El pasado 14 de noviembre, un día después de los terribles atentados de París reivindicados por el Daesh, el presidente francés, François Hollande, declaraba que se había producido un acto de guerra al que Francia iba a responder de manera implacable. Dicha declaración tenía la función performativa de borrar de un plumazo la historia reciente […]
El pasado 14 de noviembre, un día después de los terribles atentados de París reivindicados por el Daesh, el presidente francés, François Hollande, declaraba que se había producido un acto de guerra al que Francia iba a responder de manera implacable. Dicha declaración tenía la función performativa de borrar de un plumazo la historia reciente de la implicación militar francesa en numerosos conflictos de África y Oriente Medio, una operación imprescindible para legitimar el apoyo internacional a la causa geoestratégica de una potencia mundial que vive en guerra permanente (fuera de sus fronteras, eso sí), y a la que le viene grande la medida de sus pretensiones en un escenario global de competencia con otras potencias emergentes.
Dada la incapacidad de cada uno de los países de la UE con aspiraciones hegemónicas para jugar por sí sólo un papel a la altura de los retos que plantea esta competencia, el nuevo movimiento ofrece la oportunidad de aumentar la implicación de algunos de ellos y avanzar materialmente en estrategias de cooperación en seguridad y defensa cuyas bases, sentadas ya en el Tratado de Lisboa, toman cuerpo a un ritmo demasiado lento como para satisfacer los requerimientos de una UE que aspire a jugar un papel determinante en el nuevo equilibrio mundial, aunque sea como realidad subalterna. De paso, se trata también de apuntalar la disciplina interna, sin mucha contestación, por medio de medidas excepcionales con tendencia a convertirse en permanentes vía reforma de códigos penales (y eso no sólo en el país galo). El tratamiento de las protestas ante la Cumbre del Clima de París ha sido una buena muestra. El enemigo externo y el enemigo interno son un par de construcciones imprescindibles en la respuesta autoritaria y militarista que se extiende como respuesta a la(s) crisis que atraviesan al orden global. La tendencia está lejos de ser pasajera y anuncia, por el contrario, una dinámica de estado de excepción y de «guerra global y permanente» de la que escenarios como el sirio suponen un ejemplo trágicamente representativo y frente a la cual se hace urgente la articulación de una oposición capaz de señalar el carácter de la fase y emitir su «no a la guerra» en referencia a la naturaleza de esta, teniendo muy en cuenta, para ello, el propio papel de de nuestro país en el marco de las alianzas militares (y no sólo) en las que se inserta.
París llama a la ofensiva tirando de autoridad moral, no sólo en su papel de víctima sino en el de máximo exponente de los valores republicano-democráticos que definen a Occidente frente a la barbarie que amenaza. No es objeto de este artículo un repaso a la historia de la política exterior francesa después de un proceso de descolonización que se llevó a cabo asegurando la supremacía de la antigua metrópoli en los nuevos países supuestamente independientes, con continuas injerencias y apoyos a golpes de estado y dictaduras en función de sus intereses. Lo que parece relevante, para situar algunos hechos significativos antes de llegar al lugar donde ahora se dirige la intensificación de la ofensiva, Siria, es una breve mención a algunas de las intervenciones militares (Libia, Mali) decididas por los gobiernos de Sarkozy y Hollande en los últimos años, o simplemente respaldadas (Yemen), intervenciones en un área de las más importantes del mundo en cuanto a su valor estratégico para un capitalismo global en crisis (desde el sur del Mediterráneo hasta Oriente Medio pasando por el norte de África). Asimismo, conviene preguntarse por el papel que han jugado las mismas en el auge y fortalecimiento de los grupos terroristas que actúan en la zona y (a veces) dentro de las fronteras europeas. Pero antes, nos detendremos en un breve análisis de la situación global de competencia marcada por la crisis de hegemonía occidental, una competencia que se desarrolla, simultáneamente, en los planos político, económico y militar. No es muy útil separar dichos planos en un momento en el que, en la estela de la estrategia de EE.UU, Europa ha sido convertida en la primera línea de una nueva guerra fría contra Rusia y puente de lanzamiento de nuevas operaciones militares en África, Oriente Medio y hasta en la región de Asia/Pacífico. El TTIP contribuye, si no es que afianza definitivamente, esta posición subalterna de los países europeos.
