Con la confusión en Myanmar, los reportajes de la prensa se han centrado en el contexto inmediato de la disputa electoral.
[1][2] Mientras caía la noche en Yangon esta semana, en la ciudad resonaba el eco de los vecinos golpeando cazuelas y sartenes y los conductores haciendo sonar sus cláxones: ruidos para alejar a los malos espíritus. En Mandalay, los trabajadores sanitarios se unieron en formación, con sus caras con máscaras iluminadas por los flashes de los teléfonos. Cantaron el himno del levantamiento de 1988, Kabar Makyay Bu, su título una promesa de una lucha sin fin contra el régimen militar: «no estaremos satisfechos hasta el fin del mundo». Mientras crecían las noticias de arrestos esta semana, los activistas y líderes estudiantiles hacían llamamientos a tomar las calles. Los militares se movilizaron cerrando Facebook –un medio clave de comunicación en Myanmar– mientras algunos amigos seguían haciendo circular mensajes sobre protestas, manifestaciones y otras formas de resistencia. Un amigo consiguió hacerme llegar esto: «resistiremos tanto como podamos».
Al principio las noticias llegaron con lentitud, disminuyendo, para luego acelerarse con rapidez: el lunes por la mañana, los militares de Myanmar daban un golpe de estado. En una serie de redadas a primera hora de la mañana, los militares detuvieron a la líder civil de facto de Myanmar, Aung San Suu Kyi, las figuras más destacadas de su gabinete y su partido, la Liga Nacional por la Democracia (LND), y un número creciente de artistas y activistas que no forman parte del gobierno o del LND. Varias horas más tarde, los militares usaron su red de televisión para declarar un estado de emergencia de un año durante el cual gobernaría el general Min Aung Hlaing –el comandante en jefe del ejército–. El golpe se produjo horas antes de que el nuevo parlamento elegido del país se reuniese por primera vez tras las elecciones de noviembre de 2020, que la LND había ganado aplastantemente.
Las especulaciones sobre un golpe habían crecido antes de desvanecerse. Durante meses, el partido político apoyado por el ejército, el Partido Unión, Solidaridad y Desarrollo (PUSD), había planteado dudas sobre las recientes elecciones, alegando unos 90.000 casos de fraude electoral relacionados con las listas de votos y los documentos identificativos de los votantes. Los partidos políticos que representan a los principales grupos étnicos min0ritarios también plantearon objeciones. Antes de las votaciones, la Comisión Electoral de la Unión (CEU) canceló las elecciones en partes de la región de Bago, así como en los estados de Kachin, Kayin, Mon, Shan y Rakhine –todas ellas áreas de minorías étnicas en las que, según la CEU, el conflicto armado impedía unas elecciones libres y justas–. El 26 de enero, un portavoz del ejército llegó a avisar de un posible golpe si las alegaciones sobre las elecciones no eran atendidas. Dos días más tarde, la CEU rechazó las alegaciones del ejército. La ONU y varias embajadas occidentales expresaron entonces su preocupación, tras lo que pareció que el ejército retiraba su amenaza, prometiendo defender la constitución de 2008 y «actuar conforme a la ley». El respiro fue leve. A primera hora del lunes, mientras el golpe seguía adelante, se cortaban los servicios de teléfono e internet, las tiendas echaban el cerrojo, cerraban bancos y aeropuertos y algunos periodistas se escondían.
