La fábrica china de procesamiento de pescado que abrió en Gunjur en 2016 sigue encontrando el rechazo frontal de activistas locales.
Para Peter Sagna, un chaval de 23 años que trabaja en un pequeño negocio de carga de batería de móviles en el área portuaria de Gunjur, un pueblo pesquero de Gambia, la llegada de la factoría china a la localidad en 2016 ha traído más cosas buenas que malas. “A lo mejor es cierto que no es lo mejor para el agua, pero hay cosas más importantes. Yo pienso que da trabajo a bastantes personas y que en el mar hay suficientes peces para todo el mundo”, dice. John Mendy, otro joven de 25 oriundo del pueblo y empleado como conserje en un hotel de la zona, escucha y contradice: “Yo creo que está sobreexplotando nuestros recursos y contaminando el agua, lo que va en detrimento de nuestras vidas. Si te fijas, los chinos que trabajan en la fábrica van siempre con trajes especiales y con mascarillas. No sé cómo de malo es lo que están haciendo, pero es seguro que no puede ser bueno”.
La factoría de la empresa Golden Lead de Gunjur sobre la que Sagna y Mendy discuten es una de las tres fábricas de procesamiento de pescado chinas que hay en Gambia. Se instaló en el pueblo con una concesión para 99 años a principios de 2016, sólo unos meses antes de que el país abrazara con esperanza la llegada de la democracia tras más de dos décadas con el exdictador Yahya Jammeh en el poder. Pero las primeras quejas vecinales no tardaron en llegar. Aquellas voces acusaban a los chinos de contaminar el agua y la reserva natural de Bolong Fenyo, un amenazado ecosistema riquísimo en especies autóctonas. Después se unieron activistas, pescadores, agricultores, jóvenes comprometidos con su entorno. Afirmaban que la fauna marina estaba en peligro y era indispensable para la seguridad alimentaria local: pese a que el sector sólo aporta alrededor del 2% del Producto Interior Bruto, cada gambiano consume de media unos 29 kilos de pescado al año, 9 kilos más que el promedio mundial.
Gambia, cuya población apenas llega a los 2,7 millones de personas, es el país más pequeño de África sin contar los estados insulares y está completamente rodeada por Senegal salvo por su salida al Atlántico. Tiene una superficie acuífera de 2.100 kilómetros cuadrados y 70 kilómetros de litoral, con unos recursos pesqueros abundantes: la corriente de agua dulce del estuario del río, que comparte nombre con la nación y la cruza de punta a punta, atrae a numerosas especies, sobre todo sábalos y sardinelas, para su alimentación y desove. Pero esta abundancia ya no llega a todos. “Aquí, en Gunjur, se está poniendo muy caro comprar pescado. Antes era casi gratis: la mayoría de nosotros sólo tenía que ir al mar y cogerlo. Ahora te cobran hasta 70 dalasi (alrededor de un euro) por dos o tres peces. Hay gente que no siempre puede pagarlo”, dice Musa Bojang, biólogo de 31 años, activista y presidente del Gunjur Youth Movement, una organización local conocida por su frontal oposición a la factoría asiática.
Según las cifras del Banco Mundial, el 53% de los gambianos vive bajo el umbral de la pobreza. Además, Naciones Unidas sitúa este país en el puesto 174 de su Índice de Desarrollo Humano, una lista que incluye 193 estados. En este contexto, China se ha convertido en unos de sus principales socios comerciales. En 2021, último año del que hay registros, Gambia exportó productos por valor de 7,67 millones de dólares al gigante asiático, que fue el mejor socio comercial tras Mali. Hace 15 años, la cifra no alcanzaba los 40.000 dólares. Y en importaciones, algo parecido: las compras ascendieron a 53,9 millones, el número más elevado tras Togo y Costa de Marfil. Pero esta mejoría, prosigue Bojang, no llega a la gente de a pie. “Al principio, los encargados de la fábrica prometieron crear empleo, pero sólo querían a gente sin estudios, con sueldos bajos. Y ahora sólo contratan a extranjeros; personas con mejores barcos, que no viven aquí, que no protestan, que no se preocupan por los recursos”, lamenta.