1. La cuestionada hegemonía de Occidente. La OTAN y el TTIP como respuestas
La posición de Occidente, y nos referimos a EEUU y la UE, ante estos conflictos está determinada por la tendencia, ya atisbada desde principios de siglo, a no poder mantener su poder económico como elemento de dominio sobre los bloques rivales que han emergido en la última década, los BRICS, y especialmente China y Rusia. Esto ha dado lugar a diferentes estrategias de respuesta por parte de las potencias occidentales, concretamente EEUU, aunque hasta ahora sin demasiado éxito en revertir la situación. Además, o como consecuencia, la crisis financiera occidental de 2008 ha acentuado la pérdida de poder geopolítico norteamericano, y más aún con la situación de inestabilidad y recesión que ha provocado la falsa salida de la crisis en Occidente.
En esta situación es necesaria otra manera de afrontar la pérdida de competitividad comercial y de capacidad para la imposición de la normativa internacional de EEUU, es decir, de su posición de hegemonía económica mundial. La respuesta norteamericana, consecuencia obligada ante el fracaso de conseguir con la OMC un consenso internacional en materia de comercio, ha sido la propuesta de grandes acuerdos económicos multilaterales, de preferencialidad comercial con determinados países, que sitúen a EEUU como elemento común y aísle a las nuevas potencias rivales. Estos tratados son e l Trans-Pacific Partnership (TPP) y el Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP). Para entender cuál es el objetivo tras estos tratados, no está de más recordar la estrategia que sigue el Departamento de Estado de Estados Unidos desde finales de los años 90, conocida como Full Spectrum Dominance («Dominación del Espacio Total») y que incide en la superioridad absoluta de los EEUU, persiguiendo evitar el ascenso de cualquier otra potencia que pueda poner en peligro esta situación. Esta estrategia parece ahora un sueño de difícil consecución pero esto no ha hecho que haya dejado de ser, e incluso de forma más intensa, la referencia a la hora de diseñar en los modelos geoestratégicos norteamericanos. Visto desde esta perspectiva, el TTIP es el ala occidental de una estrategia mucho mayor y que engloba también al TPP (Tratado Transpacífico), el ala oriental. Ambos, junto con el Tratado de Comercio de los Servicios (TISA), se ponen al servicio de mantener el imperialismo norteamericano y crean un instrumento de enorme potencia dirigido contra las potencias emergentes.
Desde un punto de vista global, existen dos elementos comunes a los tres tratados mercantiles: por un lado su evidente carácter antidemocrático y por otro los países ausentes de las negociaciones. Los países BRICS (el grupo de los países emergente y donde se engloban los rivales al poder occidental: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) no forman parte de los países negociadores, pese a su importancia económica y demográfica. Más concretamente, el TTP excluye a China y el TTIP a Rusia. El objetivo geopolítico de ambos acuerdos es claro: debilitar la interdependencia económica de China con sus vecinos y debilitar la creciente interdependencia económica de la UE con Rusia.
Solo un país se encuentra presente en los tres, incluyendo al TISA: los EEUU. De esta forma, queda claro que una de las funciones principales de estos acuerdos no es crear consenso con respecto al comercio o a las inversiones internacionales, sino ser el elemento central del campo occidental, de manera que se establecen dos grandes áreas geopolíticas con núcleo en EEUU: una que aglutina al Pacífico y otra al Atlántico.
Tanto el TTIP como el TPP buscan contener el intento de los BRICS de crear un bloque económico alternativo al occidental, y ambos tienen una dimensión ideológica que no hay que menospreciar: encarnan los «sanos» valores occidentales (el libre comercio, la civilización, el estado de derecho, etc.), respecto a los valores extraños del «otro».
Ante esta situación, la respuesta de las dos grandes potencias BRICS, China y Rusia, principales objetivos de los tratados, no se ha hecho esperar.
La repuesta china es un acuerdo poderoso, con el nombre de Nueva Ruta de la Seda, cuyo vínculo son distintos proyectos de comercio, infraestructura e inversión con los países que hay entre China y Europa: infraestructuras integradas (carreteras, trenes de alta velocidad, oleoductos y puertos) que conecten China a Europa Occidental y el Mediterráneo de todas las formas imaginables . El objetivo geopolítico es la prosperidad de las regiones que atraviesan las versiones terrestre y marítima de la Nueva Ruta de la Seda, creando una red de interconexiones que asegure el control económico y militar de China con Asia, Europa y África y hacer del gigante asiático la punta de lanza de los emergentes BRICS. China abandona así su estrategia de perfil bajo en el escenario internacional, mantenida desde los tiempos de Deng Xiaoping, y encara un enfrentamiento abierto contra Washington.
