Fue decisión de Bush, pero Rumsfeld fue el que guió la dinámica de los hechos en Irak. ¿Cómo es que el Secretario de Defensa echó a perder las cosas? Fragmentos del libro «Estado de Negación», publicado en exclusiva por Newsweek.
Una película sobre la presidencia de George W. Bush pudiera comenzar en la Oficina Oval, el 26 de enero de 2001, cuando Donald Rumsfeld prestó juramento como Secretario de Defensa. Un fotógrafo de la Casa Blanca captó la escena. Rumsfeld usaba un traje oscuro de rayas y su mano descansaba sobre una Biblia que sostenía Joyce, su esposa de 46 años de edad. Su brazo derecho estaba levantado. Bush estaba parado casi en atención, con su cabeza inclinada hacia delante y sus ojos estaban ladeados hacia la izquierda, observando atentamente a Rumsfeld. El vicepresidente Dick Cheney estaba ligeramente desplazado hacia un lado, con su sonrisa característica en el rostro. Era un día seco y frío y las ramas de los árboles desprovistos de frutos se podían ver a través de las ventanas de la Oficina Oval.
Ya en el pasado, durante los días de la presidencia de Ford, a raíz de los sucesos del Watergate -el perdón de Nixon, la caída de Saigon- Cheney y Rumsfeld habían trabajado casi a diario en la misma Oficina Oval, donde una vez más estaban parados. El nuevo en la fotografía era Bush, cinco años más joven que Cheney y 14 más joven que Rumsfeld, quien había sido estudiante en Harvard Business School. Bush asumió la presidencia con menos experiencia y tiempo en el gobierno que cualquier otro presidente entrante desde la época de Woodrow Wilson, en 1913.
Ya bien adentrado en su séptimo decenio de vida, muchos coetáneos y amigos de Rumsfeld se habían retirado; sin embargo, ahora él estaba lleno de entusiasmo en la cúspide de su vida, listo para entrar de nuevo en la carrera.
Se parecía al personaje protagonista de las novelas de ficción del escritor John Le Carré, George Smiley, quien representaba al jefe de los servicios de inteligencia británicos durante la Guerra Fría y era un hombre de edad avanzada al que se le «había dado la oportunidad de regresar a las contiendas ya terminadas de su vida para volver a luchar en ellas.»
«Hazlo bien esta vez,» dijo Cheney a Rumsfeld.
En su primer período de servicio en el Pentágono, como Secretario de Defensa del gobierno de Ford, de 1975 a 1977, Rumsfeld ya había adquirido cierto desdén hacia una parte importante del sistema que debía supervisar una vez más. Se había dado cuenta de que el Pentágono y la mayor parte del complejo militar estadounidense eran inmanejables. Una noche, en una cena que tuvimos en mi casa, doce años después de su salida del Pentágono por primera vez, Rumsfeld dijo que haber sido secretario era «como tener un equipo electrodoméstico en una mano y el enchufe de la corriente en la otra y andar corriendo y buscando un lugar para conectarlo.» Fue una imagen que me quedo grabada, la de Rumsfeld cargando con aquello por toda la sección E del Pentágono: el Hombre con el Efecto Electrodoméstico, buscando un tomacorriente difícil de encontrar, tratando de hacer que las cosas funcionaran y sintiéndose desconectado de los generales y almirantes.
«Después de dos meses en el trabajo, es evidente que los miembros de la cúpula dentro del Departamento de Defensa están enredados con la cadena de su ancla,» escribió Rumsfeld en un memorando de cuatro páginas el 21 de marzo de 2001, dos meses después de comenzar en su cargo. Ya estaba frustrado. El Congreso exigía cientos de informes. Parecía que iban a haber más auditores, investigadores, grupos de prueba e inspectores vigilando que «soldados en la línea del frente con armas.»
El laberinto de limitaciones del Departamento de Defensa lo obliga a funcionar de una manera tan lenta, tan parsimoniosa y tan ineficiente que cualquier acción que termine realizando se hará inevitablemente con alrededor de diez años de tardanza.»
Este memorando sobre la «cadena del ancla», que Rumsfeld revisó y adjuntó, se hizo famoso entre los miembros del equipo de trabajo de Rumsfeld siempre que lo observaban e intentaban ayudarlo a definir el universo de sus problemas. Parecía como si ya él casi se hubiera dado por vencido en su intento por organizar el Pentágono durante la presidencia de George W. Bush. La tarea era muy difícil, y tardaría tanto, escribió en una versión posterior, que «nuestra misión es, por tanto, trabajar juntos para afilar la espada que empuñará el próximo presidente.»
