La actual geopolítica de los Estados Unidos implica el reconocimiento del estado de La Florida como el territorio con mayor peso en el desenvolvimiento general del poder desenvuelto por la Casa Blanca en su lógica de intervención externa y de voluntad imperial. Implica también el renovado reconocimiento de que Estados Unidos tiene un “destino manifiesto” sobre el Caribe.
Este segundo mandato de Donald Trump es la consolidación de un proyecto que tuvo su inicio hace ya unos quince años, y que entre otros aspectos está destinado a convertir a La Florida en el eje central del Partido Republicano. Desde este año, plantea además la construcción de un territorio político preponderante a nivel nacional y, más a largo plazo, busca transformarlo en un centro neurálgico del poder global.
Miami, Palm Beach, Orlando, Disney World… Varios factores y condiciones influyen para convertir a La Florida en un modelo de crecimiento económico y de multiculturalismo, y en el que un papel no menor está dado por la participación y la inserción de aquellos inmigrantes llegados, sobre todo, desde Cuba y Venezuela y, últimamente, también desde Colombia, y que se han incorporado a las filas del partido Republicano y a distintas expresiones de la ultraderecha bajo el interés explícito de combatir a los gobiernos de izquierda en sus países de origen.
Pero lo que prepondera, sobre todo, es la construcción de un imaginario social vinculado al ocio, al hedonismo, al hiperconsumismo, a la frivolidad y, fundamentalmente, al éxito, en gran medida, propiciado por la facilidad para hacer emprendimientos lucrativos y negocios de todo tipo (incluyendo, claro está, aquellos vinculados con el narcotráfico y con otros mercados de lo ilícito).
Por su historia y por su presente, por ser una puerta de entrada de las numerosas corrientes migratorias provenientes de las diversas naciones latinoamericanas y más aún, por ser una especie de laboratorio político de la derecha bajo la conducción del actual gobernador Ron DeSantis, la Florida ha devenido un escenario de poder creciente, en el que no casualmente, Donald Trump, un neoyorquino declarado, fijó su propia residencia en su fastuoso resort de Mar-A-Lago.
Por estas horas, Marco Rubio, el responsable del Departamento de Estado, es el floridiano con mayor poder dentro de la estructura de autoridades de la Casa Blanca pero, desde ya, no es el único. La fiscal general, Pam Bondi, y el malogrado asesor de seguridad nacional y actual representante de Estados Unidos en las Naciones Unidas, Mike Waltz también son originarios de este estado. En tanto que Susie Wiles, la influyente jefa de gabinete y quien probablemente sea la persona de mayor confianza del presidente, hizo buena parte de su carrera política en la Florida y suele ser aceptada como una representante más de ese prolífico territorio.
De igual modo, y a nivel parlamentario, es reconocida la influencia de algunos congresistas republicanos en los que también se reconocen sus antecedentes latinoamericanos, como son los casos de Mario Díaz-Balart, María Elvira Salazar y Carlos Giménez, en tanto que, desde el Senado, el ex gobernador de la Florida Rick Scott todavía es considerado como una alternativa válida para las próximas elecciones presidenciales de 2028.
Pero La Florida no sólo recibe inmigrantes, sino que también se proyecta al mundo, ya que un tercio de los embajadores nominados por Trump son originarios de este Estado, en lo que se considera el porcentaje más alto que cualquier otro estado haya producido en las últimas dos décadas. Sin ir más lejos, es el caso del médico y empresario de origen cubano Peter Lamelas, recientemente arribado a Buenos Aires para cumplir con sus funciones diplomáticas.
La confrontación con Venezuela es hoy un conflicto crucial para el futuro de la región, pero también para el posicionamiento internacional de los Estados Unidos y para la consolidación de una estructura política que aspira a sustentar el control hegemónico del enclave caribeño. En este contexto, el gobierno de Nicolás Maduro se ha convertido en el gran enemigo a derrotar para quienes declaman defender la democracia y luchar sin tregua contra el autoritarismo, la corrupción y el narcotráfico. Sin embargo, en los hechos, la cruzada antibolivariana ha posibilitado un injerencismo abierto y declarado como en Latinoamérica no se había visto en décadas.