Por su parte, Rusia se ha embarcado en la construcción de un nuevo nexo de transporte entre Asia y Europa: el Cinturón de Desarrollo Transeuroasiático Razvitie (TEPR), que está siendo desarrollado por los Ferrocarriles de Rusia (RZD) y tiene previsto comenzar en el Atlántico y terminar en el Pacífico. Este proyecto es similar en su concepción a la Nueva Ruta de la Seda china, al incluir una red de ferrocarriles, autopistas, redes de aviación y transporte fluvial, y pretende facilitar una nueva etapa para el negocio entre Asia Oriental y Europa, a través de diferentes rutas marítimas, la del antiguo Transiberiano o el denominado ‘puente de tierra de China’ a través de Kazajstán [1]. En otras palabras, Rusia está proponiendo la creación, bajo su control, de un nuevo Mercado Común Euroasiático, que atraiga a Alemania.
Esta doble estrategia de enfrentamiento a los planes comerciales de EEUU no es aislada sino que está coronada por una alianza entre Beijing y Moscú que se ha ido fortaleciendo con los años, especialmente con la iniciativa china de atraer los intereses rusos y alejarlos de los norteamericanos tras la descomposición de la URSS. Actualmente, es muy probable que esta asociación se refuerce al tiempo que intentan atraer a otras potencias euroasiáticas (India, Irán, etc.) y más cuando el enfrentamiento entre EEUU/OTAN y Rusia por Ucrania ha hecho que Vladimir Putin gire hacia el Este.
En el horizonte queda el objetivo final de la estrategia china. Atraer, a través de Rusia, a una Alemania que juega el papel decisivo, y que hasta ahora es más o menos neutral debido a sus contradicciones internas, hacia la creación de un eje Beijing-Moscú-Berlín [2] que definitivamente desplace a EEUU de su posición dominante en el escenario geopolítico mundial.
A la vista de estos elementos, cabría preguntarse ¿qué papel y qué intereses son los que impulsan a la UE a adoptar un papel de absoluta sumisión a EEUU?
El consenso a nivel europeo que se intenta aparentar respecto al TTIP y a la intervención en los conflictos no es real debido al riesgo que representa para determinados sectores, especialmente industriales, de que el TTIP conlleve un aumento del poder decisorio de las corporaciones y multinacionales. La novedad reside en que las grandes multinacionales y las élites que las dirigen ya no tienen en sus estados respectivos el garante principal de sus intereses. Han dejado de ser empresas nacionales para pasar a ser empresas occidentales, entendiendo Occidente como aquel espacio donde domina el orden neoliberal regido por el capitalismo financiero. El TTIP, y también el CETA (Tratado Económico y Comercial Integral entre la UE y Canadá), pretenden priorizar los intereses de las grandes empresas sobre los Estados, con la evidente pérdida de soberanía, nacional pero fundamentalmente ciudadana, que esto conllevaría. Por tanto, la firma del tratado induciría la necesidad adaptativa de terceros estados (la UE) a estas nuevas reglas productivas. Los intereses europeos quedarían reducidos a simples cuestiones mercantilistas, sin ninguna ambición política para contrarrestar el dominio americano, y en donde el papel desempeñado por los grandes estados y sus grupos industriales y financieros, frente a los demás, sería omnímodo.
Sin embargo, esto choca frontalmente con la estrategia de amplios sectores alemanes en torno al Euro. Si el sistema «neocolonial» europeo dirigido por Alemania es parte integrante del sistema imperial dirigido por EEUU, la debilidad del Euro es una condición indispensable para asegurar el control norteamericano pero una Eurozona en permanente recesión (o incluso una posible salida de la moneda única por parte de cualquier país) supondría una dificultad añadida en todo este esquema. Es por esto que EEUU podría plantear la necesidad de relajar la política de austeridad de Alemania en Europa, tomando como ejemplo las medidas económicas del gobierno americano, y la conversión del BCE al servicio del Bundesbank en una suerte de Reserva Federal que satisfaga las peticiones de Francia y Reino Unido. He aquí la contradicción para Alemania.