Durante los primeros meses en su puesto en el año 2001, Rumsfeld insistía diciendo: «Yo soy el Secretario de Defensa. Yo estoy en la línea de mando.» Él -y no los generales ni los jefes del estado mayor general conjunto- sería el que tendría relaciones con la Casa Blanca y con el presidente para abordar los asuntos operativos. Rumsfeld dirigía en detalles el quehacer diario del Pentágono y no tenía la menor consideración con las personas. Durante un enfrentamiento público en una audiencia del Senado con la Senadora Susan Collins, la ferviente Republicana por el estado de Maine, Rumsfeld la humilló de tal forma que resultó apabullante incluso para él. La voz de Collins había temblado en un momento. Posteriormente, Powell A. Moore, subsecretario de defensa para asuntos legislativos, le sugirió a Rumsfeld que la llamara para tratar de suavizar la situación.»
«Al diablo,» dijo Rumsfeld, «ella es la que tiene que pedirme disculpas.»
En una ocasión, Rumsfeld encabezó una delegación del Congreso al funeral en Columbia, Carolina del Sur, del Representante Floyd Spence, un Republicano que había sido un halcón defensor del Pentágono durante tres decenios. Moore había dispuesto los asientos en el avión de Rumsfeld de la misma forma en que se hace en el Congreso, de acuerdo con el nivel de antigüedad.
«No lo quiero así,» señaló Rumsfeld, y personalmente reorganizó la disposición de los asientos, ubicando en el fondo al Representante Republicano de California, Duncan Hunter, quien pronto sería el presidente del Comité de los Servicios Armados de la Cámara.
El 20 de enero de 2003, el presidente Bush firmó la Directiva Presidencial de Seguridad Nacional, NSPD-24, que tenía un carácter secreto. El tema era: el establecimiento de una «Oficina de Planificación para la posguerra en Irak» dentro del Departamento de Defensa, para la esperada invasión a Irak. Rumsfeld seleccionó a Jay Gamer, un general de tres estrellas retirado de 64 años de edad y ejecutivo de la industria militar, para que se encargara de esa oficina para asuntos de la posguerra. Seis semanas después, Garner fue a la Casa Blanca, el viernes 28 de febrero de 2003, a media mañana, a fin de reunirse con el Presidente Bush por primera vez. En la Sala de Situación, Garner distribuyó las copias de sus notas, una presentación que incluía 11 puntos y se metió de lleno en el asunto.
Expresó que cuatro de las nueve tareas que su pequeño equipo debía realizar en Irak, en virtud de la Directiva NSPD-24 de Bush, estaban claramente más allá de sus posibilidades; entre ellas se encontraban el desmantelamiento de las armas de destrucción en masa, la derrota de los terroristas, la reorganización del ejército iraquí y la reestructuración de las demás instituciones de seguridad interna en Irak.
El presidente asintió con la cabeza. Nadie más intervino, a pesar de que Garner les acababa de decir que él no podía ser responsable de las tareas decisivas que habría que emprender tras la guerra -sobre todo aquellas tareas que más tenían relación con las razones declaradas para ir a la guerra en primer lugar- porque su equipo no podía emprenderlas.
La trascendencia de lo que acababa de afirmar parecía arremeter contra las mentes de todos los participantes.
Posteriormente, Garner describió la forma en que él pensaba dividir el país en grupos regionales, y continuó hablando de los planes interinstitucionales.
«Un momento,»interrumpió el presidente. ¿De dónde tú eres?
«De la Florida, señor.»
¿Por qué hablas de esa manera? preguntó, aparentemente intentando ubicar la procedencia del acento de Garner.
«Porque yo nací y me crié en un rancho en la Florida. Mi papa era ranchero.»
«Ya estás en el equipo,» señaló con aprobación el primer ranchero. Su hermano Jeb era el gobernador del estado, y el presidente lo visitaba con regularidad.
Uno de los puntos de la presentación de Garner era: «el uso del ejército regular iraquí en la posguerra,» e indicó: «Vamos a utilizar el ejército. Necesitamos utilizarlos. Cuentan con las habilidades necesarias.»
¿Cuántos miembros tendría el ejército? preguntó alguien.
«Voy a darles un amplio margen,» respondió Garner. «Será entre 200 000 y 300 000 soldados.
Garner miró a su alrededor en la habitación. Todas las cabezas hacían un movimiento de norte a sur. Nadie se opuso. Nadie preguntó sobre el plan.
«Muchas gracias,» dijo Bush cuando Garner concluyó. La asesora para temas de Seguridad Nacional Condoleezza Rice comenzó a hablar sobre otro tema, por tanto Garner entendió que podía retirarse. Mientras salía de la habitación, el presidente atrajo su atención.
«Dales duro en el trasero, Jay,» dijo Bush.
Garner espero a Rumsfeld afuera. Pronto, Bush y Rice salieron de la habitación y caminaron tres o cuatro pasos después de pasar junto a Garner. De repente, Bush regresó.
«Oye, si tienes algún problema con ese gobernador en la Florida, sólo házmelo saber,» dijo Bush.
