Traducido para Rebelión por Sinfo Fernández
El 27 de enero pasado, en una entrevista concedida al Times, el Presidente Bush aseguraba al mundo que «la tortura no es aceptable nunca, ni tampoco entregar a detenidos a países que practican la tortura». Maher Arar, un ingeniero canadiense nacido en Siria, se sorprendió al conocer esta declaración de Bush. Hace dos años y medio, funcionarios estadounidenses, sospechando que Arar era un terrorista, le capturaron en Nueva York y le enviaron a Siria, donde se le retuvo durante meses soportando interrogatorios brutales. Cuando Arar describió recientemente su experiencia en una entrevista telefónica, invocó una expresión árabe: «El dolor era tan insoportable que olvidabas hasta la leche que habías mamado del pecho de tu madre.»
Arar, de 34 años, licenciado por la Universidad McGil y cuya familia había emigrado a Canadá cuando era un adolescente, fue arrestado el 22 de septiembre de 2002 en el aeropuerto John F. Kennedy. Estaba cambiando de avión; había estado de vacaciones con su familia en Túnez y regresaba a Canadá. Arar fue detenido una vez introducido su nombre en la lista estadounidense de sospechosos de terrorismo. Se le mantuvo detenido durante los trece días siguientes, y funcionarios estadounidenses le estuvieron interrogando acerca de sus posibles lazos con otro sospechoso de terrorismo. Arar dijo que apenas conocía al sospechoso aunque había trabajado con su hermano. Arar, al que no se le hizo ninguna acusación formal, fue esposado de pies y manos por oficiales de paisano y transferido a un avión para ejecutivos. El avión voló a Washington, continuó hasta Portland, Maine, paró en Roma, Italia y después aterrizó en Ammán, Jordania.
Arar ha dicho que, durante el vuelo, escuchó como los pilotos y la tripulación se identificaban a sí mismos en las comunicaciones de radio como miembros de la «Unidad Especial de Traslados». De esa forma se enteró cómo los estadounidenses habían planeado trasladarle hasta Siria. Conocedor por sus padres de las prácticas brutales de la policía en Siria, Arar les rogó que no le enviaran allí, argumentando que sería torturado con seguridad. Sus captores no respondieron a su petición; en lugar de eso le invitaron a ver una película de espías que se pasó a bordo.
Diez horas después de aterrizar en Jordania, contó Arar, fue llevado a Siria, donde los interrogadores tras veinticuatro horas de amenazas empezaron a golpearle. Le golpeaban repetidamente las manos con cables eléctricos de cinco centímetros de grosor y le mantuvieron en una celda subterránea sin ventanas que a él le parecía una tumba. «Ni los animales podrían soportarlo», dijo. Aunque al comienzo trató de defender su inocencia, acabó confesando todo lo que sus torturadores querían que dijera. «Te limitas tirar la toalla», dijo. «Te conviertes en un animal que intenta sobrevivir».
Un año más tarde, en octubre de 2003, Arar fue liberado sin cargos una vez que el gobierno canadiense adoptó su causa. Imad Mustapha, el Embajador sirio en Washington anunció que su país no había encontrado vínculos entre Arar y el terrorismo. Arar, señaló, había sido enviado a Siria por órdenes del gobierno estadounidense al amparo de un programa secreto conocido como «entregas extraordinarias«. Este programa había sido concebido como medio para extraditar a sospechosos de terrorismo de un Estado extranjero a otro a fin de interrogarles y perseguirles. Los críticos al procedimiento afirman que el objetivo no declarado de tales envíos es someter a los sospechosos a métodos agresivos de persuasión que son ilegales en EEUU y que incluyen la tortura.
Arar está demandando al gobierno estadounidense por malos tratos. «Están enviando al exterior para torturar porque saben que la tortura es ilegal, ¿por qué, si es que tienen sospechas, no interrogan a la gente dentro de los límites de la ley?»
Las entregas tenían, en principio, un alcance limitado, pero tras el 11-S, cuando el Presidente Bush declaró una guerra global al terrorismo, el programa se extendió llegando a convertirse, según un antiguo funcionario de la CIA, en «una abominación». Lo que empezó siendo un programa que perseguía a un pequeño y discreto número de sospechosos -personas contra las que había peticiones de arresto del exterior- fue abarcando una amplia y mal definida población que la Administración denominaba «combatientes enemigos ilegales». Muchos de ellos nunca han sido acusados públicamente de ningún delito. Scott Horton, un experto en derecho internacional que ayudó a preparar un informe sobre esas entregas que fue difundido por la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York y por la Asociación de Abogados de esa ciudad, estima que desde 2001 se han entregado unas 150 personas. El representante Ed Markey, un demócrata de Massachussets y miembro del Comité Especial de Seguridad Interior, dijo que era imposible conseguir un número más preciso. «Le he pedido a la CIA que me diera el número de personas,» dijo. «Rechazan contestar. Todo lo que conseguí que dijeran es que están obedeciendo la ley.»
Aunque el alcance del programa de entregas extraordinarias no es bien conocido, varios casos recientes han mostrado que pueden estar violando la ley estadounidense. En 1998, el Congreso aprobó la legislación declarando que «la política de EEUU no es la de expulsar, extraditar, o cualquier otra acción que traslade a la fuerza a una persona a un país sobre el que hay razones sustanciales para pensar que la persona podría ser sometida a tortura, sin tener en cuenta si la persona está físicamente presente en EEUU».
Sin embargo, la Administración Bush ha argumentado que la amenaza lanzada por terroristas sin Estado que no distinguen entre objetivos civiles y militares es tan horrible que se requieren nuevas y severas reglas de batalla. Esta posición vista con perspectiva conformó el Nuevo Paradigma en un memorandum escrito por Alberto Gonzales, entonces consejero de la Casa Blanca, y en el que aparece: «concede una alta importancia a… la habilidad para obtener información de los terroristas capturados y sus patrocinadores de forma rápida para evitar nuevas atrocidades contra civiles estadounidenses», otorgando menos valor a los derechos de los sospechosos. También cuestiona muchas leyes internacionales de la guerra. Cinco días después de los ataques de Al Qaida sobre el Trade Center y el Pentágono, el vicepresidente Cheney, asumiendo el nuevo punto de vista, argumentó en el «encuentro con la prensa» que el gobierno necesitaba «trabajar a través de una especie de lado oscuro». Continuó Cheney: «…gran parte de lo que hay que hacer tendrá que hacerse de forma silenciosa, sin discusiones, utilizando las fuentes y los métodos de que disponga nuestra inteligencia si queremos tener éxito. Ese es el mundo en el que esos muchachos actúan. Y por eso va a ser vital utilizar cualquier medio a nuestro alcance para conseguir nuestros objetivos».
El programa de entregas extraordinarias tiene poco que ver con el sistema del procedimiento debido permitido con los sospechosos de crímenes en EEUU. En Europa, Africa, Asia y Oriente Medio, los sospechosos de terrorismo han sido a menudo abducidos por agentes estadounidenses encapuchados o enmascarados, forzados a subir a un avión Gulfstream V, como el que Arar describió. Este avión, que ha sido registrado por una serie de corporaciones-títere de EEUU, como Bayard Foreign Marketing, de Portland, Oregon, dispone de espacio autorizado para aterrizar en las bases militares estadounidenses. Cuando llegan a un país extranjero, entregan a los sospechosos, que desaparecen sin dejar rastro. No se proporciona abogados a los detenidos y no se informa a sus familias sobre su paradero.