La realidad nos muestra que esta posición ambivalente alemana es un factor decisivo por el que luchan todos los actores implicados. Hace unos meses, la canciller alemana Angela Merkel visitó Beijing. Apenas aparecieron en prensa reseñas sobre esta visita ni sobre las conversaciones acerca de un proyecto poco conocido y que está avanzando rápidamente en estos últimos meses: una conexión ininterrumpida de ferrocarril de alta velocidad entre Beijing y Berlín. Su construcción atraerá el transporte y el comercio entre decenas de países a lo largo de su ruta, desde Asia hasta Europa. Al pasar por Moscú, podría convertirse en el integrador definitivo de la Ruta de la Seda china y quizás la pesadilla definitiva para Washington. Y la posición alemana será la que marque al conjunto de la UE, toda vez que a través de una Troika universalmente despreciada (Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional y Comisión Europea), Berlín está ya a todos los efectos prácticos dirigiendo Europa y quizás mirando hacia el Este.
Observando todo el proceso de construcción europea, la arquitectura de la moneda única y sus consecuencias para los países más débiles dentro de la UE, la crisis y las inmisericordes políticas con las que se ha afrontado, no puede sorprender que esta UE, la Unión Europea del federalismo autoritario esté dispuesta a convertirse en un eslabón subalterno al imperialismo norteamericano, siempre que sus elites, las de cada uno de sus países, tengan asegurados sus beneficios. Pero es que, además, el hecho de que la UE sea una creación de estados imperialistas es fundamental para situar hoy la actual legitimación posmoderna de la Unión Europea, como proyecto imperialista que esconde su papel sumiso respecto a EEUU.
Así, ante la crisis económica, ante la devaluación de las condiciones de vida de la clase trabajadora europea, se propone como única solución avanzar en la «integración», en la consolidación de los mecanismos de coerción que se ocultan tras la arquitectura europea. Frente a la amenaza de escisiones internas y la emergencia de «enemigos» externos, es necesario «preservar la civilización europea». En definitiva, se ofrece un discurso que obvia el detalle más relevante: la pérdida de la posición de dominio de las naciones europeas se debe fundamentalmente a la insignificancia de los Estados-Nación europeos por separado en el escenario mundial y este hecho está provocado por el propio proceso de construcción de una UE sin una estructura política: la UE de las desigualdades entre clases y países (que es la base de la obtención de beneficios al establecer una relación neocolonial Norte-Sur) y de las tensiones empresariales, bancarias y sectoriales entre distintos estados europeos.
Evidentemente, avanzar en una integración de este tipo es fundamental para que la UE pueda utilizar a los pueblos europeos y a sus renqueantes estados en la negociación geopolítica que se producirá de aquí en adelante.
Como no debemos olvidar que toda dominación imperialista se sustenta en dos patas (recordemos Bretton Woods), la económica y la militar, el denominar «la OTAN económica» al TTIP no es un menosprecio del papel fundamental a desempeñar por la Organización del Tratado del Atlántico Norte sino una forma de situar el aspecto comercial al mismo nivel que el militar. Al contrario, la OTAN está en plena actividad, básica para entender la importancia de las posiciones a afianzar para que la estrategia comercial esté respaldada.
El pasado verano, toda la estructura y las bases de EEUU/OTAN estuvieron a pleno rendimiento para preparar la «Trident Juncture 2015» (TJ15) «las maniobras más importantes de la OTAN desde el final de la guerra fría». Se llevaron a cabo en Italia (Trapani), España (Zaragoza) y Portugal (Tróia) desde el 28 de septiembre al 6 de noviembre de 2015, con más de 230.000 unidades terrestres, aéreas y navales y con las fuerzas especiales de 33 países (28 de la OTAN más 5 aliados): más de 35.000 soldados, 1400 aviones de guerra y 60 navíos de guerra. También participaron las 12 organizaciones internacionales más importantes, agencias de ayuda humanitaria y asociaciones no-gubernamentales, así como las industrias militares de 15 países para evaluar qué otras armas necesita la OTAN.
El objetivo de las maniobras era probar la «Fuerza de respuesta» (30.000 efectivos) y, especialmente, la «Fuerza de intervención rápida» (5.000 efectivos). En el flanco meridional, partiendo sobre todo de Italia, la OTAN ha ido preparando otras guerras en el norte de África y en Oriente Medio, como muestra el ataque que se produjo en Libia por cazas F-135 de EE.UU. En un comunicado oficial se informó de que a las maniobras también se suma la Unión Europea.