Junto con Venezuela, la atención hoy está centrada en el resultado de las elecciones presidenciales en Honduras, en las que dos vertientes de la derecha no sólo consiguieron desplazar al partido oficialista LIBRE a un lejano y frustrante tercer lugar, con menos del 20%, sino que además buscan llegar al gobierno para desde ahí construir su alineamiento directo con Washington.
Trump expresó su preferencia por uno de los candidatos, el ultraconservador Nasry Asfura quien, según los últimos conteos, se encontraría por muy pocos votos por encima de Salvador Nasralla. Aparentemente, ese apoyo no se habría alcanzado sin la colaboración de consultores electorales muy vinculados con la extrema derecha latinoamericana, así como también por firmas dedicadas al lobby político surgidas en La Florida y con amplios contactos con el Partido Republicano.
La pasada alianza táctica de Nasralla con la izquierda hondureña en contra del ex presidente Juan Orlando Hernández, condenado por narcotráfico a 45 años de prisión en los Estados Unidos y ahora indultado por Trump, probablemente fue demasiado para las líneas rojas demarcadas por la Casa Blanca, que llegó a calificar a este candidato como “comunista” y, en definitiva, como poco confiable para las aspiraciones hegemónicas de Washington en la región.
Hoy lo que está en juego en Honduras no es solamente la vinculación estrecha con Estados Unidos, sino la relación de Honduras con China, cuyo establecimiento formal se concretó en marzo de 2023, posterior a la ruptura del diálogo con Taiwán. En el medio, también se encuentra la explotación de diversos recursos naturales y, principalmente, el mantenimiento de la estratégica base militar de Palmerola, un puesto de avanzada en el Caribe dirigido por el Comando Sur, y al que el gobierno de Xiomara Castro amenazó con cerrar si Trump avanzaba con su política de deportaciones en contra de ciudadanos hondureños.
Pero la indefinición en los resultados electorales sugiere que no todo está cerrado y que todavía ambos candidatos de la derecha están en negociaciones para un futuro gobierno a ser compartido.
Luego de un intento deliberado de recuperación del Canal de Panamá a inicios del actual mandato de Trump, el horizonte de intervenciones de los Estados Unidos también alcanza a Nicaragua, pronta a ser excluida del acuerdo arancelario DR-CAFTA con un impacto enorme en la frágil economía del país centroamericano, así como también a Cuba, reingresada en la lista de países que apoyan al terrorismo y que apenas sobrevive a una política de embargo radicalizado y controlado desde el Departamento de Estado. Mientras que Haití enfrenta un nuevo proceso electoral de inciertos resultados cuando se debate en una guerra sin fin entre organizaciones violentas nutridas por el tráfico de armas desenfrenado y originado en La Florida.
Las amenazas se ciernen, además, sobre México, siempre bajo el reclamo de Estados Unidos de no atacar al narcotráfico con suficiente contundencia, lo que podría abrir la posibilidad a una intervención directa de la DEA o de grupos especiales con actuación directa en suelo extranjero. E incluso sobre Colombia, que se prepara para las próximas elecciones presidenciales del 8 de marzo de 2026, en las que se descuenta que Trump hará lo imposible para propiciar la derrota de la izquierda y de Gustavo Petro, y el triunfo de algún candidato afín al ex mandatario Álvaro Uribe.
Con el apoyo de los gobiernos de Costa Rica, Republica Dominicana, últimamente, también de Trinidad y Tobago y, sobre todo, del mandatario salvadoreño Nayib Bukele, la vocación por la supremacía en el Caribe apunta a una primera fase de control efectivo por parte de los republicanos de la Florida, dispuestos a valerse de la seducción política, de la extorsión económica e, incluso, de los recursos militares para cumplir con propósitos y objetivos no siempre explicitados.
Todo indica que el asedio al gobierno de Maduro es el primer paso concreto en esta ofensiva político-militar que apunta a recuperar el control definitivo del Caribe. A menos que, como en el caso de los experimentados prestidigitadores, la Casa Blanca apueste por una estrategia mucho más amplia, que posibilite que el efecto realmente deseado ocurra de manera subrepticia e inadvertida mientras nuestra atención se mantiene fija en otro punto y en otro escenario.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/2025/12/05/estados-unidos-nacion-caribena/