Los destinos más comunes para entregar a los sospechosos son Egipto, Marruecos, Siria y Jordania, todos los cuales han sido citados en ocasiones por el Departamento de Estado por violación de los derechos humanos y son tristemente célebres por torturar a los sospechosos. Para justificar el envío de detenidos a esos países, la Administración parece apoyarse en una línea muy fina de lectura de una cláusula imprecisa de la Convención de Naciones Unidas Contra la Tortura (que EEUU ratificó en 1994), que requiere que existan «razones importantes para creer» que un detenido será torturado en el extranjero. Martin Lederman, un abogado que dejó la Oficina de Consejo Legal del Departamento de Justicia en 2002 después de ocho años, ha dicho: «La Convención no se aplica cuando piensas que, probablemente, el sospechoso no va a ser torturado, pero ¿cómo puedes estar seguro?. No es suficiente creer algo en estos casos. Por eso se han abierto varios caminos para tratar de ganar tiempo.»
Los funcionarios de la Administración estadounidense declinaron discutir el programa de entregas. Pero Rohan Guraratna, un experto de Sri Lanza en interrogatorios a sospechosos que ha consultado con varias agencias de inteligencia, argumentó que las tácticas duras «pueden salvar cientos de vidas.». Dijo: «cuando capturas a un terrorista puede que sepa cuál va a ser el paso siguiente que tiene que enfrentar, por eso puede ser necesario poner a un detenido bajo presión física o psicológica. No estoy de acuerdo con torturar físicamente pero a veces debe amenazarse con hacerlo».
La entrega es sólo uno de los elementos del Nuevo Paradigma de la Administración. La misma CIA está manteniendo a docenas de sospechosos de terrorismo de «gran importancia» fuera de la jurisdicción territorial de EEUU, además de los 550 detenidos estimados de la Bahía de Guantánamo. La Administración confirmó a la Comisión del 11-S las identidades de al menos diez de estos sospechosos -incluyendo a Jalid Sheik Mohammed, un alto operativo de Al Qaida, y Ramzi bin al-Shibh, un ideólogo jefe de los ataques del 11-S, pero se negó a permitir que los miembros de la comisión entrevistaran a los hombres y no quiso decir dónde los tenían. Hay informes que sugieren que los prisioneros de la CIA están siendo llevados a Tailandia, Qatar y Afganistán, entre otros países. A petición de la CIA, el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld ordenó personalmente que un prisionero en Iraq fuera escondido durante varios meses de los funcionarios de la Cruz Roja, y el general del ejército Paul Kern dijo en el Congreso que la CIA podía tener escondidos hasta a 100 prisioneros. Las Convenciones de Ginebra de 1949, que establecen normas sobre el trato de soldados y civiles capturados durante la guerra, ordena una inscripción rápida de los detenidos para que se pueda controlar el trato que reciben, pero la Administración argumenta que los miembros y seguidores de Al Qaeda, que no forman parte de un Estado con una infraestructura militar, no están cubiertos por las Convenciones.
El abandono de las leyes internacionales por parte de la Administración Bush ha sido justificado en términos intelectuales por abogados de élite como Gonzales, que es un licenciado de la Facultad de Derecho de Harvard. Gonzales, el nuevo Fiscal General, argumentó durante su confirmación en el cargo que la Convención de Naciones Unidas Contra la Tortura, que prohíbe el trato cruel, inhumano y degradante de los sospechosos de terrorismo, no se aplica en los interrogatorios de extranjeros que hace EEUU. Sorprendentemente, quizá la resistencia interior más firme ante ese pensamiento ha venido de gente que ha participado directamente en los interrogatorios, incluidos agentes veteranos del FBI y de la CIA. Sus preocupaciones son más prácticas que ideológicas. Años de experiencia en interrogatorios les han llevado a dudar de la eficacia de la coerción física como medio de extraer información fiable. Quieren advertir también que la Administración de Bush, que ha sacado a tantos prisioneros fuera de la esfera legal, quizá no pueda volver a introducirlos en ella. Al mantener a los detenidos de forma indefinida, sin abogado, sin cargo alguno y bajo circunstancias que podrían, hablando legalmente, «golpear la conciencia» de un tribunal, la Administración compromete sus oportunidades de condenar a cientos de sospechosos de terrorismo, o incluso a poder utilizarlos como testigos en algún tribunal del mundo.
«Es un gran problema», Jaime Gorelick, un antiguo vicefiscal general y miembro de la comisión del 11-S dice: «En la justicia criminal, o procesas a los sospechosos o les dejas libres. Pero si les has tratado de forma que no te va a permitir procesarlos, te encontrarás en el reino de la nada. ¿Qué haces entonces con esa gente?».
El procesamiento criminal de los sospechosos de terrorismo no ha sido una prioridad para la Administración Bush, que se ha centrado más en impedir otros ataques. Pero algunas personas que han estado durante muchos años luchando contra el terrorismo se están alarmando por las consecuencias imprevistas de esas medidas radicales de la Administración. Entre estos críticos está Michael Scheuer, un antiguo experto en contraterrorismo de la CIA que ayudó a establecer la práctica de las entregas. Scheuer dejó la agencia en 2004 y ha escrito dos críticas acerbas a la lucha del gobierno contra el terrorismo islámico bajo el seudónimo Anonimous, el más reciente de los cuales, «Imperial Hubris», ha sido un best-seller.
No hace mucho, Scheuer, que vive en Virginia del Norte, habló abiertamente por vez primera de que él y otros altos funcionarios de la CIA habían elaborado el programa a mediados de los noventa. «Se empezó con desesperación», me dijo. En esa época, era el director de la unidad que se ocupaba en la CIA del islamismo militante, cuya tarea era «detectar y desmantelar» operaciones terroristas. Su unidad pasó gran parte de 1996 estudiando cómo operaba Al Qaida; al año siguiente, Scheuer dijo que su misión era intentar capturar a bin Laden y a sus asociados. Recordaba «fuimos a la Casa Blanca», que entonces estaba ocupada por la Administración Clinton «y ellos dijeron ‘hazlo'». Añadió que Richard Clarke, que estaba a cargo del contraterrorismo en el Consejo Nacional de Seguridad, no le hizo advertencia alguna. «Resolved el tema vosotros mismos», me dijo. (Clarke no contestó cuando se le pidió que comentara esto).
Scheuer buscó el consejo de Mary Jo White, la antigua fiscal estadounidense del distrito sureste de Nueva York, quien, junto a un pequeño grupo de agentes del FBI, estaba siguiendo el caso de la bomba colocada en 1993 en el World Trade Center. El equipo de White obtuvo una orden de procesamiento contra bin Laden que autorizaba a los agentes estadounidenses a traerle a él y a sus colaboradores a EEUU para juzgarles. Desde el principio, aunque la CIA tuvo cuidado de seguir el proceso debido señalado por la legislación de EEUU con los sospechosos de terrorismo, no quiso divulgar secretos acerca de sus fuentes y métodos de inteligencia para evitar que se planteara un problema importante: los gobiernos extranjeros podían rehusar testificar en tribunales estadounidenses sobre cómo habían obtenido las evidencias por temor a que esa cooperación secreta con el gobierno estadounidense saliera a la luz (los gobiernos extranjeros a menudo se preocupan por las represalias de sus propias poblaciones musulmanas). La CIA se dio cuenta también de que otras agencias se interponían en su camino. Por ejemplo, en 1996 el Departamento de Estado puso un montón de obstáculos a un esfuerzo conjunto entre la CIA y el FBI para cuestionar la utilización de pasaporte diplomático por uno de los primos de bin Laden que estaba en EEUU, pasaporte que liberaba a su portador de cumplir la ley estadounidense. Describiendo la frustración de la CIA, Scheuer dijo: «Nos están convirtiendo en ‘voyeurs’. Sabíamos dónde estaban esas personas, pero no podíamos capturarlas porque no teníamos dónde llevarlas». La Agencia se dio cuenta de que «tenía que surgir una tercera parte».