Además, como señalaba la prensa norteamericana el pasado mes de junio (New York Times, 13 de junio), el Pentágono se prepara para situar armamento pesado (carros de combate y cañones) suficientes para 5.000 soldados en Lituania, Letonia, Estonia, Polonia, Rumanía, Bulgaria y Hungría. Y mientras que Washington declara que no excluye instalar en Europa misiles nucleares con base en tierra, Kiev anuncia que podrían ser instalados en Ucrania misiles de interceptación de EEUU/OTAN, como en Polonia y Rumanía.
El TTIP complementa a nivel económico lo que hace la OTAN a nivel militar y estratégico. Si la OTAN es el actor global que apoya militarmente a los gobiernos para garantizar el acceso a recursos, sobre todo petróleo y minerales, a través de intervenciones militares con que lograr el control sobre estados a los que someten para, más tarde, expoliarlos y empobrecerlos (Somalia, Mali, etc.), el TTIP hace lo mismo con la economía, utilizando estándares compartidos e imponiéndolos con estrategias de guerra, tanto a países del exterior como del interior, en contra, incluso, de las poblaciones de la UE y los EE.UU.
Además, la imposición del TTIP supone la necesidad de incrementar los gastos militares y el desarrollo de la OTAN como «fuerza global «. Es de suponer que ante cualquier conflicto, sobre recursos (agrícolas, energéticos, naturales…), cambio climáticos, etc., la respuesta, será de carácter militar y esto requiere un aumento del gasto militar para la transformación de las «Fuerzas Armadas de los Estados de Europa». Por ejemplo, España ya está tomando un papel del liderazgo tanto dentro de la OTAN, con el mando de las Fuerzas Navales de Respuesta Rápida en 2015 y de las Fuerzas Terrestres de Respuesta Rápida y Desarrollo de las primeras fuerzas de muy alta disponibilidad en 2016, como dentro de la UE, al convertirse actualmente en el segundo país proveedor de tropas. Además, el objetivo declarado, y al que contribuirá decisivamente el TTIP, de que todos los países de la UE destinen al menos el 1% de su presupuesto anual al gasto en armamento sólo es cumplido actualmente por dos de ellos: España y Grecia.
Para la UE y para España, el papel asignado es convertirse en socio subalterno de la estrategia de dominación económico-militar de los EEUU, que refuerce y/o «supla» la defensa de los intereses norteamericanos en los distintos puntos del globo, reduciendo la influencia del eje China/Rusia. Conseguirlo implica como paso fundamental asegurar que Alemania acepta totalmente este papel, renunciando a sus relaciones con China y Rusia y subordinando su hegemonía económica a nivel europeo a la dominación comercial y militar de EEUU.
Pero para explicarlo con más claridad y en las palabras de uno de los «actores» que intervienen en este proceso, transcribimos diferentes fragmentos del discurso de Michel Barnier, Comisario de Mercado Interior y Servicios de la Unión Europea, pronunciado en el Center for Strategic and International Studies (CSIS) en Washington el pasado 12 de junio 2014 [3] .
«(…) En muchos casos, es indispensable respaldar esos instrumentos civiles con la capacidad de utilizar la potencia de fuego militar. De lo contrario, la diplomacia sigue siendo ineficaz. Por tanto, una PESC (Política Exterior y de Seguridad Común) creíble necesita una fuerte PDSD (Política de Defensa y de Seguridad Común). Europa sólo puede convertirse en un proveedor de seguridad creíble si también dispone de medios militares para actuar. Y para ser capaz de actuar sin depender en todo momento del apoyo de EE.UU.
Desafortunadamente, esto no es la realidad hoy en día. Durante muchos años, las naciones europeas han reducido constantemente su gasto en defensa y, para hacer las cosas aún peor, lo hicieron de forma no coordinada. Esto ha dado lugar a importantes deficiencias en las capacidades, que limitan la capacidad de Europa para actuar.
Para superar estas deficiencias y construir una capacidad de actuación, Europa tiene una sola opción: la cooperación y la integración.
Como expresó recientemente Arnaud Danjean, Presidente de la Subcomisión de Seguridad y Defensa del Parlamento Europeo: «Ninguno de nuestros Estados miembros, ni siquiera Francia o el Reino Unido, las dos potencias militares más fuertes, está en una posición por sí solo de hacer frente a los retos de seguridad actuales y las amenazas en Europa. Ninguno de nuestros Estados miembros, ni siquiera Alemania, la potencia económica más fuerte, está en una posición por sí sola para garantizar la competitividad de su base industrial nacional. Ninguno de nuestros Estados miembros, ni siquiera los más atlantistas, está en una posición para apoyarse eternamente en la protección de EE.UU.»
