La Administración Bush autorizó en 2002, tras los ataques del 11-S, un programa de «interrogatorios reforzados», que incluyó la autorización del uso de la tortura en el marco general de la legislación de excepción (Ley Patriot, invalidación de la Convención de Ginebra para el reconocimiento y trato a los prisioneros de guerra…), justificada para evitar […]
La Administración Bush autorizó en 2002, tras los ataques del 11-S, un programa de «interrogatorios reforzados», que incluyó la autorización del uso de la tortura en el marco general de la legislación de excepción (Ley Patriot, invalidación de la Convención de Ginebra para el reconocimiento y trato a los prisioneros de guerra…), justificada para evitar réplicas de unos atentados que dejaron 3.000 muertos y a una superpotencia herida en lo más hondo de su orgullo imperial.
Contexto
El plan consistió en la detención, sin ningún tipo de garantías jurídicas y en abierta violación de la legalidad internacional, de cientos y cientos de sospechosos, la inmensa mayoría de ellos en Oriente Medio y en Asia Central. El programa incluía el establecimiento de una red mundial de traslado y retención secreta de prisioneros y el establecimiento de centros de tortura en todo el mundo, desde África hasta Tailandia.
Los hechos
El informe, 500 páginas filtradas de un total de 6.000, recoge 119 casos de interrogatorios a «combatientes enemigos extranjeros ilegales» (eufemismo paralegal para hurtarles los derechos que asisten a todo prisionero de guerra) y concluye que al menos 39 de ellos fueron torturados. Las torturas incluyen alimentación (con puré de hummus, pasta con tomate y nueces) por vía rectal, hidratación igualmente rectal (ambos eufemismos para designar violaciones), golpes y líquidos ardientes sobre el pene durante los interrogatorios y torturas a prisioneros heridos de bala durante la detención.
Abu Zubeida, palestino acusado de preparar los atentados contra el World Trade Center, estuvo 266 horas confinado en una caja con un tamaño menor a un féretro.
A Abd al-Rahm al-Nachuri, acusado del atentado contra el navío militar USS Cole en 2000 y detenido en los Emiratos, le apuntaron con una pistola mientras le quemaban la sien y partes del cuerpo con cigarrillos.
Ramzi Bin al-Shaiba, acusado de ser uno de los tesoreros de Al Qaeda, está hoy en tratamiento siquiátrico tras sufrir dos años y medio de aislamiento en la oscuridad total. También fue salvajemente torturado.
Jaled Sheick Mohamed, considerado el cerebro del 11-S, sufrió todo tipo de torturas, desde las ya reseñadas hasta la ruleta rusa, las amenazas a familiares, violaciones anales y golpes de todo tipo.
Hasta aquí el resumen de un resumen en el que, como siempre y más en estos casos, muchas acusaciones han sido suprimidas.
La publicación del informe en el Senado por parte de la demócrata Dianne Ferstein ha puesto en el disparadero a la CIA y a sus métodos. No es la primera vez. La agencia ya fue duramente criticada al no haber podido impedir los ataques del 11-S. También fue objeto de críticas al avalar con un presunto informe los entonces inexistentes vínculos entre el régimen iraquí de Saddam Hussein y Al Qaeda. Esta última reprimenda, políticamente interesada, invita a desmontar uno de los elementos que se intentan poner en el centro del debate: el de la responsabilidad exclusiva de una CIA «desbocada». ¿La misma clase política, periodística y judicial que avaló las torturas puede acusar a la agencia de haberse extralimitado? ¿Tenía que informar la CIA a los responsables políticos con pelos y señales sobre sus métodos de interrogatorio? ¿Cuándo, cuáles eran los límites? Preguntas cuya simple redacción evidencia el surrealismo del debate en cuestión.
Otro elemento sobre el que Washington quiere hacer girar la discusión reside en la supuesta eficacia o arbitrariedad de las torturas. Al punto de que el director de la CIA, John Brenan, se ha visto obligado a defenderse como gato panza arriba de la prosaica acusación de que «la CIA torturó pero no sirvió para nada». Cuando, más allá de las habituales justificaciones de la tortura, cualquier manual de contrainsurgencia recoge su uso como un mecanismo para generar terror y anular la personalidad, humana y por tanto política, del torturado. El propio Brenan no pudo confirmar si la información lograda por torturas no podría haber sido conseguida con otros métodos menos inhumanos. En su comparecencia de descargo, el director de la CIA se contradecía una y otra vez y ora reconocía extralimitaciones para defender a continuación que «los agentes hicieron lo que tenían que hacer».
Los responsables
Ello nos lleva directamente a la responsabilidad política. El informe analiza el programa de «interrogatorios reforzados» entre 2002 y 2007, bajo la presidencia de George W. Bush. El ex presidente republicano y sus dos administraciones son, sin duda, los responsables máximos. Sorprende, en este sentido, la contundencia desafiante del exvicepresidente Dick Cheney -cerebro de la «guerra contra el terror» de la era Bush-, cuando sostiene que «el informe está lleno de mierda. Le pedimos a la agencia que pusiera en marcha programas para atrapar a los bastardos que mataron a 3.000 de los nuestros el 11-S y que se asegurara de que no volvería a ocurrir, y eso es lo que hicieron». El propio Bush Junior ha sido igual de categórico al alabar a la CIA… para alabarse a sí mismo. Lo cual mitiga la sorpresa y denota el poco miedo que albergan, cierto es que justificadamente, a que tengan que saldar cuentas algún día.
