratijas en las rutas que circulan entre Irán y Afganistán. Arrestado después de los atentados del 11 de septiembre, detenido durante tres años por los norteamericanos en dos cárceles afganas, en Kabul y en Kandahar, y luego, a partir del año pasado, en Guantánamo, Patel es el perfecto inocente que se encontró «en el lugar equivocado en el momento equivocado». Arrestado por afganos en plena caída de los talibanes, vendido por 5000 dólares a los norteamericanos en Kabul bajo la falsa identidad de «Hadjid Mohamed», trasladado de prisión en prisión, de sala de tortura en sala de tortura, Mostaq Ali Patel cuenta: «En Kandahar, los policías norteamericanos nos ponían cadenas en los pies, nos hacían caer y luego nos caminaban encima». «A ellos no les importaban mis respuestas. Que sea en Afganistán o en Guantánamo, los interrogatorios giraban en torno de las mismas acusaciones. Ellos me decían: si no nos decís la verdad, te vas a quedar acá por mucho tiempo». El peor recuerdo que tiene, además de los malos tratos, son los medicamentos que le obligaban a tragar: «Esos remedios me impedían dormir, me hacían mal al estómago y me provocaban problemas respiratorios. Por más que les dijera que no, me los tenía que tomar igual. Durante los interrogatorios, había un bloque especial con cuatro psiquiatras. Los americanos querían saber cosas sobre el terrorismo, pero yo no sabía nada. Cada vez que quise saber por qué estaba realmente detenido nunca me dieron una respuesta e insistían en llamarme Hadjid Mohamed. Yo les decía que no era árabe sino francés. Pero no me creían. Recién siete meses después de haber llegado a Guantánamo empezaron a llamarme Mostaq Ali Patel». Y lamenta hoy haber olvidado muchas cosas de las vividas en Guantánamo: «Seguramente a causa de los medicamentos que nos dieron», dice en tono de disculpa.