Poco tiempo después de la invasión, cuando Garner estaba en Kuwait, esperando para entrar a Irak, Rumsfeld seleccionó a L. Paul «Jerry» Bremer, un experto en materia de terrorismo de 61 años de edad y protegido de Henry Kissinger, para que sustituyera con eficacia a Garner, pero en calidad de enviado del presidente. Durante su primer día de estancia en Irak, el 22 de abril, Garner firmó un acuerdo para establecer un grupo asesor interino iraquí, que estuviera integrado por destacados kurdos, chiítas y sunitas, muchos de ellos expatriados, a fin de tener una representación iraquí en el gobierno de ocupación de la posguerra. Dos días después, Rumsfeld llamó para decirle que Bremer iba para allá y que él quería que Garner se quedara también en Irak.
«Eso no funciona así,» señaló Garner. «No puedes tener al tipo que estuvo a cargo y al tipo que esta a cargo ahora, porque divides a las personas y afectas su lealtad. Por tanto, lo mejor que yo puedo hacer es irme de aquí.»
Rumsfeld convenció a Garner para que se quedara temporalmente, y el general retirado y Bremer entraron en conflicto, cuando este último reveló un plan que prohibía que unos 50 000 miembros del Partido Baath, de Saddam Hussein, trabajaran para el gobierno.
«Al diablo,» dijo Garner, «no podrás dirigir nada si vas tan lejos.»
Al día siguiente, Bremer reveló un segundo proyecto de orden, la disolución de los ministerios de Defensa y del Interior de Irak, de todo el ejército iraquí y de todas las organizaciones paramilitares especiales y los guardaespaldas de Saddam. Garner quedó perplejo. La orden de eliminar el Partido Baath era absurda, y eso sería un desastre.
«Siempre hemos hecho planes para que el ejército vuelva a ocupar sus labores,» insistió Garner. Este nuevo plan salía de la nada para subvertir meses de trabajo.
«Bien, los planes han cambiado,» respondió Bremer.
Entonces Bremer se reunió con el grupo asesor iraquí con el que Garner había acordado trabajar. «Una cosa de la que tienen que darse cuenta es que ustedes no son el gobierno,» les dijo. «El gobierno somos nosotros y somos los que estamos a cargo.»
Al día siguiente los miembros del grupo regresaron a sus lugares de origen.
Garner regresó a Estados Unidos en junio y básicamente se escondió durante unas semanas, sin querer ver a nadie en el Pentágono ni conversar sobre su experiencia en Irak. Por último, el 18 de junio de 2003, sentado solo con Rumsfeld, alrededor de la pequeña mesa en el despacho del secretario, Garner sintió que era su obligación plantear la profundidad de sus preocupaciones.
«Hemos tomado tres decisiones trágicas,» indicó Garner.
«¿En serio? respondió Rumsfeld.
«Tres terribles errores,» afirmó Garner. Se refirió a la eliminación del Partido Baath, la disolución del ejército y la expulsión sumarísima del grupo de dirección iraquí. El desmantelamiento del ejército había sido el mayor error. Ahora había cientos de miles de iraquíes armados, desempleados y desorganizados, diseminados por todas partes. Garner planteó una última cuestión. Aún hay tiempo para rectificar. Aún hay tiempo para arreglarlo.»
Rumsfeld observó a Garner por un momento con una mirada fija, como la de quien da la orden de no tener prisioneros. «Bueno,» dijo Rumsfeld, «No creo que haya nada que podamos hacer, porque ya estamos donde tenemos que estar.»
Rumsfeld y Garner fueron a la Casa Blanca a ver a Bush. Era la segunda ocasión en que Garner se reunía con el presidente. «Señor Presidente, permítame contarle un par de anécdotas, expresó Garner. Describió las reuniones con los iraquíes y brindó una imagen positiva de estas. «Yo estoy listo para partir,» afirmó Garner «y es cierto, a mi salida todos estaban contentos y ahora dirían, ‘que Dios bendiga al señor George Bush y al señor Tony Blair. Gracias por sacar a Saddam Hussein del poder.’ Eso lo expresaron en 70 reuniones. Esa era siempre la última respuesta.
«Oh, eso es bueno,» afirmó Bush.
En su camino de salida, Bush da unas palmaditas en el hombro de Garner. «Oye, Jay, ¿quieres ir a Irán?
«Señor, ya los chicos y yo hablamos sobre el tema y queremos esperar para ir a Cuba. Pensamos que el ron y los tabacos son mejores. Las mujeres son más bellas.»
Bush sonrió. «Acertaste. Tienes a Cuba.»
Por supuesto, con todas las historias, la jocosidad, la conversación entre compinches, las bravuconerías y la confianza en la Oficina Oval, Garner no había hecho referencia a su noticia de primera plana. No había mencionado los problemas que había visto, ni siquiera los abordó someramente. No le contó a Bush sobre los tres errores trágicos. Una vez más el halo que rodeaba al presidente había hecho que se omitieran las noticias más importantes: las malas noticias.