Los cómplices
Y es que, ¿quién podría imputarles un delito si, llegado el caso -improbable, habida cuenta de la endogamia de estos dirigentes- hicieran escala en algún aeropuerto extranjero? Cuando lo más probable es que ese mismo aeropuerto habría sido utilizado en su día para trasladar a prisioneros para su posterior tortura.
El informe no identifica los centros de detención secretos ni los estados que colaboraron al albergarlos o al participar, con entusiasmo o con sobornos económicos a sus dirigentes políticos -las más de las veces con ambos- en la creación de esta extensa red mundial de traslado y ubicación de cientos de sospechosos sin derecho alguno y sometidos a torturas «legales».
Pero un análisis de las descripciones que el documento hace de algunos centros y países y anteriores investigaciones y filtraciones periodísticas permiten concluir la existencia de al menos nueve centros secretos de detención. Cuatro de ellos estarían en el Afganistán ocupado, entre ellos uno en la prisión de Salt Pilt. Además de otras dos prisiones secretas en Guantánamo (Cuba) y en Tailandia, destaca el hecho de que tres de los centros fueran ubicados en Europa Oriental. Todo apunta a que la capital de Rumanía, Bucarest, albergó otro de ellos. Polonia ya fue condenada en su día por la Corte Europea de Derechos Humanos de Estrasburgo por complicidad en torturas contra dos detenidos que fueron encarcelados probablemente en el centro secreto de Kiejkuty, en el nordeste del país. Hay más que fundadas sospechas de que la prisión secreta que albergó Lituania estaba ubicada en Antaviliai. No extraña, en este sentido, que el entonces jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, saludara a este bloque de países exsoviéticos como la Nueva Europa en contraposición al Viejo Continente, liderado por el Estado francés en su rechazo a la invasión de Irak en 2003.
Sin embargo, y con la excepción francesa, la complicidad de los países europeos con el plan de centros de detención secretos de la CIA fue un fenómeno generalizado. 14 países de la UE permitieron y acogieron hasta un millar de vuelos con prisioneros que eran trasladados y cuyo destino era ser torturados impunemente. Destaca la complicidad de Alemania y del Estado español al ceder sus aeropuertos para estos traslados. Italia y Macedonia ya han sido condenadas por ello por la Corte Europea.
Los diletantes
El presidente de EEUU, Barack Obama, es sin duda el principal responsable de la filtración, siquiera parcial, de esta denuncia de alcance mundial. Hace honor así, siquiera formalmente, a la promesa que realizó nada más llegar a la Casa Blanca en 2009 de que erradicaría la tortura. Es imposible certificar que esta haya desaparecido en los centros de detención bajo control de EEUU en el mundo, pero justo es reconocer que ya no tiene una pátina legal y que su uso más que paralegal bajo Bush ha sido denunciado. Pero a partir de ahí poco, o nada, más.
Así como Obama prometió a su vez que cerraría Guantánamo -algo que sigue sin cumplir seis años después-, el inquilino de la Casa Blanca no ha renunciado a otros instrumentos (bombardeos con drones, ejecuciones extrajudiciales, espionaje electrónico mundial…) instaurados en la «guerra al terror» iniciada por Bush.
Así, no extraña que la Administración Obama haya descartado totalmente la posibilidad -exigencia, recuerdan los grupos de derechos civiles- de llevar a los responsables a los tribunales.
Consecuencias
En el ámbito interno, el hecho de que el establishment de los republicanos, liderado por el exrival de Obama John McCain, haya aceptado la publicación de la denuncia -solo criticada por sus principales responsables y por los sectores más extremos del Old Party- apunta a un consenso bipartidista en este. y en otros, temas.
En el ámbito internacional, los aliados de EEUU ponen el acento en la capacidad de Washington de entonar el mea culpa (siempre que no tenga consecuencias penales). Sus detractores recordarán, justamente, la hipocresía de un país culpable que se permite el lujo de dar lecciones, incluso bélicas, al resto del mundo.
Pero no parece que la sangre vaya a llegar al río. EEUU cubrió el cupo de lo inaceptable a ojos del mundo árabe y musulmán hace años. Un informe no va a añadir nada. Y menos cuando los regímenes de ese mundo árabe, desde el Marruecos de Mohamed VI hasta la Siria de Al-Assad, y desde la Jordania de Abdallah hasta la Libia del ajusticiado Gadafi albergaron centros de tortura de cientos de detenidos por EEUU. A lo que se ve el consenso era total y no conocía fronteras ni era cuestión de bloques. Y no lo es. La tortura tiene muchos ejecutores, cómplices, responsables… y diletantes. Como Obama.