En pocas palabras: EE.UU. necesita una Europa fuerte. Y sólo una Europa unida tiene el potencial de ser fuerte. Una PESC, no una única PESC. Una Europa unida, no uniforme.
(…)Sabemos que la cooperación en defensa nunca es fácil, ya que alude a la soberanía nacional. Y que los países europeos tienen fuertes tradiciones nacionales que siguen siendo fuertes obstáculos a cualquier enfoque común.
(…)En el orden mundial del siglo XXI, EE.UU. y Europa se necesitan mutuamente más que nunca antes. EE.UU. necesita una Europa fuerte. Y Europa sólo puede ser fuerte si está unida, cuando la UE desarrolle una política común de defensa de gran alcance sobre la base de una amplia cooperación e integración.
Cuando Europa intensifique su capacidad militar y tecnológico estará en mejores condiciones de intervenir donde y cuando los EE.UU. no desee hacerlo, por ejemplo en África. Y ser un socio mucho más capaz en acciones conjuntas, como en Libia.
Europa y los EE.UU. forman un buen equipo. Lo hemos demostrado en el pasado y vamos a probarlo en el futuro. Empleando todas las armas de nuestro arsenal para construir nuestra asociación. Y haciendo frente a los desafíos de un mundo en constante cambio.»
Cabe recordar que e l artículo 42 del Tratado de la UE establece que «la política de la Unión respeta las obligaciones de algunos de sus países miembros, que consideran que su defensa común se realiza mediante la OTAN». Ya que 22 de los 28 países de la de UE son miembros de la OTAN está claro su protagonismo. El protocolo nº 10 sobre cooperación, establecido por el artículo 42, destaca que la OTAN «es el fundamento de la defensa colectiva» de la UE y que «un papel más fuerte de la UE en materia de seguridad y de defensa contribuirá a darle fuerza a una OTAN renovada».
Por lo demás, si Rusia y China responden moviendo sus fichas en el tablero de ajedrez comercial, tampoco van a la zaga en el terreno militar: ya en septiembre de 2013, junto con Bielorrusia, Rusia llevó a cabo las maniobras «Zapad 2013 (Occidente 2013), «cuyo escenario es la defensa de ambos países ante un ataque del escudo antimisiles de la OTAN». Muy poco después estallaría la crisis en Ucrania. En cuanto a la parte china, el ejecutivo de este país anunció el mismo año un incremento del gasto militar de nada menos que un 10,7%, 119.000 millones de dólares. Tampoco en este caso las dos potencias caminan por separado, siendo fundamentales los intercambios de tecnología militar. [4]
2.La guerra permanente
2.1.Libia y Mali (2011-2015)
La guerra de Libia supuso un desastre de consecuencias dantescas que podía haber sido perfectamente previsto para un país cuyo Estado a duras penas cohesionaba la diversidad de lealtades tribales que componían su realidad sociopolítica, mucho más compleja que el relato mítico establecido por quienes apoyaron la intervención de una alianza internacional, encabezada por Francia, Estados Unidos e Inglaterra, en términos de defensa de una sociedad civil democrática frente a los abusos de una tiranía. El gobierno español, dirigido aún por José Luis Rodríguez Zapatero, apoyó la intervención con tropas y un entusiasmo realmente desmesurado. El entonces vicesecretario general del PSOE, José Blanco, declaró que «no hay causa más justa que la defensa de la libertad y los derechos», por lo que hay que sentirse «orgullosos del papel de España en la intervención militar en Libia». Según el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, la guerra de Libia provocó 15.000 muertes sólo en los cuatro primeros meses de desarrollo. Pero los motivos de «orgullo» no habrían de agotarse en un plazo tan breve. Habría que esperar al supuesto final de la guerra para que el caos se desenvolviera en toda la dimensión que ha caracterizado a las consecuencias de otras intervenciones militares salvadoras, como la paradigmática de Irak, madre de barbaries y uno de las causas fundamentales de la extensión de los terrorismos, como reconociera Tony Blair.