Ese fue solo un ejemplo de uno de los visitantes que fueron a la Oficina Oval y no le contaron al presidente toda la historia ni la verdad. Asimismo, en esos momentos, en los que Bush tuvo a alguien que venía del terreno, sentado a su lado, Bush no presionó, no intentó abrir él mismo la puerta y preguntarle al visitante lo que había visto o lo que pensaba. Toda la atmósfera de la reunión era a menudo muy similar a la que se vive en una corte real, con la asistencia de Cheney y Rice, algunas anécdotas optimistas, buenas noticias exageradas y todos pasaban un buen rato.
Muy pronto Rumsfeld se distanció de Bremer, quien debía informarle al Presidente por conducto del Secretario de Defensa. Más tarde, Rumsfeld me confirmó en una entrevista que Bremer solo le había informado «de manera técnica pero no real.»
«No me llamaba mucho,» decía Rumsfeld sobre Bremer.
Rumsfeld también se alejó de la cacería en busca de las supuestas armas de destrucción en masa de Saddam. El director de la CIA, George Tenet, le propuso a Rumsfeld que la persona encargada de la cacería en busca de las armas de destrucción en masa les debía informar a ellos dos.
«Por supuesto que no,» dijo Rumsfeld.
Después de la reelección de Bush en noviembre de 2004, la mayor interrogante en la Casa Blanca era Rumsfeld. ¿Acaso debe quedarse? El jefe del gabinete en la Casa Blanca, Andrew H. Card, hijo, tuvo que abordar el tema con delicadeza. La voz que más pedía el cambio era la del saliente Secretario de Estado, Colin Powell. En una conversación, Colin había dicho a Card, «Si yo salgo, Don debe salir también.» Bush había decidido sustituir a Powell por Rice, pero no estaba bien claro a quién él quería al frente del Departamento de Defensa.
Card extrajo su cuaderno de notas de espiral con hojas de 8½ por 11, de media pulgada de grueso y con una carátula azul. En páginas separadas, tenía listas de posibles sustituciones para todos los puestos importantes del gobierno, incluido el suyo. Los nombres estaban enumerados sin un orden en particular. Card guardaba el cuaderno en su escritorio en la Casa Blanca y con frecuencia añadía o eliminaba nombres. Había utilizado un cuaderno escolar a propósito, él mismo lo había comprado, para que no fuera considerado un documento del gobierno o un archivo presidencial que tendría que abrirse algún día para conocer la historia. Era privado y personal.
Su lista de 11 posibles sustitutos para Rumsfeld incluía al Senador Demócrata de Connecticut, Joe Lieberman, quien había sido el compañero de campaña de Al Gore en el año 2000 y al Senador Republicano de Arizona, John McCain.
Sin embargo, a Card se le ocurrió lo que él consideró como una brillante idea: un candidato inesperado. El mejor sustituto de Rumsfeld sería James A. Baker III. «Todo el mundo diría, ‘¡Uf!'» pensó Card. «Ninguna curva de aprendizaje. Magnífico. Interesante.» Baker tenía 74 años de edad, solo dos años mayor que Rumsfeld. Había prestado sus servicios como infante de marina. Había sido el mejor jefe de gabinete de la Casa Blanca en los últimos tiempos, pensó Card. Se había ocupado con éxito del segundo conteo de los votos en la Florida en el año 2000 para la reelección de Bush. Señor presidente, este es un consejo sosegado que le doy, indicó Card. Ponga a un diplomático al frente del Departamento de Defensa.
El presidente parecía sinceramente intrigado. No tiene que apurarse para tomar una decisión, le aconsejó Card. Sin embargo, el presidente ni siquiera autorizó a Card para que enviara a alguien a tantear el terreno o que conversara con Baker.
Card conversó con Rumsfeld, que habló como si el supusiera que no iba a haber ningún cambio. Rumsfeld quería permanecer en su puesto.
Muy pronto intervino Kart Rove. Se acercaba una sesión polémica en el Congreso. Consideraba que los Demócratas no estaban de buen humor como para estar en paz y armonía. Con la audiencia para la confirmación de Rice, con el esperado nombramiento para fiscal general del asesor de la Casa Blanca Alberto González, ¿acaso otra confirmación del Senado agobiaría de trabajo al sistema? Evidente, el resultado de la guerra en Irak sería el tema a tratar en las audiencias de confirmación para cualquier persona que Bush nombrara como nuevo Secretario de Defensa.
Rove estaba de acuerdo con que no deseaban hacer nada que provocara la realización de audiencias sobre la guerra. ¡Por Dios, no!