La elección obvia, dijo Scheuer, fue Egipto. Al ser el mayor receptor de la ayuda exterior estadounidense tras Israel, se convirtió en un aliado estratégico clave y su policía secreta, la Mujabarat, tenía fama por su brutalidad. Egipto ha sido citado frecuentemente por el Departamento de Estado por torturar a los prisioneros. Según informe de 2002, los detenidos eran «desnudados y se les tapaba los ojos; se les suspendía del techo o del cerco de una puerta con los pies rozando el suelo; eran golpeados con los puños, con látigos, varas de metal u otros objetos; sometidos a descargas eléctricas; mojados con agua fría y asaltados sexualmente.» Hosni Mubarak, el presidente egipcio, que accedió al poder en 1981 después que el presidente Anwar el Sadat fuera asesinado por extremistas islámicos, estaba resuelto a castigar severamente el terrorismo. Sus principales enemigos políticos eran los radicales islamistas, cientos de ellos escaparon del país y se unieron a Al Qaida. Entre ellos estaba Ayman al-Zawahiri, un médico de El Cairo, que se fue a Afganistán y se convirtió al parecer en el lugarteniente de bin Laden.
En 1995, dijo Scheuer, agentes estadounidenses propusieron el programa de entregas a Egipto, dejando claro que tenían recursos para seguir la pista, capturar y enviar a los sospechosos de terrorismo global – incluyendo el acceso a una pequeña flota de aviones. Egipto abrazó la idea. «Lo que era chocante es que algunos de los miembros antiguos de Al Qaida eran egipcios», dijo Scheuer. «Servía a los propósitos estadounidenses que esa gente fuera arrestada, y a los propósitos egipcios que se los devolvieran donde pudieran interrogarles». Técnicamente, la ley estadounidense requiere que la CIA consiga «seguridades» de los gobiernos extranjeros de que no van a torturar a los sospechosos que les entregan. Scheuer me dijo que ese paso se dio pero que no estaba «seguro» de que hubiera documentos que confirmaran que se firmó un acuerdo en tal sentido.
Ese pacto secreto fue seguido de una serie de espectaculares operaciones encubiertas. El 13 de septiembre de 1995, agentes estadounidenses ayudaron a secuestrar en Croacia a Talat Fuad Qasem, uno de los terroristas egipcios más buscados. Qasem había huido a Europa una vez que se le vinculó con el asesinato de Sadat y se le había sentenciado a muerte en ausencia. La policía croata capturó a Qasem en Zagreb y lo entregó a agentes de EEUU que le interrogaron a bordo de un crucero en el Mar Adriático y le llevaron de vuelta a Egipto. Una vez allí, Qasem desapareció. No existe ningún archivo donde aparezca que fue juzgado. Hosa el-Hamalawy, un periodista egipcio que suele cubrir temas de derechos humanos, dijo «Creemos que fue ejecutado».
Una operación más elaborada se llevó a cabo en Tirana, Albania, en el verano de 1998. Según el Wall Street Journal, la CIA proporcionó al servicio de inteligencia albanés equipo diverso para que pudieran intervenir los teléfonos de los militantes musulmanes sospechosos. Se tradujeron al inglés las cintas con las conversaciones y los agentes estadounidenses descubrieron que contenía largas conversaciones con Zawahiri, el lugarteniente de bin Laden. EEUU presionó a Egipto para que les ayudara; en junio, Egipto emitió una orden de arresto contra Shawiki Salama Atiya, uno de los militantes. En los meses siguientes, según el Journal, las fuerzas de seguridad albanas, trabajando con agentes estadounidenses, mataron a uno de los sospechosos y capturaron a Attiya y a otros cuatro. Estos hombres fueron atados y llevados con los ojos vendados a una base abandonada, para posteriormente ser trasladados en avión hasta El Cairo para interrogarles. Attiya declaró más tarde que le habían aplicado descargas eléctricas en los genitales, que fue colgado del techo y que se le tuvo en una celda con agua sucia que le llegaba hasta las rodillas. Otros dos sospechosos, que habían sido sentenciados a muerte en ausencia, fueron ahorcados.
El 5 de agosto de 1998, un periódico en lengua árabe en Londres publicó una carta del Frente Islámico Internacional por la Jihad, en la cual amenazaba con represalias contra EEUU por la operación de Albania – en un «lenguaje que ellos entenderán». Dos días después, las Embajadas de EEUU en Kenia y Tanzania volaron por los aires, muriendo 224 personas.
EEUU empezó a entregar a sospechosos de terrorismo a otros países, pero el destino más frecuente siguió siendo Egipto. La cooperación entre los servicios de inteligencia egipcio y estadounidense era muy estrecha: por la mañana, los estadounidenses les daban a los egipcios las cuestiones que querían obtener de los detenidos, dijo Scheuer, y las respuestas estaban listas por la tarde. Los estadounidenses querían ser ellos mismos los que preguntaran de forma directa a los sospechosos, pero Scheuer contó que los egipcios se negaron. «No estábamos nunca en la misma habitación al mismo tiempo».
Scheuer declaró que «había un cierto proceso legal» subyacente en aquellas primeras entregas. Que cada sospechoso que era atrapado era declarado culpable en ausencia. Antes de que se capturara a un sospechoso, se preparaba un expediente conteniendo el equivalente a una hoja de acusación. El abogado legal de la CIA firmaba cada propuesta de operación. Scheuer dijo que este sistema impedía que personas inocentes se vieran expuestas a entregas. «Langley no nos permitía seguir adelante si no había algo sólido», dijo. Sin embargo, enfatizó, se prosiguió con las entregas por conveniencia – aunque no se pensaba que era la mejor entre las posibles políticas a seguir».
Desde el 11 de septiembre, como el número de entregas ha aumentado y cientos de sospechosos de terrorismo han sido depositados de forma indefinida en lugares como la bahía de Guantánamo, las deficiencias de este método se han puesto de manifiesto. «¿Vamos a mantener presa a esta gente siempre», preguntó Scheuer. «Los políticos no han pensado qué hacer con ellos y en lo que ocurriría cuando se supiera que estamos enviándoles a gobiernos que envilecen el mundo de los derechos humanos». Una vez que se han violado los derechos de un detenido, dice, «no puedes en absoluto» volverle a colocar en un sistema legal. «Tampoco puedes matarle», añadió. «Todo lo que hemos hecho es crear una pesadilla».