Amigos y familia describen una atmósfera tensa: preñada de posibilidades, pero también amenazante. Tal como amenazó un general anterior en 1988, «El ejército no tiene tradición de disparar al aire. El ejército dispara a matar» (Y mataron a miles en esa ocasión). Un familiar, con el que hablé esta semana tras repetidos intentos desde Tailandia, me dijo que no querían hablar demasiado –solo que al haber cerrado algunas tiendas, estaban preocupados por si pudiese ser difícil comprar comida–. Un amigo implicado en actividades políticas me dijo que estaba en fuga, pero seguro. Algunos de nuestros amigos han sido arrestados, me explicaron. Otros han pasado a la clandestinidad a medida que el círculo de gente detenida se extiende en la sociedad civil y las artes. «Es un sentimiento muy doloroso», me dijeron. Los trabajadores sanitarios muy pronto dieron un paso adelante. En las primeras horas tras el golpe, empleados de hospitales de todo el país hicieron llamamientos a la desobediencia civil masiva, que ellos empezaron con una serie de paros laborales. El grupo de Facebook del Movimiento de Desobediencia Civil consiguió cien mil miembros poco después de su lanzamiento, antes de que el ejército cerrase Facebook. Aún así, las expectactivas de agitación en los próximos días son altas.
Llegaron declaraciones de solidaridad desde Tailandia. El Movimiento Progresista, un grupo prominente en las recientes protestas en Tailandia, hizo pública una declaración condenando los golpes como una “plaga” en Tailandia y Myanmar. Hacían un llamamiento a un futuro en el que «el poder pertenezca realmente al pueblo». El Sindicato de Estudiantes de Ciencias Políticas de la Universidad de Chulalongkorn también publicó una declaración haciendo un llamamiento a un inmediato regreso a un gobierno civil en Myanmar. En el norte de Tailandia, se pudieron ver en los medios sociales pancartas con eslóganes de protesta escritos en birmano: «La dictadura debe morir, larga vida al pueblo». En el noreste de Tailandia, activistas por la democracia fueron más directos con su campaña #SaveMyanmar, quemando una efigie de Min Aung Hlaing en las calles. Myanmar también fue invitada formalmente (de forma irónica) a la muy elogiosa #MilkTeaAlliance, que une informalmente a jóvenes activistas en Hong Kong y Tailandia.
En los campos rohingya en Bangladesh, la situación es menos clara.[3] Algunos rohingya creen básicamente que Aung San Suu Kyi ha recibido lo que se merece: como una cobarde que traicionó a los rohingya cuando más lo necesitaban. Otros son más generosos. El poeta rohingya Mayyu Ali hizo un llamamiento a la solidaridad contra el ejército, recordando las luchas de 1988.
Con la confusión en Myanmar, los reportajes de la prensa se han centrado en el contexto inmediato de la disputa electoral. Los primeros análisis sugerían poco más que que los militares, insultados y alarmados por su resultado electoral, estaban reafirmando su poder de la única forma que saben. Buena parte del debate –demasiada– ha apuntado a la presunta racionalidad o irracionalidad de los movimientos de Min Aung Hlaing, especulando sobre sus maquinaciones secretas y orgullo electoral herido. Desgraciadamente, esta conjetura psicologista es muy típica de los presupuestos de los observadores liberales, que utilizan un modo de análisis individual, de arriba a abajo, mirando a palacio, y excluyendo los factores estructurales.
Cuatro líneas de análisis podrían sugerir un enfoque más productivo.
Primera, el golpe se puede decir que es una sorpresa. Desde una cierta perspectiva, el ejército no necesitaba dar un golpe. Ya tiene un poder político y económico considerable, a pesar de haber permitido que tomase forma un gobierno formalmente civil en 2011 tras décadas de gobierno militar directo. En la dispensa posterior a 2011, el ejército se reservó una cuarta parte de los asientos en el parlamento, lo suficiente para frenar cualquier enmienda a la constitución de 2008, que se escribió fundamentalmente para proteger su posición. Tres ministros clave siguieron bajo exclusivo control militar, incluido incluso el principal cuerpo administrativo del país hasta que fue nominalmente colocado bajo control civil a finales de 2018. Y lo que quizá sea más importante: la estatura económica del ejército ha crecido sustancialmente desde principios de los 90, cuando un cambio dirigido hacia una economía de mercado hizo que generales, sus compinches, y compañías poseídas por los militares empezasen a tener posiciones cada vez más fuertes en el sector privado.