A mediados de diciembre el Presidente tomo su última decisión. Rumsfeld seguiría en su cargo, le indicó a Cheney y a Card, que no cambiaría a Rumsfeld.
«Ello no significaba que él no quería que eso ocurriera,» afirmo Card posteriormente.
Card intentaba tener un encuentro privado y sincero con la primera dama, Laura Bush, cada seis semanas para escuchar sus preocupaciones. Reservaba una hora y media para cada reunión. A veces, sólo duraban 30 minutos, otras veces una hora y media y en ocasiones hasta dos horas.
La primera dama estaba angustiada por la guerra, preocupada porque Rumsfeld estaba lastimando a su esposo y al parecer sus puntos de vista reflejaban también las preocupaciones de Rice por el estilo autoritario de Rumsfeld y su tendencia a ser dominante. Card sabía que la primera dama y Rice realizaban largas caminatas juntas a menudo durante los fines de semana en Camp David.
«Coincido con usted,» señaló Card. Por una parte, él trataba de enseñarla y explicarle, pero al mismo tiempo cabildeaba. Entonces, le esbozaba sus problemas con Rumsfeld y decía que él pensaba que era hora de realizar un cambio. Sin embargo, afirmaba que hasta ese momento sus consejos sobre la situación de Rumsfeld habían sido analizados y rechazados.
«Él está contento con esto,» afirmó la primera dama, «pero yo no lo estoy.» En otra ocasión, ella expresó: «No sé por qué él no está enojado con esta situación.»
Mientras tanto, la nueva Secretaria de Estado, Rice, contrataba a Philip Zelikow, un viejo amigo, como asesor jurídico en el Departamento de Estado, un cargo de alto nivel y mucho poder pero poco conocido, que le daría libertad para asumir tareas especiales que ella le orientaba, y muy pronto Rice lo envió para Irak junto a un pequeño equipo de trabajo. El 10 de febrero, durante el décimo cuarto día de Rice en el cargo, Zelikow presentó a Rice un memorando de 15 páginas, escrito a un espacio entre líneas, que se clasificaba como SECRET/NODIS, es decir, «no distribuir» a nadie más. «Ya en este momento Irak continuaba siendo un estado fracasado, ensombrecido por una violencia constante y por cambios políticos revolucionarios en proceso,» leyó Rice. Era una idea espeluznante «-un estado fracasado,» después de dos años, de miles de vidas perdidas y miles de millones de dólares gastados.
A mediados del verano de 2005, el General Jim Jones, el comandante de la OTAN, hizo una visita a su viejo amigo, el general Pete Pace, segundo jefe del estado mayor general conjunto. Era casi seguro que Pace iba a ser ascendido para convertirse en el presidente, el número uno del ejército.
Los dos generales de la marina habían sido amigos durante más de tres decenios. Habían estado en Vietnam aproximadamente durante la misma época, una experiencia fuerte y educativa para ambos, y después prestaron servicio juntos con grados de primer teniente en 1970 en el cuartel de la marina en el sudeste de Washington.
Jones expresó su disgusto porque Pace incluso quería llegar a ser el presidente. «Vas a enfrentar una debacle y ser parte de esa debacle en Irak,» dijo Jones. El prestigio mundial de Estados Unidos estaba a niveles muy bajos, similares a los de hace 50 o 75 años. Dijo que estaba tan preocupado por Irak y por la forma en que Rumsfeld dirigía las acciones que se preguntaba si él mismo no debía renunciar en señal de protesta. ¿Cómo es que se pueden soportar ocho años en el Pentágono? preguntó finalmente.
Pace dijo que alguien tenía que ser el presidente. ¿Quién más lo podría hacer?
John no pudo responder. «Los asesores militares están recibiendo la influencia de los niveles políticos,» afirmó. El estado mayor general conjunto se había «plegado» de manera indebida a Rumsfeld. «No debes ser como una cotorra posada en el hombro del secretario.»
Su preocupación era completa. Cuando los Senadores John Warner y Carl Levin, presidente y un Demócrata de alto nivel dentro del Comité de Servicios Armados del Senado, lo visitaron en su puesto de mando en Bélgica, Jones le contó todos los problemas. Indicó que necesitaban una nueva legislación que volviera a dar facultades a los jefes o que tuviera un poco de sentido dentro del descabellado sistema.
«Las facultades de los jefes del estado mayor general conjunto han sido sistemáticamente castradas por Rumsfeld,» afirmó Jones.
Muy pronto Pace se convirtió en presidente. En una entrevista, negó rotundamente que Jones le hubiera dicho que Irak sería una debacle o que Rumsfeld había castrado sistemáticamente las facultades de los jefes del estado mayor general conjunto. «Es un buen amigo. Él estuvo en mi boda,» dijo Pace, haciendo notar que eran amigos hacía 36 años. «Si Jim se sintiera así, él me lo diría.»
