Estas nuevas movilizaciones multitudinarias y multirraciales anuncian que ha llegado la hora de desatar el nudo entre el sistema político y los privilegios de raza en Estados Unidos.
Pocas imágenes reflejan la ambigüedad del momento que vivimos como la foto de un activista de Black Lives Matter, en las protestas del 13 de junio de 2020 en Londres, cargando al hombro a un racista blanco que había sufrido una herida y necesitaba socorro. La determinación del hombre negro de salvar la vida del herido es férrea. El dolor del hombre blanco, quien minutos antes buscaba interrumpir las protestas de BLM, es igualmente palpable. Atrás, con una mirada seriamente femenina, una activista negra rodeada de policías observa lo que está sucediendo. No es la primera foto de este tipo que vemos. A través del todo el mundo, pero particularmente en Estados Unidos, hemos visto escenas similares. Todas tienen como trasfondo la movilización de contingentes multicolor de personas en repudio a la brutalidad policíaca y el asesinato vicioso de personas minoritarias. Lo que la foto del activista de BLM en Londres refleja es algo peculiar: vivimos una época de mucha ambigüedad del concepto de raza. Algo muy profundo lo está desvaneciendo.
Recientemente, pude participar en una reunión entre miembros de organizaciones de derechos civiles, incluyendo simpatizantes de BLM, y la alta oficialidad de la policía de Manchester, Connecticut, una ciudad que ha sido, por mucho tiempo conocida como “Klanchester”. La reunión no podía ser más oportuna. Además de las continuas manifestaciones en contra de la brutalidad policíaca a través del país y a nivel local, esta ciudad mayoritariamente blanca del mencionado estado norteño (que exhibe una segregación más marcada que muchos lugares del Sur), fue escenario en abril del asesinato de un joven puertorriqueño por un grupo especializado de asalto. Como otras tantas otras víctimas de las acciones violentas de policías racistas, el joven estaba desarmado. Recibió, sin advertencia alguna, la andanada de cuatro balazos simultáneos mientras salía de la casa de su mamá. Como en un paredón de fusilamiento. Había violado los términos de su libertad supervisada, padecía de enfermedades mentales y durante la pandemia se había refugiado en el sótano de la casa en que vivió con su familia antes de su encarcelamiento. La población de Manchester en 2020 es 72% blanca, según el Censo. La población negra e hispana asciende a 27%. Cerca de 80% de los policías son blancos. Solo hay 20 mujeres en la fuerza.
La reunión fue una experiencia única para mí. Quizás lo que más me llamó la atención fue escuchar policías blancos hablando, a regañadientes, de la efectividad del mensaje de BLM en su movilización de una amplia diversidad de sectores. Esto ocurre, explicó uno de los altos oficiales, porque la juventud blanca ha tomado el mensaje de la valía de las vidas negras y lo ha llevado a lugares en que nunca había llegado: al interior de importantes comunidades blancas. Hay que saber escuchar a los adversarios, pensé al auscultar a los policías. La juventud blanca contemporánea, a pesar del peso de los odios y prejuicios heredados de sus padres, ha roto filas con la identidad de privilegio que le reconoce la sociedad y ha conectado con el polo o determinación opuesta. Eso, que yo sepa, no había pasado nunca de manera tan masiva en Estados Unidos, ni durante la Guerra Civil ni durante las movilizaciones por los derechos civiles en la década de los sesenta. Y en este país, como indicara José Martí en sus crónicas sobre Norteamérica, lo que asombra es siempre el tamaño, la cantidad, el resultado súbito de la actividad humana en masa. Pero eso es material para otro artículo. Adelantamos, sin embargo, que el tipo de movilización antirracista que estamos viendo en las calles de lugares como Manchester, profundamente multirraciales y multiétnicas, fue lo que Malcolm X contempló como vehículo para superar el sistema de dominación racial. El tiempo lo reivindicará: Malcolm es el autor intelectual de la época que estamos viviendo.
Por ahora lo que quiero puntualizar es lo siguiente. La movilización sin precedentes de personas de diverso origen racial y étnico con un objetivo común, que es lo que estamos viendo, ocurre después de casi dos décadas en que incluso las fuerzas progresistas pusieron en primer plano la lucha por la afirmación de la identidad. Y en ese proceso, no han faltado los intentos de absolutizar una u otra identidad, tanto en la izquierda como en la derecha. Sin lugar a duda, la violencia actual de los racistas blancos en Estados Unidos está ligada a eso. Se ven con “igual derecho” a afirmar su identidad y a imponerla como la norma universal a la fuerza. Esto no es lo que ha ocurrido entre las fuerzas progresistas. La movilización pacífica y el mensaje de contenido profundo ha sido la norma en nuestras columnas.