En un día desolado de invierno en Trenton, New Jersey, Dan Coleman, un ex agente del FBI que se jubiló el pasado julio debido al asma, se mofó de la idea de que un agente de la CIA estuviera ahora arrepentido por el tema de las entregas. A la CIA, dijo Coleman, le gustaron las entregas desde el principio. «Les encantaba que esos chicos desaparecieran de los libros y que nunca más oyéramos hablar de ellos» dijo. «Estaban orgullosos del sistema».
Durante diez años, Coleman trabajó estrechamente con la CIA en casos de contraterrorismo, incluyendo los ataques a las Embajadas en Kenia y Tanzania. Su estilo metódico de trabajo detectivesco, por el cual los interrogatorios tenían como objetivo fraguar una especie de relación con los detenidos, se quedó obsoleto tras el 11-S, en parte porque el gobierno trataba de conseguir la información lo más rápido posible para impedir ataques futuros. El método más paciente utilizado por Coleman y otros agentes había dado mayores éxitos. En los casos de las bombas colocadas en las Embajadas, ayudaron a condenar a cuatro operativos de Al Qaida entre 302 acusaciones criminales; los cuatro hombres de declararon culpables de cargos graves de terrorismo. Las confesiones obtenidas por los agentes del FBI, y el mismo juicio, que terminó en mayo de 2001, crearon un inestimable archivo público sobre Al Qaida, incluyendo detalles sobre sus mecanismos de financiación, su estructura interna, y su intención de conseguir armas de destrucción masiva (Por desgracia, los dirigentes políticos en Washington no le prestaron suficiente atención.).
Coleman es un político independiente con una mentalidad de ley y orden. Su hijo mayor es un antiguo ranger del ejército que sirvió en Afganistán. Incluso a él le molestó el Nuevo Paradigma de la Administración Bush. La tortura, dijo, «se ha burocratizado». Coleman dijo la política de entregas era ya nefasta antes del 11-S, pero después «se escapó de control». Explicó, «Ahora, en lugar de enviar gente a terceros países, los retenemos nosotros mismos. Cogemos a los sospechosos y los mantenemos bajo nuestra vigilancia en terceros países. Eso provoca un enorme problema», Egipto, señaló, por lo menos tenía un sistema legal establecido, aunque fuera cruel. «Había un proceso allí», dijo. «Pero, ¿cuál es nuestro proceso? No tenemos otro método que nuestras leyes – y hemos decidido ignorarlas. ¿Qué somos, como los hunos? Si no confiesas, ¿te vamos a matar?».
Coleman dijo que no había dudas, desde el momento en que se inició el programa de entregas, de que Egipto estaba torturando. Recordó el caso de un sospechoso que escapó a ese país cuando se colocó la primera bomba en el World Trade Center. EEUU pidió que se lo devolvieran y los egipcios se lo entregaron, envuelto de la cabeza a los pies en vendas, como una momia. (En otro incidente, un egipcio con lazos con Al Qaida que había cooperado con el gobierno de EEUU en un juicio sobre terrorismo fue atrapado en El Cairo y encarcelado por las autoridades egipcias hasta que diplomáticos estadounidenses consiguieron su liberación. Durante días le habían mantenido encadenado a un retrete con los guardias orinando encima de él.
Conociendo esas circunstancias, podía resultar difícil para el gobierno de EEUU justificar legalmente los envíos de sospechosos a Egipto. Pero Coleman dijo que desde el 11-S la CIA «estaba pensando en actuar bajo normas diferentes y en que había posibilidades fuera de la legalidad en ciertos países extranjeros». «Los agentes», explicó, «me dijeron que ellos tienen sus propios consejeros legales que raramente les dicen que no. Lo que hagas está bien hecho, mientras tenga lugar fuera de EEUU».
Coleman estaba enfadado de que los abogados en Washington estuvieran redefiniendo los parámetros en los que realizaban los interrogatorios en el área del terrorismo.»¿Ha intentado alguna vez uno de esos chicos hablar con alguien a quien se le ha quitado la ropa?», preguntó. «Se siente avergonzado, humillado y helado. Te dirá lo que quieras escuchar con tal que le devuelvas su ropa. No hay ningún valor en esa confesión». Coleman dijo que había aprendido a tratar incluso a los sospechosos más despreciables como si hubiera «una relación personal, aunque no puedas soportarlos». Dijo que muchos de los sospechosos que había interrogado esperaban que se les torturase y se quedaban sorprendidos al ver que tenían derechos bajo el sistema estadounidense. Aplicar a los detenidos el proceso legal debido les hace más colaboradores, no menos, dijo Coleman. También comprendió que el derecho a tener defensa legal convencía a los detenidos de cooperar con sus perseguidores a cambio de sus declaraciones. «Los abogados muestran a esos chicos que hay una vida fuera», dijo Coleman. «Está en la naturaleza humana. La gente no coopera contigo a menos que tenga alguna razón para hacerlo.» Añadió «la brutalización no da resultados. Sabemos eso. Además, pierdes tu alma.»
La redefinición llevada a cabo por la Administración Bush de los niveles de los interrogatorios se desarrolló casi completamente fuera de conocimiento público. Uno de los primeros funcionarios que ofreció indicios del cambio que se aproximaba fue Cofer Black, que estaba entonces encargado del contraterrorismo en la CIA. El 26 de septiembre de 2002 se dirigió a los comités de inteligencia de la Casa Blanca y del Senado, y declaró que el arresto y detención de terroristas era «un área altamente clasificada». Añadió «todo lo que se necesita saber es que hubo un antes del 11-S y un después del 11-S. Tras el 11-S, nos quitamos los guantes«.
Una serie de comunicados legales internos fue poniendo los cimientos para ese cambio – algunos se conocieron con cuentagotas, otros fueron publicados por grupos como el Centro de la Ley y la Seguridad Nacional de Nueva York. La mayor parte de los documentos eran generados por un pequeño grupo de abogados de línea dura nombrados políticamente en la Oficina del Departamento de Justicia de Consejo Legal y en la oficina de Alberto Gonzales, el consejero de la Casa Blanca. El jefe de los autores fue John C. Yoo, el ayudante del fiscal general de esa época. (un graduado en Leyes de Yale y un antiguo empleado del juez Clarence Thomas, Yoo enseña ahora derecho en Berkeley). Considerados en conjunto, los comunicados indicaban al Presidente que estaba casi libre de cualquier restricción para perseguir terroristas. Durante muchos años, Yoo fue miembro de la Sociedad Federalista, compañero de intelectuales conservadores que ven el derecho internacional con escepticismo y a los que el 11-S ofreció una oportunidad para llevar a la práctica sus ideas políticas en la Administración. Un antiguo abogado del Departamento de Estado recordó el compromiso de la Administración: «La Torres Gemelas aún ardían. La atmósfera era intensa. El tono en la cúpula dirigente era agresivo – y era comprensible. El Comandante en Jefe había utilizado las palabras ‘muerto o vivo’ y había jurado traer a los terroristas hasta la justicia o llevar la justicia hasta ellos. Había rabia.»
Tras el 11-S, Yoo y otros abogados de la Administración empezaron muy pronto a aconsejar al Presidente Bush que no cumpliera la Convención de Ginebra para tratar a los detenidos de la guerra del terror. Los abogados clasificaron a esos detenidos no como civiles ni como prisioneros de guerra -dos categorías de individuos protegidos por las Convenciones- sino como «combatientes enemigos ilegales». El epígrafe incluía no sólo a los miembros de Al Qaida y a sus seguidores sino a todos los talibanes, porque, como Yoo y otros arguían, el país era «Estado fallido». Eric Lewis, un experto en derecho internacional que representa a varios detenidos de Guantánamo dijo: «Los abogados de la Administración crearon una tercera categoría y la situaron fuera de la ley».