He defendido (con Stephen Campbell) que esta dispensa se puede entender mejor no como una democratización, sino como una diarquía civil-militar en la que se mezcla liberalismo y autoritarismo. En 2015, de manera crucial, los generales dependían menos del control político formal para ejercer el poder una vez habían apuntalado su estatura económica. De ahí su disposición a aceptar –incluso promover– un mínimo de democracia liberal, que enriqueció aún más a los generales cuando las compañías occidentales estuvieron más dispuestas a invertir. Argumentos más generales sugieren que un pacto de élites en evolución, o bloque hegemónico, uniendo a la LND y al ejército se ha demostrado mutuamente beneficioso, sobre todo económicamente.
En la medida en que estas afirmaciones explican la retirada cualificada del ejército del poder político formal, deben ahora ser reexaminadas. No está en juego necesariamente una repentina autonomía de lo político, como si el ejército se aferrase al poder político aislado de su fuerza económica. Pero la relación precisa entre la política y la economía es posible que deba ser reevaluada. De manera notable, los generales reclaman ahora poder político desde una posición de dominio económico. Al mismo tiempo, la economía de Myanmar está en declive desde hace varios años. Se pueden encontrar cifras de fuerte crecimiento económico tras el periodo posterior a 2011 y hasta aproximadamente 2017, cuando la crisis de los rohingya y el resurgimiento de los conflictos en los estados de Kachin y Shan ayudaron a producir un marcado declive económico. Como señalaba un informe de 2019: “Los turistas occidentales que hacen grandes gastos se mantuvieron alejados en bloque, preocupados por los abusos de derechos humanos. El papeleo burocrático estaba atascando los negocios y la inversión, y el país sigue siendo una pesadilla logística […]. Está claro que la Liga Nacional por la Democracia de Aung Suu Kyi estaba crónicamente mal preparada para el gobierno y ha fracasado estrepitósamente en el control de la economía.”
De ahí una posibilidad: el bloque hegemónico posterior a 2011 en su momento fue capaz de enriquecer tanto a las élites civiles como militares, pero con una racionalidad económica cada vez menor, la lógica mutua del pacto ya no se mantenía. Sería difícil elevar este factor por encima de los demás –al menos en este punto– pero podría ser fácilmente uno de los factores, y uno importante, que hizo más precario el acuerdo en su momento simbiótico. La idea central no tiene por qué ser controvertida: la dispensa posterior a 2011 fue simplemente histórica.[4] Cuando cambiaron las condiciones materiales, también lo hicieron las relaciones de fuerza que las nutrían.
Una segunda línea de análisis es que si el golpe provoca alguna sorpresa dado el gran poder que ya tenían los militares, es también poco sorprendente precisamente por esa misma razón: ya estaba claro que, en última instancia, es el ejército el que manda. El golpe simplemente codifica, ya que las afianza, las relaciones de poder existentes. Esta posición podría ser la más obvia desde la perspectiva de las zonas fronterizas de Myanmar, donde grupos étnicos minoritarios han estado sometidos a brutales campañas de contrainsurgencia durante décadas. Como dice Saw Kwe Htoo Win, vicepresidente de la Unión Nacional Karen, «No importa si el ejército escenifica un golpe o no, el poder ya está en sus manos. Para nosotros, las nacionalidades étnicas, ya sea que la LND esté en el poder o que los militares tomen el poder, nosotros seguimos sin formar parte de ello. Nuestros pueblos son los que seguirán sufriendo de este chauvinismo».
Esta perspectiva tiene otro ángulo. El supuesto relevo entre apertura política y apertura económica –el tema favorito de los think-tank transicionistas– ya no parece tan claro. Por el contrario, vemos una transición capitalista de décadas entretejida con una variedad de formas políticas, de la dictadura a la diarquía y de nuevo a la dictadura. Incluso una breve vistazo a los vecinos de Myanmar –China, Tailandia, Singapur– subraya la realidad de que el capitalismo difícilmente garantiza la democratización.