Después de una «transición» imposible, el vacío de poder que dejó el depuesto y asesinado dictador libio, fue llenado, en parte, por jefes tribales y milicias locales que, cohesionadas antes por la lucha contra Gadafi, tardaron bien poco en enfrentarse entre ellas por el control de territorios y recursos como pozos petrolíferos. Actualmente, Libia vive una nueva guerra civil que desangra un país en el que operan dos Parlamentos rivales, cada cual con la lealtad de respectivos bloques armados que se reparten el control de las distintas partes del territorio. Una de las porciones del país está controlada por una coalición de la que forma parte el grupo terrorista Anshar al Sharia, cuyo nombre quizá suene de algo al ser su homólogo tunecino el autor del atentado (de los de nota a pie de página del periódico) en el que perdieron la vida doce personas en Túnez, el pasado 25 de noviembre. Esta organización no existía antes de 2011, año en que se fundó a partir de varias milicias y consiguió extenderse gracias al vacío de poder existente, a las armas provenientes de Qatar y a una política de proselitismo basada, entre otras cosas, en la asistencia social a la población. Una escisión de este grupo se ha adherido al Daesh y ha proclamado el califato en una ciudad de 100.000 habitantes en la que las escenas de decapitación que nos consternan se suceden habitualmente. [5]
Pero el auge yihadista no se reduce a la proliferación descontrolada de dichas organizaciones. Cabe recordar que, en 2011, los rebeldes apoyados por la «coalición internacional» nombraron gobernador militar de Trípoli a Abdelhakim Belhadj, veterano de la guerra en Afganistán contra los soviéticos y vinculado desde entonces a Al-Qaeda. No extraña mucho que tirando un poco del hilo se acabe siempre por topar, como causa eficiente, con el apoyo estadounidense a los «combatientes islámicos» en los años 80, aquellos aguerridos soldados elevados a la categoría de héroes en algún lamentable ejemplar de la filmografía norteamericana de la época. [6] En cualquier caso, la estrategia del caos había puesto firma a una de sus obras más deslumbrantes.
Las consecuencias de la gloriosa intervención en Libia no se reducen, por desgracia, a los límites de las fronteras de este país, no sólo porque en los campos de Ansar al Sharia se entrene a combatientes para luchar en Siria contra el régimen de Bachar al-Asad, sino, sobre todo, porque la desestabilización del norte de Mali está directamente relacionada con el caos inducido en el país mediterráneo.
Antes de la intervención en Libia, Mali era un país miserable, con una de las tasas de pobreza y de desempleo más altas del continente y con un Estado prácticamente desmantelado gracias a las políticas de ajuste estructural impuestas por el Fondo Monetario Internacional en los años 80, que incluyeron el deterioro de los sistemas educativo y sanitario, privatizaciones de sectores estratégicos que acabaron en manos de grandes empresas francesas como France Telecom y la imposibilidad de ejercicio de la soberanía alimentaria al obligar al país a especializarse en la producción de algodón para la exportación. Terreno abonado, en definitiva, para una inestabilidad que sólo habría de regarse «un poco». A partir de octubre de 2011, los tuaregs emigrados e integrados en el régimen libio comienzan a regresar a Mali cargados del armamento del desmantelado ejército y, al año siguiente, consiguen tomar el norte del país con el apoyo, entre otros grupos, de Al-Qaeda en el Magreb Islámico, que acaba por convertirse en la fuerza hegemónica. Así, después de la intervención en Libia, Mali no era sólo ya un país miserable, sino también un país estragado por la violencia.
La solución, por supuesto, no podía pasar por otra cosa que no fuera una intervención militar. En enero de 2013, Francia lanzó la Operación Serval, con apoyo de tropas africanas (sobre todo chadianas), para detener el avance de los grupos islamistas. Los bombardeos franceses no tardaron mucho en causar víctimas entre la población civil de las ciudades y es de suponer que, en contextos tales, no resulte tan fácil distinguir quiénes son los buenos y quiénes los malos, o que sea complicado para la población apreciar los sellos de civilización que diferencian a las bombas europeas de las armas de los bárbaros. Quién sabe si algo así no ayuda también a la cocción de eso que se suele denominar como «un caldo de cultivo».