¿Por qué esto último? Pues por el papel destacado de las movilizaciones, pocos años atrás, de las mujeres en contra de la violencia machista. Habrá que estudiarlo más a fondo, pero yo creo que esas movilizaciones crearon los cuadros de mujeres que hoy, enfrentada la sociedad a la violencia policíaca descontrolada, dirigen maravillosamente las protestas en todas partes. ¿Puede usted encontrar en la sociedad un grupo más desoído, maltratado y estropeado por la policía que las mujeres víctimas de violencia de género? Puede intentarse, como hace el sistema, destacar la diversidad de condiciones de vida y sociales entre las mujeres blancas y negras, para mantenerlas divididas; pero de que ellas saben que los aparatos policíacos, dominados por los hombres, caen sobre todas las mujeres con brutal rigor, no le quepa duda a usted. La historia es astuta, decía Marx. Tanto jodieron a las mujeres, tanto las desoyeron y tanto las maltrataron, que ahora han asumido el liderato de un movimiento que busca universalizar, de manera pacífica, el reclamo a una sociedad más justa y menos violenta, sin el veneno racista. Es el paso del reconocimiento de la identidad abstracta a la afirmación de la universalidad concreta, síntesis de determinaciones opuestas.
Conviene aquí recordar los escritos de Marx acerca de la Guerra Civil en Estados Unidos. En ellos, escribiendo para el New York Daily Tribune entre 1861 y 1862, Marx tomó partido a favor del Norte en el conflicto militar con el Sur. La cuestión fundamental, insistió él en las páginas del diario, era la esclavitud. Los intereses esclavistas, según su punto de vista, se habían apropiado ilegítimamente del aparato estatal creado por la Revolución norteamericana y lo habían convertido en un instrumento de la esclavitud. Por más de medio siglo, habían impedido que el gobierno burgués más avanzado del mundo prosiguiera su curso normal en la historia. Marx escribía bien y cuando tomaba partido por una causa lo hacía con una pasión admirable. El triunfo del Norte abrió el camino para el rápido desarrollo del sistema industrial en el país.
No voy a entrar en si Marx debió de haber frenado en algo su visión positiva del futuro de la sociedad estadounidense, así como de la integridad del esfuerzo militar de la Unión. Sabemos que ya en 1862 se contemplaba que, al finalizar la Guerra Civil, las tropas unionistas se embarcarían en la fase más intensa de genocidio de las naciones originarias, a favor de los intereses ferroviarios y capitalistas. Vino una carnicería peor que la de la Guerra Civil misma. Lo que sí quiero puntualizar es que la visión expuesta por el fundador del socialismo científico no era compartida enteramente por su más cercano colaborador: Federico Engels. Este, contrario a Marx, creía que el dominio del sistema federal por los poderes esclavistas entre 1830 y 1860 no fue, en su totalidad, el resultado de una aberración histórica. Ya pasados los días en que había que agitar con entusiasmo a favor del triunfo del Norte, Engels se expresó abiertamente sobre el tema.
¿Qué visión tenía Engels? Pues que la dominación racial era un elemento constitutivo fundamental de la revolución burguesa estadounidense, algo difícil de superar. Un defecto congénito. Obviamente, Engels pudo ver lo que sucedió después de la abolición formal de la esclavitud, el hecho de que esta se restableció en el Sur bajo otras formas. Así, en sus comentarios sobre la situación en 1877, dijo Engels: «Y lo específico del carácter propiamente burgués de esos derechos del hombre es que la Constitución de Estados Unidos –la primera que los ha reconocido– confirme simultáneamente la esclavitud de las gentes de color existentes en Estados Unidos: mientras se condenan los privilegios de clase se santifican los de raza». Palo que nace torcido…
No es este el lugar de extendernos. Ni la Guerra Civil ni el movimiento a favor de los derechos civiles en la década de los setenta del siglo XX suprimieron la validez de la afirmación de Engels. Todavía hoy, en 2020, no hay un solo párrafo en la Constitución de Estados Unidos que afirme de manera directa el reconocimiento de la igualdad entre las razas. Todo está dicho de manera indirecta en estatutos y casos, marcados por una tremenda ambigüedad. La píldora venenosa del privilegio de raza habita todavía en el lenguaje de esa Constitución.
Y es a eso a lo que vengo. Son estas nuevas movilizaciones, con su amplia diversidad de actores y actoras, con la participación de gente blanca, de negros, hispanos, mujeres y hombres, las que anuncian que la hora de desatar el nudo entre el sistema político y los privilegios de raza en Estados Unidos ha llegado. No se trata de lanzar una profecía al aire. En la ambigüedad actual del concepto de raza, frente a la diversidad del movimiento, se encierra el momento de su superación.
Rafael Rodríguez Cruz es activista por los derechos civiles (Estados Unidos).