Vemos aquí una cierta configuración del poder burgués. Tanto en Myanmar como en la Gran China, por ejemplo, un aparato de estado centralizado –el ejército por un lado, una burocracia de partido-estado por otro– ha gobernado una tensa relación con diferentes fracciones de la burguesía, algunas de las cuales son políticamente liberales y más conectadas con el capital occidental. ¿Qué significa romper esta alineamiento? En Myanmar, el ejército ya no tendrá el mismo acceso al capital occidental. De todas formas, la larga transición capitalista de Myanmar estuvo siempre alimentada mucho más por capital del este y el sudeste de Asia, desde su intermitente sector de la confección a sus crecientes agroindustrias y formas mayores de extracción de recursos (en concreto petróleo y gas, específicamente las reservas de gas offshore que ahora fluyen a Tailandia –y los oleoductos-gasoductos duales que van a Yunnan, China–). Así, de muchas maneras diferentes, las condiciones centrales para la acumulación de capital siguen en marcha, aunque la burguesía liberal del país se enfrente a una mayor exclusión de sus despojos. La agricultura de semisubsistencia seguirá erosionando vastas áreas rurales de Myanmar y las tierras montañosas fronterizas mientra el trabajo precario de bajos salarios se extiende en los centros urbanos.[5]
Pero incluso las perspectivas de inversión china no están del todo claras, aunque presumiblemente estarán sujetas a menos interrupciones que los más endebles proyectos occidentales. Por un lado, la respuesta muda del gobierno chino al golpe –tomando nota de una “remodelación del gabinete“– refleja una tendencia continuada a considerar la agitación política como una cuestión de asuntos internos. La inversión china fue siempre considerable durante los años de la dictadura militar de Myanmar. Desde el lado chino, no hay razón para esperar ninguna duda seria a comprometerse con la nueva dictadura militar. Por otro lado, el gobierno de la LND había conseguido desarrollar relaciones muy fuertes con China, y el ejército de Myanmar había visto desde hacía mucho a China como alguien que apoyaba la insurgencia en las fronteras con China de Myanmar, desde los más de cuarenta años de rebelión del Partido Comunista de Birmania a los grupos armados que surgieron a su estela. Hay alguna posibilidad (aunque ligera) de que la supuesta dependencia de facto de los militares de China ya no esté enteramente garantizada. Independientemente, China ya ha invertido con fuerza en diversos grandes proyectos de infraestructura, desde la presa de Myitsone en el norte de Myanmar –que China puede presionar a los militares para que se reaunde– al Corredor Económico China-Myanmar en el oeste de Myanmar, parte de la Iniciativa del Cinturón y la Carretera (BRI por sus siglas en inglés, Belt and Road Innitiative). Presumiblemente, el gobierno chino intentará impulsar estos proyectos independientemente del liderazgo político en Myanmar. Esta relación solo se vería amenazada si el ejército de Myanmar se moviese para cortar lazos con China (muy improbable), más que al contrario.
La tercera línea de análisis ya ha salido: el punto de vista desde las fronteras. La discusión sobre las alegaciones de fraude de las elecciones por parte del ejército –vistas ampliamente como algo sin base– han eclipsado en gran manera que la CEU simplemente canceló las elecciones en muchas áreas con minorías étnicas. El problema es la relación de las tierras de frontera con el conflicto, el capital y las transformaciones políticas en las últimas décadas. Desde los 90, el capitalismo de frontera en amplias áreas fronterizas de Myanmar –inversión en minería, madera y agroindustrias como las plantaciones de aceite de palma, principalmente de capitalistas tailandeses, chinos y de las tierras bajas de Myanmar– ha incorporado a élites económicas y políticas de las minorías étnicas a la transición capitalista de Myanmar, acabando en gran manera con la amenaza existencial al estado de Myanmar de grupos armados étnicos. Se puede argumentar que esta fue la dinámica decisiva que hizo posible las reformas políticas y económicas del periodo posterior a 2011.