Justo al mismo tiempo en que se bombardeaba el norte de Mali, con el rechazo de sectores activos de la sociedad malí, fuerzas especiales francesas se desplegaron en el vecino Níger para proteger… una mina de uranio. Níger es el quinto productor mundial de este mineral esencial para abastecer a las 58 centrales nucleares galas, de las que salen dos tercios de la electricidad que consumen los franceses, mientras que en torno a un tercio del uranio consumido procede de las minas del país norteafricano. Para este, uno de los diez países más pobres del planeta, el uranio supone un 70% de su exportaciones y sólo el 5% de su PIB. El negocio, desde luego, parece un tanto desequilibrado en favor de la beneficiaria multinacional francesa Areva, líder mundial en el sector de la energía nuclear y empresa denunciada por la contaminación producida en Níger y por las condiciones de seguridad en las que se encuentran los trabajadores de sus minas. No resulta tan descabellado pensar que las motivaciones francesas de seguridad se refieran, en última instancia, a la seguridad energética. No obstante, 600 soldados nigerinos participaron también en la protección de la mina que explota Areva contra sus propios intereses nacionales, lo cual puede ayudar a dar una idea aproximada del grado de soberanía que se gasta en las antiguas colonias francesas.
La Operación Serval duró hasta julio de 2014, cuando fue sustituida por una nueva, de carácter regional, que incluye el despliegue de tropas y logística, además de en Mali, en diversas posiciones situadas en Níger, en Burkina Faso y en Chad. En este último país, Francia mantiene una presencia permanente de tropas desde 1986, cuando lanzó la Operación Epervier para sostén de uno de los regímenes más sanguinarios del continente, el encabezado por el dictador Hissene Habré, cuyo «buen gobierno» se retrata someramente en el documental, dirigido por Isabel Coixet, Hablando de Rose. Del asesinato de 40.000 personas durante su gobierno no se derivó una intervención de las tropas presentes en defensa de la población. Tampoco ha despertado demasiadas inquietudes la continuación hasta la actualidad (a pesar del derrocamiento de Habré) de la dictadura en un país que produce 225.000 barriles diarios de petróleo. Por otra parte, la posibilidad de utilizar el territorio de Burkina Faso como base de operaciones de la estrategia neocolonial francesa expresa, con cierta crudeza, la pertinencia del golpe que acabó con el gobierno y la vida del presidente Thomas Sankara (conocido como el «che africano») en octubre de 1987.
La de «asegurar» esta región ha sido, desde siempre, una obligación de primer orden para la conservación de un «espacio vital» francés que permita mantener su papel específico en un mundo de competencia intensificada entre potencias (o de «imperios combatientes», como dice Rafael Poch). Las exportaciones francesas y la oferta de crédito a África se ha reducido en un 50% en 10 años, y las posiciones están amenazadas por competidores agresivos y eficaces. Francia pierde terreno y los que mandan saben más que nadie de eso, como bien atestigua un par de informes del año 2013: el Informe Vedrine (llamado así por el nombre del más significativo de sus autores, el ex-ministro «socialista» Hubert Vedrine) presentó a François Hollande una propuesta sobre lo que debía ser el papel de Francia en África, partiendo de la preocupante constatación de la implantación china en el continente, sosteniendo que «El Estado francés ha de centrar su política económica en el apoyo a las relaciones de negocios del sector privado y asumir plenamente la existencia de sus intereses en el continente africano«. Otro informe del mismo año, elaborado por el Grupo de Trabajo de la Comisión de Asuntos Exteriores y las Fuerzas Armadas, del Senado francés, lleva por título, sin duda elocuente, «Sobre la presencia de Francia en una África codiciada». [7]
Notas
[1] Bruzzone, M.G.: TTIP o Razvitie? Un’alternativa di sviluppo per una UE più autonoma dagli Usa. http://www.lastampa.it/2014/08/02/blogs/underblog/ttip-o-razvitie-unalternativa-di-sviluppo-per-una-ue-pi-autonoma-dagli-usa-QAETdIRc8KltsCALsUl5lM/pagina.html
[2] Chen, X.; Mardeusz, J.: China and Europe: Reconnecting Across a New Silk Road. http:// www.europeanfinancialreview.com/?p=4143
[3] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=186391
[4] Ferrero, A., Hacia una Europa neoimperialista, en Poch de Feliu, R., Ferrero, A. y Negrete, C., La quinta Alemania, Icaria 2013.
[5] http://www.ieee.es/Galerias/fichero/docs_opinion/2014/DIEEEO145-2014_Yihadismo_Libia_JJordan.pdf
[6] http://www.abc.es/20110831/internacional/abcp-nombran-jefe-militar-tripoli-20110831.html
[7] http://www.vientosur.info/spip.php?article8709
«Jaén, Ciudad Habitable»
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.