El Departamento de Estado, determinado a mantener las Convenciones de Ginebra, luchó contra los abogados de Bush y perdió. En un memorando de 40 hojas dirigido a Yoo con fecha 11 de enero de 2002 (que no ha sido publicado), William Taft IV, el consejero legal del Departamento de Estado, arguyó que el análisis de Yoo era «seriamente defectuoso». Taft le decía a Yoo que su visión de que el Presidente podía saltarse las Convenciones de Ginebra era «insostenible», «incorrecta» y «confusa». Taft rebatió el argumento de Yoo de que Afganistán era un «Estado fallido» que no estaba cubierto por las Convenciones. «La posición oficial de EEUU antes, durante y después de la aparición de los talibanes fue que Afganistán constituía un Estado», escribió. Taft le advirtió también a Yoo que si EEUU seguía la guerra contra el terrorismo fuera de las Convenciones de Ginebra, no sólo se le podrían denegar a los soldados estadounidenses la protección de las Convenciones -y por tanto ser perseguidos por crímenes, incluidos los asesinatos- sino que el mismo Presidente Bush podría ser acusado de «violación grave» por otros países y ser perseguido por crímenes de guerra. Taft envió una copia de su escrito a Gonzales, esperando que su desacuerdo llegara al Presidente. Unos días después, Yoo envió a Taft una amplia refutación.
Hubo más personas dentro de la Administración que se preocuparon al ver que los abogados del Presidente marcharan por un camino desviado. «Los abogados tienen que ser la voz de la razón y algunas veces tienen que poner el freno, no importa que el cliente quiera escuchar algo diferente», dijo un antiguo abogado del Departamento de Estado. «Nuestro trabajo consiste en hacer que el tren vaya por los raíles. No consiste en decirle al Presidente ‘Aquí tienes los caminos para saltarte la ley'». Continuaba: «No existe la condición de persona no cubierta por el paraguas de las Convenciones de Ginebra. No tiene sentido. Los protocolos cubren a los combatientes de todo tipo, desde guerras mundiales a rebeliones locales.». El abogado dijo que Raft urgió a Yoo y Gonzales para que advirtieran al Presidente Bush de que sería «considerado como un criminal de guerra por el resto del mundo,» pero Taft fue ignorado. Esto pudo ocurrir porque el Presidente Bush ya se había hecho una composición de lugar sobre las cosas. Según altos funcionarios del Departamento de Estado, Bush decidió suspender las Convenciones de Ginebra el 8 de enero de 2002 – tres días antes de que Taft enviase su memorando a Yoo.
Los pronunciamientos legales de Washington acerca del estatus de los detenidos fueron elaborados de forma concienzuda para que incluyeran numerosas rendijas legales. Por ejemplo, en febrero del 2002, el Presidente Bush emitió una directiva escrita declarando que, aunque había determinado que las Convenciones de Ginebra no se aplicarían a la guerra contra el terror, todos los detenidos serían tratados «humanamente». Sin embargo, una lectura intensa de la directiva reveló que se refería sólo a los interrogadores militares – no a los funcionarios de la CIA. Esa excepción permitió que la CIA continuara utilizando métodos de interrogatorio, incluida la entrega, que se parecían mucho a la tortura. Además, en agosto de 2002, un memorando escrito en su mayor parte por Yoo, aunque firmado por el Ayudante del Fiscal General Jay S. Bybee, argumentaba que la tortura requería un intento de infligir sufrimiento «equivalente en intensidad al dolor que acompaña a heridas físicas serias, tales como el fallo de un órgano, el daño a una función corporal o incluso la muerte.» Según el Times, un memorando secreto emitido por los abogados de la Administración autorizaba a la CIA a utilizar nuevos métodos de interrogatorio – incluyendo «la inmersión en agua», por la cual un sospechoso es atado e introducido dentro del agua hasta casi ahogarse. El Dr. Allen Séller, el director del Bellevue/Programa de la Universidad de Nueva York para los supervivientes de la Tortura, me dijo que había tratado un número de personas que habían estado sometidas a esas formas de casi asfixia y argumentó que era sin duda tortura. Algunas víctimas continúan traumatizadas años después, dijo. Un paciente que tuvo no podía ducharse y sentía pánico cuando llovía. «El miedo a que te maten es una experiencia aterradora», dijo.
La justificación de la Administración para tratar con dureza a los detenidos parece haber pasado a toda la cadena de mando. A finales de 2003, en la prisión de Abu Ghraib, en Iraq, se tomaron fotografías que documentaban la situación de prisioneros sometidos a abusos denigrantes por soldados estadounidenses. Una vez que el escándalo se hizo público, el Departamento de Justicia revisó la estrecha definición de tortura esbozada en el memorando de Bybee, utilizando un lenguaje que prohibía de forma más clara los abusos físicos durante los interrogatorios. Pero la Administración ha luchado duro contra los esfuerzos legislativos para detener a la CIA: en los últimos meses, dirigentes republicanos, ante los requerimientos de la Casa Blanca, han bloqueados dos intentos del Senado de prohibir que la CIA use métodos crueles e inhumanos en los interrogatorios. Un intento, efectuado por el Congresista Markey en la Cámara, de declarar ilegales las entregas extraordinarias fracasó.
En una reciente entrevista telefónica, Yoo habló de forma suave aunque resuelta, «¿Por qué es tan difícil que la gente entienda que hay una categoría de conducta que no está cubierta por el sistema legal?, dijo. «¿Qué eran los piratas? No estaban luchando en nombre de ninguna nación. ¿Qué eran los traficantes de esclavos? Históricamente, hubo personas tan malas que no recibían protección por parte de las leyes. No había provisiones específicas para juicio o encarcelamiento. Si eres un combatiente ilegal, no te mereces estar protegido por las leyes de la guerra». Yoo citó los precedentes de su postura. «También los asesinos de Lincoln fueran tratados de esa forma», dijo. «Fueron juzgados en un tribunal militar y ejecutados.» El quid de la cuestión está en que las Convenciones de Ginebra «hacen una clasificación binaria simple entre civiles o soldados que no es correcta».
Yoo argumentó también que la Constitución garantizaba al Presidente plenos poderes para ignorar la Convención de Naciones Unidas Contra la Tortura cuando actuaba en defensa de la nación – una postura con la que disienten muchos expertos. Según Yoo consideró, el Congreso no tiene poder para «atarle las manos al Presidente con respecto a la tortura como técnica de interrogatorio». Continuó, «Es la esencia de la función del Comandante en Jefe. No pueden impedir que el Presidente ordene torturar.» Si el Presidente estuviera abusando de sus poderes como Comandante en Jefe, dijo Yoo, la solución constitucional sería el procesamiento. Fue más allá al sugerir que la victoria del Presidente Bush en las elecciones del año pasado, junto con el desafío relativamente blando lanzado Congreso por los demócratas a Gonzales en el Congreso, eran «una prueba de que el debate se había terminado». Dijo «El tema se ha terminado. El público ha tenido su referéndum».