Yo llamé a Jones al puesto de mando de la OTAN en Bégica. Me dijo que le había hecho todos esos comentarios a Pace en la reunión que tuvieron en el año 2005. «Eso es lo que le dije,» afirmó Jones.
En marzo de 2006, Rumsfeld invitó a seis de los asesores regulares externos del Pentágono para darles instrucciones y hacerles algunas preguntas. Uno de ellos era Ken Adelman, un viejo amigo de Rumsfeld y partidario vehemente de la guerra desde su comienzo, quien se había desilusionado totalmente por la forma en que el gobierno había manejado la situación después de la guerra. Su relación con Rumsfeld casi llegó a su fin.
¿Cómo medirías el éxito en Irak? preguntó Adelman a Rumsfeld. «¿Tú sabes, para ganar la guerra?»
«Oh, hay cientos de formas,» respondió Rumsfeld. «Es tan complicado que hay cientos de formas.»
«Espere un momento,» insistió Adelman. «Un ex jefe mío siempre decía que identificara tres o cuatro cosas, que preguntara sobre ellas, que decidiera las unidades de medidas y viera el avance logrado o, de lo contrario, nunca avanzaría.» El ex jefe era el propio Rumsfeld, quien le había mencionado el tema a Adelman hacía 35 años, cuando él trabajaba para Rumsfeld en la Oficina de Oportunidades Económicas. ¿Cuáles son esas unidades de medida? insistía Adelman.
Rumsfeld dijo que era tan complicado que no podría dar una lista de ellas. «Cientos,» insistió.
Adelman consideraba que ello significaba que había una falta total de responsabilidad. Si Rumsfeld no estaba de acuerdo con ningún criterio, no se le podía decir entonces que había fallado en uno de esos criterios.
«Entonces no tiene nada,» dijo Adelman y se marchó tan trastornado como nunca antes. No había ningún sentido de la responsabilidad.
El 16 de marzo, el general John Abizaid, comandante del Comando Central y, por tanto, el militar de más alta graduación en el Oriente Medio, estaba en Washington para prestar declaración ante el Comité de Servicios Armados del Senado. El general brindó una imagen cuidadosa pero optimista de la situación en Irak. Después, fue a ver al Congresista John Murtha, otrora infante de marina de 73 años de edad, que había presentado una resolución el pasado noviembre, que instaba a un redespliegue de las tropas en Irak, tan pronto como fuera posible. Sentado a la mesa redonda oscura de madera en la oficina del congresista, Abizaid, el único comandante militar con uniforme que había participado de modo profundo en Irak desde el comienzo y que aún se encontraba en la zona, expresó que él quería sostener una conversación franca. Según Murtha, Abizaid levantó sus dedos pulgar e índice en señal de énfasis, indicando una separación de un cuarto de pulgada entre ellos y dijo, «Estamos a esta distancia.»
Rumsfeld circuló un memorando SECRETO de seis páginas el primero de mayo, en el que proponía algunas enmiendas, con el título: «Nuevo material ilustrativo sobre las instituciones y enfoques para el siglo 21.»
Era casi la última versión de los memorandos sobre «La Cadena del Ancla», que había escrito durante sus primeros meses como secretario de defensa en el año 2001: un reclamo de su corazón de naturaleza gerencial y burocrática. No solo era el Departamento de Defensa el que estaba enredado en la cadena de su ancla sino también el resto del gobierno estadounidense, y el mundo.
Rumsfeld dictó en el memorando: «La acusación sobre la incompetencia del gobierno de Estados Unidos es fácil de refutar si el pueblo estadounidense entiende hasta que punto el sistema actual de gobierno hace todo lo posible por ser competente.»
El miércoles, 24 de mayo de 2006, la división de inteligencia del estado mayor general conjunto, la J-2, circuló un estudio de inteligencia, clasificado como SECRETO, el cual mostraba que las fuerzas del terror en Irak no estaban en retirada. Incluía las cifras sobre las tendencias que se le habían comunicado a Bush durante todo el año. Los ataques terroristas se habían arreciado cada vez más. La insurgencia estaba teniendo éxito. El promedio de ataques semanales era ahora entre 700 y 800. Cada dispositivo explosivo improvisado que se encontraba -si detonaba y provocaba daños o bajas humanas o si era identificado y desactivado antes que pudiera ocasionar daños- se contaba de todas formas como un ataque. Un gráfico que medía los ataques desde mayo de 2003 hasta mayo de 2006 mostraba descensos significativos, pero la cantidad actual de ataques era tan alta como nunca antes, más de 3500 al mes.
Le dije a Rumsfeld que tenía entendido que la cantidad de ataques estaba creciendo.
«Es probable que sea cierto,» dijo Rumsfeld. «También es probable que nuestros datos sean mejores, y estemos considerado más cosas como ataques. Un disparo al azar puede considerarse como un ataque al igual que 50 personas que mueren en algún lugar. Por tanto, tienes un gran frutero con diferentes productos: un plátano, una manzana y una naranja.»