¿Es posible que, con tanto foco sobre la disputa electoral del ejército, se cierna un desmoronamiento más amplio de la trayectoria política y económica de Myanmar? Si la incorporación de las tierras fronterizas étnicas mediante el capitalismo de frontera terminó en última instancia con las amenazas existenciales al estado de Myanmar, entonces el desapoderamiento en estas tierras fronterizas –una ruptura con esa dinámica de incorporación– sugiere un potencial cierre de un ciclo histórico que apuntaló la posibilidad misma de un estado mediante una larga transición capitalista. Mientras avanzaba el golpe, aparecieron reportajes sobre choques militares en los estados de Shan y Kayin, en el este de Myanmar –señalando un posible retorno a un conflicto abierto–. Por otra parte, dejando de lado la cancelación de las elecciones, sería un error sobreestimar el grado con el que las minorías étnicas, a parte de sus élites políticas y económicas, se han sentido empoderadas en primer lugar. Además, la extracción de recursos y la agroindustria en las tierras fronterizas –ejes del capitalismo de frontera– hacen frente a pocas amenazas en el contexto del golpe, al estar más conectadas con fracciones militares que con fracciones de la burguesía liberal de la clase dirigente de Myanmar. La dinámica inclusiva que dirigen parece que va a continuar.
Cuarta, hay que añadir que Aung San Suu Kyi parece haber fracasado, decisivamente, en su intento de construir y mantener relaciones con el ejército. Como es bien sabido, Suu Kyi se presentó en la Corte Internacional de Justicia en La Haya para defender a Myanmar de los cargos de genocidio cometidos por el ejército contra los rohingyas de Myanmar. Observadores externos vieron su aparición como un movimiento oportuno –aunque cínico– para defender al ejército de la condena internacional y así ganar el favor de los generales. Su objetivo, en última instancia, era construir relaciones lo suficientemente fuertes con el ejército como para que su partido pudiese obligar a aceptar enmiendas a la constitución de 2008 que sacasen más completamente al ejército de la política formal. En cambio, se encuentra una vez más prisionera de los militares.
Las razones de su fracaso serán debatidas ad nauseam. Las discusiones hasta la fecha sugieren de manera superficial que el ejército simplemente se sintió celoso de su continuada popularidad y éxito electoral. Se dice que ella “los superó“, por ejemplo, en los medios sociales cuando hubo que dar voz al sentimiento anti-rohingya. Hacen falta análisis más sofisticados. Provisionalmente, sin embargo, cabe destacar que la fascinación por las relaciones civil-militares (léase: relaciones Suu Kyu-Min Aung Hlaing) abstraídas de fuerzas políticas y económicas mayores, a menudo se reduce a la vieja observación de palacio que reduce la política a la personalidad, la estructura a la contingencia individual. Lo importante no es que los líderes no importen, sino simplemente que incluso cuando líderes hacen historia, no es bajo condiciones que ellos mismos escojan. La era de psicoanalizar las intrigas de palacio se ha terminado. Llega la era de la resistencia. Y no estaremos satisfechos hasta el fin del mundo.
Notas
[1] Véanse también artículos anteriores de Soe Lin Aung para el blog de Chuang: “Notes on a Factory Uprising in Yangon” y “Three Theses on the Crisis in Rakhine.” Su artículo en formato largo sobre la historia moderna de Myanmar en relación con el capitalismo, el “socialismo”, China y el horizonte cambiante del comunismo aparecerá en el número 3 de la revista Chuang.
[2] Véase el próximo artículo de Elliot Prasse-Freeman y Tani Sebro en Georgetown Journal of International Affairs, “The View of the Coup from the Camp.”
[3] Una formulación que debo a Ko Leik Pya.
[4] Un conjunto de fenómenos sobre los que me extenderé con más detalle en mi historia más larga de la transición capitalista de Myanmar en el tercer número de la revista Chuang.
Fuente: https://chuangcn.org/2021/02/until-the-end-of-the-world-notes-on-a-coup/
Traducción de Carlos Valmaseda para: http://espai-marx.net/?p=9089