Pocos meses después del 11-S, EEUU consiguió la custodia de su primera figura de alto rango de Al Qaida, Ibn al-Sheikh al-Libi. Había pasado por el campo de entrenamiento de terroristas de bin Laden en Caldeen, Afganistán, y fue detenido en Pakistán. Zacarias Mussaui, que estaba ya bajo custodia en EEUU, y Richard Reid, el de la bomba en el zapato, ambos habían pasado un tiempo en el campamento de Caldeen. En la oficina de campo del FBI en Nueva York, Jack Clonan, un oficial que había trabajado para la agencia desde 1972, batalló para mantener el control del proceso legal en Afganistán. Los agentes de la CIA y el FBI rivalizaron para hacerse con Libi. Clonan, que trabajó con Dan Coleman en casos de antiterrorismo durante muchos años, dijo que había intuido que «ni el caso Mussaui ni el caso Reid habían sido un éxito». Llegó a intentar conseguir el testimonio de Libi como testigo contra ellos. Aconsejó a sus colegas del FBI en Afganistán que interrogaran a Libi con respeto «y que llevaran el caso como si se estuviera haciendo aquí, en mi oficina de Nueva York». Recordó que les había dicho ‘Haceros a vosotros mismos un favor, leedle sus derechos. Puede que esté pasado de moda, pero se nos irá de las manos si no lo hacemos. Pueden necesitarse diez años, pero os dañará tanto a vosotros como a la reputación de la oficina si no lo hacéis. Conseguid que sea un ejemplo destacado de lo que pensamos que debe hacerse»
Los colegas del FBI de Clonan leyeron a Libi sus derechos y se turnaron con los agentes de la CIA para interrogarle. Tras unos cuantos días, los oficiales del FBI notaron que estaban desarrollando una buena relación con él. Sin embargo, los agentes de la CIA sentían que les estaba mintiendo y que necesitaba interrogatorios más duros.
Para consternación de Clonan, la CIA entregó a Libi a Egipto. Fue visto embarcando en un avión en Afganistán, esposado y con grilletes, con la boca cubierta por cinta adhesiva. Clonan, que se jubiló en el FBI en 2002 dijo «Al menos conseguimos información con métodos que no escandalizarían la conciencia de un tribunal. Y nadie intentará vengarse por lo que se hizo.» Añadió, «Necesitamos mostrar al mundo que podemos mandar y no sólo a través del poder militar.»
Una vez que Libi fue llevado a Egipto, el FBI perdió su rastro. Evidentemente, Libi jugó un papel crucial en el trascendental discurso del Secretario de Estado Colin Powell en el CSNU en febrero de 2003, cuando argumentó el caso de una guerra preventiva contra Iraq. En su discurso, Powel no citó a Libi pero anunció al mundo que «un operativo terrorista antiguo» que «era responsable de uno de los campos de entrenamiento de Al Qaida en Afganistán» había informado a las autoridades estadounidenses que Saddam Hussein había ofrecido entrenar a dos operativos de Al Qaida en el uso de «armas químicas o biológicas».
El verano pasado, Newsweek informaba que Libi, que había sido llevado eventualmente de Egipto a la Bahía de Guantánamo, fue la fuente de la acusación incendiaria citada por Powell y que se había retractado. Para entonces ya se había cumplido el primer aniversario de la invasión estadounidense de Iraq y la Comisión del 11-S había declarado que no había evidencia conocida de una relación de trabajo entre Saddam y Al Qaida. Dan Coleman se disgustó cuando oyó hablar de la falsa confesión de Libi. «Era ridículo que los interrogadores pensaran que Libi sabía nada sobre Iraq,» dijo. «Podía habérselo dicho. Dirigió un campo de entrenamiento. Pero no tenía nada que ver con Iraq. Los funcionarios de la Administración estaban presionándonos siempre para que sugiriéramos vínculos, pero no había ninguno. La razón de que obtuvieran información errónea es que le estuvieron golpeando. Por ese camino nunca consigues información valiosa de nadie».
La mayor parte de los expertos en interrogatorios, de dentro y fuera del gobierno, están de acuerdo en que la tortura y otras formas menos graves de coacción física consiguen confesiones. El problema es que esas confesiones no tienen que ver necesariamente nada con la verdad. Tres de los detenidos de Guantánamo liberados por EEUU y enviados a Gran Bretaña el pasado año habían confesado, por ejemplo, que eran los que aparecían en un vídeo borroso obtenido por investigadores estadounidenses en el que se documentaba que un grupo de acólitos se encontraban con bin Laden en Afganistán. Como informó el londinense Observer, los funcionarios de la inteligencia británica llegaron a Guantánamo con evidencias de que los acusados estaban viviendo en Inglaterra en la época en que se hizo el video. Los detenidos dijeron a las autoridades británicas que habían sido coaccionados para hacer confesiones falsas.
Craig Murria, el antiguo Embajador británico en Uzbekistán, me dijo que «EEUU acepta mucho trabajo de inteligencia de los uzbecos» que suele obtenerse de sospechosos que han sido torturados. Esa información era, dijo, «una basura absolutamente». Dijo que conocía «por lo menos» tres casos en los que EEUU había entregado militantes sospechosos de Afganistán a Uzbekistán. Aunque Murria no conoce el destino de los tres hombres, dijo, «Es casi seguro que fueron torturados». En Uzbekistán, dijo «es muy común hervir una mano o un brazo». También sabía de dos casos en los que habían hecho hervir a los prisioneros hasta la muerte.
En 2002, Murria, preocupado de que EEUU fuera cómplice de un régimen como ése, pidió a su sustituto que discutiera el problema con el jefe de la delegación de la CIA en Tashkent. Dijo que el jefe de la delegación no se cuestionaba que la inteligencia estuviera obteniéndose bajo tortura. La CIA no consideraba esto un problema. «No hay razón para pensar que les preocupara», me dijo Murria.
La investigación científica sobre la eficacia de la tortura y los interrogatorios duros es muy limitada debido a los impedimentos legales y morales sobre ese tipo de experimentación. Tom Paker, un antiguo oficial del M.I.5, la agencia de inteligencia británica, que da clases en Yale, argumentó que, más que considerar si los interrogatorios brutales dan información adecuada de los sospechosos de terrorismo, el problema mayor es que muchos detenidos «no tienen nada que decir». Durante muchos años, dijo, las autoridades británicas sometieron a los miembros del IRA a interrogatorios brutales, pero, al final, el gobierno concluyó que «así no se conseguía nada valioso de los detenidos». Una estrategia más efectiva, dijo Parker, era «ser creativo» en la recogida de inteligencia humana a través de la infiltración y la escucha secreta. «Los EEUU están haciendo lo mismo que los británicos hicieron en los años setenta del siglo pasado, detener a la gente y violar sus libertades civiles», dijo. «Eso lo único que consigue es exacerbar la situación. La mayor parte de los detenidos volvieron al terrorismo. Se acabará radicalizando a toda la población.»