Me quedé enmudecido. Incluso con el uso más flexible y descuidado del lenguaje y una analogía no lograba entender cómo el secretario de defensa podía comparar los ataques de los insurgentes con un «frutero», una metáfora que eliminaba todo tipo de urgencia o emoción. Las categorías oficiales que aparecían en los informes clasificados que Rumsfeld recibía con regularidad se referían a los dispositivos explosivos improvisados letales, los ataques a distancia con morteros y los enfrentamientos a corta distancia, como las emboscadas, los cuales estaban muy lejos de parecerse a los plátanos, las manzanas y las naranjas.
Durante una semana en mayo de 2006, los ataques iniciados por el enemigo aumentaron a 900, lo cual constituía una cifra récord. En junio, los ataques disminuyeron a cerca de 825 en una semana pero volvieron a aumentar. En julio, eran más de 1000 ataques a la semana, otro nuevo récord. Incluso era peor considerar que el nivel de violencia existía aún después de dos años de preparación, equipamiento y financiamiento de 263 000 soldados y policías iraquíes. El costo ascendía a 10 mil millones de dólares y había equipos de soldados estadounidenses mezclados con las unidades iraquíes durante más de un año. En igual período en 1971, después de varios años de Vietnamización, la violencia de los insurgentes tenía tendencia a decrecer y no a aumentar.
En julio de 2006, le realicé entrevistas a Rumsfeld dos tardes seguidas. Le pregunté acerca del nivel de las tropas: un problema clave y un punto de discordia. Los expedientes mostraban que el plan para invadir a Irak incluían una cifra tope de 275 000 efectivos para el combate terrestre, incluidos cerca de 90 000 que debían llegar a Irak algunas semanas o meses después del 19 de marzo de 2003, cuando comenzó la guerra. Rumsfeld afirmó que ese era uno de los grandes «rumores falsos» por los cuales él había decidido o había influido indebidamente para que se tomara la decisión de no enviar los 90 000 soldados. Todo dependía de las recomendaciones del general Franks, afirmó. Sin embargo, en el verano de 2006, Rumsfeld había suavizado su posición en cuanto al tema de si había suficientes soldados. «Es totalmente posible que en algún momento hayan habido demasiados soldados y en otro momento demasiado pocos, porque nadie es perfecto,» dijo Rumsfeld. «Mirando hacia atrás, no he visto ni he escuchado nada de otros censuradores que me indique que ellos tienen alguna razón para creer que estaban en lo cierto y nosotros estábamos equivocados. Ni tampoco puedo probar que nosotros estábamos en lo cierto y ellos estaban equivocados. Lo único que puedo decir es que ellos parecen tener más seguridad de la que puedo tener yo con la evaluación de los hechos que he realizado.»
Al preguntarle sobre la batalla con la insurgencia iraquí, Rumsfeld respondió que «pudiera tardar entre 8 y 10 años. Las insurgencias tienden a hacer eso.» En sentido general, él dijo: «Nuestra estrategia de retirada incluye el tener a un gobierno y unas fuerzas de seguridad iraquíes que sean capaces de controlar y reducir a un menor nivel la insurgencia y finalmente obtener la victoria contra la insurgencia y reprimirla con el paso del tiempo. Sin embargo, ese pudiera ser un período en el que muy bien podemos no necesitar grandes cantidades de personal allá.»
Le dije que tenía entendido que el general George W. Casey, hijo, el comandante de más alta graduación en el terreno en Irak, había informado que la insurgencia no había sido neutralizada -un objetivo clave del plan de su campaña- sino que solo contenida. Después de un poco de juego de palabras característico, pude preguntarle directamente: ¿Usted está de acuerdo con que se ha neutralizado?
«Es evidente que no,» respondió Rumsfeld.
¿Sólo ha sido contenida?
«Si,» respondió. «Hasta ahora.»
Entonces le leí un documento de evaluación del 24 de mayo de 2006 que decía: «la insurgencia sunita árabe está ganando fuerza y elevando su capacidad.» Le pregunté: ¿Eso le parece bien a usted?
Esa era una de las preguntas claves que había que hacerse en una Guerra. ¿Acaso el otro bando esta «ganando fuerza y elevando su capacidad? El general Casey, la división de inteligencia del estado mayor general conjunto y la CIA habían dicho de manera categórica que la insurgencia estaba ganando fuerza. Es evidente que Rumsfeld lo sabía. También le mencioné una lista de 29 preguntas que le había enviado por adelantado, y sé que al menos él le había dedicado una hora del día anterior a la preparación para la entrevista.
¿Cuándo fue eso? preguntó Rumsfeld.