En continuo pie de guerra
La subida del precio del pescado y el empleo precario no son los únicos motivos de quejas, pues Musa Bojang también denuncia la continua contaminación del mar por parte de la fábrica. “Cogen lo que necesitan, lo transforman mediante un proceso químico y los restos, productos muy nocivos, lo vierten en el agua. La contaminación causa un desequilibrio en el ecosistema y esta es un área de conservación”, dice el biólogo, que también ejerce como profesor en un colegio de secundaria de Gunjur. La fábrica de Golden Lead, que se ha justificado en muchas ocasiones diciendo que opera ateniéndose a las normas vigentes en el país, fue condenada en 2019 a pagar 25.000 dólares por verter residuos en el mar. También se le ordenó tomar medidas inmediatas para el tratamiento de estos restos y retirar del mar las tuberías de deshechos. “No lo hicieron, así que fuimos y las rompimos nosotros. Usamos nuestras propias armas para defendernos”, reconoce Bojang.
Las autoridades locales arrestaron al biólogo y a varios de los compañeros que participaron en esta acción, quienes permanecieron encarcelados unos cinco días hasta que pagaron la fianza. Y ahora, los activistas afirman que no se fían de quien, se supone, tiene que velar por sus intereses. “Nadie nos hace caso. Protestamos, por ejemplo, por los malos olores que provoca la fábrica y nos dijeron que viene del mercado o que Gunjur siempre ha olido así. También hemos contactado con el parlamento, pero tampoco está interesado en nuestra lucha”, prosigue Bojang. Y dice que, frente a los planes de expansión que ha mostrado la empresa china en los últimos años, no les queda más remedio que organizar iniciativas privadas. El movimiento que él preside ha agrupado una legión de alrededor de 100 voluntarios, todos vecinos del lugar, y ha plantado decenas de cocoteros en los aledaños de la factoría. “Es una forma de ganar nuestro terreno”, sentencia.
Jarah Toure y Araki Janko, dos mujeres que rondan la cincuentena, también saben lo que es plantar cara a la fábrica china. Ellas no son pescadoras, sino campesinas, y viven de sus pequeños huertos, como la mayoría de la gente en su país. No en vano, la agricultura supone el 25% del Producto Interior Bruto gambiano y emplea al 70% de la fuerza laboral del estado. Las tierras que cultivan ellas y otra veintena de mujeres colindan con la factoría. “Comenzamos a trabajar aquí en 2002, cuando no había prácticamente nada. Eran unos terrenos muy fértiles”, dicen en lengua mandinga. Por ello, afirman que se sorprendieron mucho cuando, hace unos meses, vino una autoridad local a decirles que debían ceder el territorio a la empresa asiática para un gran almacén a cambio de una pequeña compensación. Akia Darbae, otra agricultora, mayor que sus compañeras, interrumpe y dice: “Yo le respondí que, como viéramos a los chinos por aquí, les iba a golpear con la azada”. Las demás ríen.
Toure, Janko y Darbae afirman que esos huertos, prácticamente de subsistencia salvo algunos tomates, pimientos y cebollas que venden en los mercados, son lo único que tienen para mantener a su familia. Que algunas son viudas, y que los maridos de otras trabajan en el mar, donde el negocio empieza a ser menos lucrativo. Y que, cuando se enteraron de las intenciones de la empresa, contactaron con grupos medioambientales locales como el que preside Bojang. La presión legal que ejercieron logró detener las intenciones de los responsables de la fábrica. “Ahora no nos fiamos del agua del pozo para regar; a menudo está sucia. Nos han dicho que puede estar contaminada”, finalizan las mujeres. Como ellas, muchos habitantes de Gunjur temen que su futuro esté comprometido por una historia que, todavía en ciernes, fue llevada al cine; lo hizo un documental presentado en la Festival de Cine Africano de Tarifa. Pero, desde entonces, más detenciones, más vertidos y más protestas. “No nos vamos a rendir. Es nuestro pueblo”, finaliza Bojang.