Aunque la Administración ha intentado mantener en secreto los detalles de las entregas extraordinarias, varios informes que han aflorado a la superficie han revelado como se está operando. El 18 de diciembre de 2001, en el Aeropuerto Bromma de Estocolmo, media docena de funcionarios de seguridad encapuchados condujeron a dos solicitantes de asilo, Muhammad Zery y Ahmad Agiza, a una oficina vacía. Les cortaron las ropas egipcias con tijeras, les administraron sedantes a la fuerza con supositorios, los envolvieron en pañales y los vistieron con trajes naranja. Como informó «Kalla Falta» un programa de noticias de televisión sueco, los sospechosos fueron vendados, les colocaron esposas y grilletes; según un informe desclasificado del gobierno sueco, les hicieron volar a El Cairo en un avión estadounidense registrado como Gulfstream V. Los oficiales suecos han declarado que recibieron seguridades de los egipcios de que Zery y Agiza serían tratados humanamente. Pero ambos sospechosos dijeron a través de sus abogados y miembros de sus familias que fueron torturados aplicándoles descargas eléctricas en los genitales (Zery dijo que también le forzaron a tumbarse en una cama electrificada). Después de pasar dos años en una prisión egipcia, Zery fue liberado, Agiza, un médico que había sido primero aliado de Zawahiri pero que después rompió con él y el terrorismo, fue acusado de terrorismo por la Corte Militar Suprema de Egipto. Fue sentenciado a 25 años de prisión.
Otro caso que sugiere que la Administración Bush está autorizando entregas de sospechosos contra los que tiene poca evidencia de culpabilidad es el de Mamdouh Habib, un ciudadano australiano de origen egipcio que fue apresado en Pakistán en octubre de 2001. Según su esposa, Habib, un musulmán radical padre de cuatro niños, estaba visitando el país haciendo una gira por los colegios religiosos y ver si su familia se trasladaba a Pakistán. Un portavoz del Pentágono ha declarado que Habib -quien ha expresado apoyo para causas islamistas- pasó la mayor parte de su viaje en Afganistán, y que estaba o «apoyando a fuerzas hostiles o batallando de forma ilegal con fuerzas hostiles a EEUU.» El pasado mes de enero, tras una penosa experiencia de tres años, Habib fue liberado sin cargos.
Habib es sólo uno de la serie de personas sometidas a entregas que están siendo representados por abogados de derechos humanos. Según un documento recientemente desclasificado preparado por Joseph Margulies, un abogado afiliado del Centro de Justicia Mac Arthur en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, Habib dijo al principio que había sido interrogado en Pakistán durante tres semanas, parte de las cuales estuvo en unas instalaciones de Islamabad, donde fue tratado brutalmente. Declaró que algunos de sus interrogadores hablaban inglés con acento americano (Al haber vivido en Australia durante años, Habib se defiende bien en inglés). Después fue colocado bajo custodia de los estadounidenses, dos de los cuales llevaban camisetas negras de manga corta y tenían tatuajes distintivos: uno representaba una bandera estadounidense sujeta a un asta con forma de dedo, el otro era una gran cruz. Los estadounidenses le llevaron a un campo de aviación, cortaron sus ropas con tijeras, le vistieron con un chandal, cubrieron sus ojos con gafas opacas y le subieron a bordo de un avión privado. Fue llevado en un vuelo hasta Egipto.
Según Margulies, se mantuvo a Habib interrogándole durante seis meses. «Nunca, hasta donde llegan mis conocimientos, se le llevó ante ningún tribunal,» me dijo Margulies. Margulies desconocía también algún indicio que sugiriera que EEUU había solicitado de Egipto la promesa de no torturar a Habib. Por su parte, Habib afirmó que había sido sometido a condiciones horribles. Dijo que había sido golpeado frecuentemente con objetos contundentes, incluido un aparato que comparó con un pincho eléctrico para ganado. Y se le dijo que si no confesaba que pertenecía a Al Qaida sería violado por vía anal por perros entrenados especialmente. (Osma el-Hamalwy dijo que las fuerzas de seguridad egipcias entrenan pastores alemanes para trabajos policiales y que otros prisioneros fueron amenazados con ser violados con perros entrenados, aunque no conoce a nadie que haya sido asaltado de esa forma). Habib dijo que fue encadenado con grilletes y forzado a soportar tres cámaras de tortura: se llenó una habitación con agua que le llegaba hasta la barbilla, obligándole a mantenerse durante horas de puntillas; se llenó otra habitación de agua que le llegaba hasta las rodillas, que tenía un techo tan bajo que se vió forzado a mantener una dolorosa postura encorvada de forma prolongada; en la tercera habitación, el agua le llegaba a los tobillos y tenía ante su vista una vara eléctrica y un generador, y sus carceleros le dijeron que los usarían para electrocutarle si no confesaba. El abogado de Habib dijo que se había sometido a las demandas de sus interrogadores y que había hecho confesiones múltiples, todas ellas falsas. (Las autoridades egipcias han descrito tales acusaciones de tortura como «mitología»).
Después de su encarcelamiento en Egipto, Habib dijo que fue puesto bajo custodia estadounidense y que le hicieron volar a la base Bagram de las Fuerzas Aéreas, en Afganistán, y después le llevaron a la Bahía de Guantánamo, donde estuvo detenido hasta el mes de enero. El 11 de enero, unos cuantos días después de que el Washington Post publicara un artículo sobre el caso de Habib, el Pentágono, sin ofrecer virtualmente explicaciones, estuvo de acuerdo en liberarle y pasarle a custodia del gobierno australiano. «Habib fue liberado porque estaba en una situación desesperadamente embarazosa», dijo Eric Fredman, un profesor de la Facultad de Derecho de Hostra, que se ha visto implicado en la defensa legal de los detenidos. «Es como una gran grieta en la pared de un castillo de naipes que está a punto de desmoronarse.» En una declaración preparada, un portavoz del Pentágono, el Teniente Coronel Flex Plexito, dijo que «no había evidencias» de que se hubiera «torturado o abusado» a Habib mientras estuvo bajo custodia estadounidense. También dijo que Habib había recibido «entrenamiento de Al Qaida» que incluía preparación para hacer falsas acusaciones de torturas. Las reclamaciones de Habib, sugirió «encajan en el modelo de procedimiento operativo».
El gobierno de EEUU no ha respondido directamente a la acusación de Habib de que fue entregado a Egipto. Sin embargo, varios hombres que fueron librados recientemente de Guantánamo relataron lo que Habib les había dicho. Jamal al-Harith, un detenido británico que fue enviado a casa en Manchester, Inglaterra, en marzo del año pasado me dijo en una entrevista telefónica que le habían colocado en una jaula al lado de Habib. «Me dijo que había estado en Egipto durante seis meses, y que le habían inyectado drogas, que le habían colgado del techo y que le habían golpeado de forma terrible», recordó Harith. «Parecía sufrir mucho. Estaba ojeroso. Nunca le vi caminar. Siempre tenían que sostenerle.»
Otra evidencia que podía mantener la historia de Habib es una serie de documentos con registros de vuelos de los viajes de un avión blanco Gulfstream V – el avión que parece que el gobierno estadounidense ha estado utilizando para las entregas. Esos registros muestran que el 9 de abril de 2002 el avión dejó el aeropuerto Dulles, en Washington, y aterrizó en El Cairo. Según el abogado de Habib, esto fue alrededor de la misma época en que Habib dijo que había sido liberado por los egipcios en El Cairo y devuelto a custodia estadounidense. Los registros de los vuelos fueron obtenidos por Stephen Grey, un periodista británico que ha escrito una serie de artículos sobre entregas para publicaciones británicas, incluyendo el londinense Sunday Times. Los registros de Grey son incompletos, pero recogen los 300 vuelos efectuados durante tres años por el avión de catorce plazas que tiene marcado el código N379P en la cola (Recientemente, se ha cambiado a N8068V). Todos los vuelos salían del aeropuerto Dulles y muchos de ellos aterrizaban en bases militares estadounidenses de acceso restringido.