Hace seis semanas, le respondí. La pregunta sobre la mesa era si él estaba de acuerdo o no con que la insurgencia en la guerra de Irak estaba ganando fuerza. Estaba preparado para un momento puro al estilo Rumsfeld, y no me decepcionó.
«¡Caramba! No sé,» respondió el Secretario de Defensa. «No quiero hacer comentarios sobre eso. Leo tantos de esos informes de inteligencia,» -yo nunca dije que era un informe de inteligencia- «y son demasiados. En un día determinado, puedo ver informes de una u otra agencia, entonces le preguntaré a Casey o a Abizaid lo que piensan al respecto, o a Pete Pace, ‘¿Ese es tu punto de vista? Intentaré e indagaré y veré lo que piensan las personas. Pero eso cambia de un mes a otro. No voy a volver y decir que estoy de acuerdo o en desacuerdo con algo como eso.»
Él estaba en lo cierto al decir que podía haber cambios de un mes a otro, pero -como era de su conocimiento- la evaluación y la tendencia general era visible, perceptible y considerablemente peor.
Le pregunté a Rumsfeld cuál era la perspectiva mejor y más optimista para el logro de un resultado positivo en Irak.
«Este negocio es feo,» respondió. «Es duro. No existe el término mejor. Es una cuesta larga y difícil, creo que escribí hace algunos años. Estamos enfrentando una serie de desafíos que difieren de lo que nuestro país puede entender. Difieren de lo que nuestro Congreso puede entender. Difieren de lo que nuestro gobierno puede entender; es muy probable que una gran parte de nuestro gobierno lo entienda y este organizado, entrenado o equipado para enfrentarlo o encararlo. Estamos lidiando con enemigos que pueden penetrar nuestros círculos.» El enemigo puede moverse con rapidez, afirmó. «No tiene parlamentos ni sistemas burocráticos ni propiedades que defender, para interactuar, lidiar o enfrentar. Pueden hacer lo que desean. No tienen que responder por sus mentiras o por el asesinato de hombres, mujeres y niños inocentes.»
«Hay algo en las decisiones políticas en Estados Unidos, no pueden aceptar al enemigo asesinando a hombres, mujeres y niños inocentes y decapitando personas, sin embargo no son tolerantes con el soldado que hace algo que no debió hacer.»
¿Es usted optimista? le pregunté.
Rumsfeld me miró y continuó. Tres de sus colaboradores que estaban sentados con nosotros a la mesa en su despacho no pudieron evitar el sentirse sorprendidos al ver cómo Rumsfeld continuaba sin responder mi pregunta.
«Estamos luchando en la primera guerra en la historia de este nuevo siglo,» continuó diciendo, «y con todas estas nuevas realidades, con una organización de la era industrial en un entorno que no se ha adaptado ni ajustado, un entorno público que no se ha adaptado ni ajustado.»
Al final de la segunda entrevista, cité al ex secretario de defensa Robert McNamara, quien afirmó: «Todo comandante militar que sea honesto con usted dirá que ha cometido errores que han costado vidas.»
¡Aja! dijo Rumsfeld.
¿Eso es correcto?
«No sé. Supongo que un comandante militar…»
«Que es usted,» lo interrumpí.
«No, no lo soy,» dijo el secretario de defensa.
«Si, señor,» dije.
«No, no. Bueno.»
«Si. Si.» Dije yo levantando mi mano al aire y mostrando su jerarquía. «Es comandante en jefe, secretario de defensa, comandante combatiente.»
«Puedo ver a un comandante militar vestido de uniforme, participando en un conflicto y teniendo que tomar decisiones que pueden dar como resultado que personas vivan o mueran y eso pudiera ser una verdad. Por cierto, veamos la línea de mando en la parte civil, la del presidente y la mía; usted pudiera, sin dirección alguna, a dos o tres pasos de distancia, presentar sus argumentos.»
¿Sin dirección alguna? ¿A dos o tres pasos de distancia? Era inexplicable. Rumsfeld había dedicado tiempo a insistir en la línea de mando. Él era el que tenía el control, no el estado mayor general conjunto, ni el ejército uniformado, ni el Consejo de Seguridad Nacional ni su personal, ni los críticos, ni los censuradores. ¿Cómo es que él no podía ver cuál era su función y responsabilidad?
No pudiera pensar en nada más que decir.
Bill Murphy, hijo, y Christine Parthemore realizaron contribuciones a este artículo.
Adaptado de «Estado de Negación», escrito por Bob Woodward. Publicado por Simon & Shuster.
© 2006 Bob Woodward. Nota del autor: Casi toda la información que aparece en «Estado de Negación» ha sido tomada de entrevistas realizadas al equipo de seguridad nacional del presidente Bush, sus vicejefes, y otros actores de alto nivel importantes en el gobierno, responsables del ejército, la diplomacia y de los servicios de inteligencia en la guerra en Irak.