Incluso aunque Habib sea un terrorista alineado con Al Qaida, como han declarado funcionarios del Pentágono, parece improbable que los acusadores pudieran construir una causa firme contra él, dado el tratamiento que supuestamente recibió en Egipto, John Radsan, un profesor de derecho en la facultad William Mitchell, en San Pablo, Minnesota, que trabajó en la oficina del consejo general de la CIA hasta el pasado año, dijo, «No creo que nadie pensara desde el principio llegar a hacer lo que hemos hecho con esta gente».
Problemas parecidos complican el caso de Khalid Sheikh Mohammed, que fue capturado en Pakistán en marzo de 2003. Mohammed fue sometido a inmersiones de agua durante los interrogatorios. Por eso, Radsan dijo «sería imposible llevarle a un juicio criminal. Cualquier evidencia obtenida a partir de su interrogatorio sería considera como la fruta de un árbol venenoso. Creo que el gobierno está considerando someterle a alguna clase de tribunal militar en alguna parte. Pero, incluso allí, hay todavía requisitos constitucionales que no puedes cumplir con esas confesiones forzadas.»
El juicio de Zacarias Moussaoui, en Alexandria, Virginia -el único juicio criminal en EEUU de un sospechoso ligado a los ataques del 11-S- se encuentra bloqueado. Hace más de tres años desde que el fiscal general John Ashcroft denominó el procesamiento de Moussaoui como «una crónica del mal». El caso ha sido detenido por una petición de Moussaoui -y la negativa de la Administración Bush- a permitirle llamar como testigos a miembros de Al Qaida que están bajo custodia del gobierno, incluyendo a Ramzi bin al-Shibh y Khalid Sheik Mohammed (se cree que Bin al-Shibh ha sido torturado). Los abogados del gobierno han argumentado que presentar a esos testigos interrumpiría el proceso de interrogatorio,
De forma similar, funcionarios alemanes temen que no se pueda condenar a ninguno de los miembros de la célula de Hamburgo que se cree ayudaron a planear los ataques del 11-S con acusaciones de estar ligados al complot, en parte porque el gobierno de EEUU rechaza presentar como testigos a bin al-Shibh y Mohammed. El pasado año, uno de los acusados de Hamburgo, Munir Motassadeq, fue la primera persona en ser acusada de planificar los ataques, pero el veredicto de culpabilidad se vino abajo por apelaciones del tribunal, que encontró que las evidencias contra él eran demasiado débiles.
Motassadeq está siendo juzgado de nuevo, pero, de acuerdo con la ley alemana, no puede estar más tiempo en prisión. Aunque se le ha acusado de haber supervisado el pago de fondos a las cuentas de los secuestradores del 11-S -y de haber sido visto amistosamente con Mohamed Atta, que pilotó uno de los aviones que chocaron contra las Torres Gemelas- el va libremente cada día desde su casa al tribunal y viceversa. EEUU ha pedido al tribunal alemán que edite sumarios con los testimonios de Mohammed y bin al-Shibh. Pero Gerhard Strate, el abogado defensor de Motassadeq me dijo, «No estamos satisfechos con los sumarios. Si quieres encontrar la verdad, necesitamos saber quién les ha estado interrogando y bajo qué circunstancias. No tenemos respuestas a esto». La negativa de EEUU a presentar en persona a los testigos, dijo Strate, «pone al tribunal en una posición ridícula». Añadió «No sé por qué no quieren presentar a los testigos. Lo primero que piensas es que el gobierno estadounidense tiene algo que esconder».
En efecto, el Departamento de Justicia ha admitido recientemente que había algo que esconder en relación con Maher Arar, el ingeniero canadiense. El gobierno invocó el raramente utilizado «privilegio de secretos de Estado» en una moción para rechazar un litigio presentado por los abogados de Arar contra el gobierno estadounidense. El gobierno dijo que seguir adelante en un tribunal abierto, pondría en peligro la «inteligencia, la política exterior y los intereses de la seguridad nacional de EEUU.» Barbara Olshansky, la ayudante del director legal del Centro por los Derechos Constitucionales, que está representando a Arar, dijo que los abogados del gobierno «están diciendo que ese caso no puede ser juzgado y la información clasificada en la que basan este argumento no puede ser compartida con los abogados de la otra parte. Es el colmo de la arrogancia – piensan que pueden hacer todo lo que quieran en nombre de la guerra global contra el terrorismo».
Nadja Dizdarevic es una mujer que tiene 30 años, madre de cuatro niños, que vive en Sarajevo. El 21 de octubre de 2001, su marido, Hadj Boudella, un musulmán de ascendencia argelina, y otros cinco argelinos que vivían en Bosnia fueron arrestados tras un aviso secreto de las autoridades estadounidenses al gobierno bosnio acerca de un supuesto complot del grupo para hacer volar las Embajadas británica y estadounidense en Sarajevo. Se dijo que uno de los sospechosos había realizado unas setenta llamadas telefónicas al dirigente de al Qaida Abu Zubaydah tras el 11-S. Sin embargo, Boudella y su mujer, mantuvieron que ni él ni ninguno de los otros acusados conocían al hombre que supuestamente había contactado con Zubaydah. Y una investigación llevada a cabo por el gobierno bosnio apuntaba a que no se había podido confirmar en absoluto que se hubieran hecho esas llamadas a Zubaydah, según los abogados estadounidenses de los acusados, Rob Kirsh y Stephen Oleskey.
A petición de EEUU, el gobierno bosnio retuvo durante tres meses a los seis hombres, pero no se pudo establecer contra ellos ningún cargo criminal. El 17 de enero de 2002, el Tribunal Supremo bosnio decidió que fueran liberados. Pero cuando los hombres abandonaban la prisión, fueron esposados, obligados a ponerse mascarillas quirúrgicas sujetas con grapas a la nariz, encapuchados y apiñados por hombres enmascarados en coches sin matrícula que esperaban, algunos de los cuales parecían ser miembros de las fuerzas especiales bosnias. La mujer de Boudella había ido hasta la prisión para recoger a su marido y recordó que le reconoció, a pesar de la capucha, porque llevaba un traje nuevo que ella le había llevado el día anterior. «Nunca olvidaré esa noche», dijo. «Estaba nevando. Yo gritaba pidiendo ayuda». Una multitud se congregó e intentó bloquear al convoy pero escaparon a toda velocidad. Los sospechosos fueron conducidos hasta una base militar y mantenidos en un hangar helador durante horas; un miembro del grupo declaró más tarde que vio a uno de los secuestradores quitarse el uniforme bosnio, revelando que era en efecto estadounidense. El gobierno de EEUU ni confirmó ni negó su papel en la operación.
Seis días después del secuestro, la mujer de Boudella recibió noticias de que su marido y el resto de los hombres habían sido enviados a Guantánamo. Uno de los hombres del grupo ha afirmado que los soldados estadounidenses le rompieron dos dedos. No se sabe nada acerca de la situación en que se encuentran los demás.
La mujer de Boudella manifestó que estaba espantada de ver que su marido podía ser detenido sin cargos y sin juicio en su hogar durante un período de paz y después de que su propio gobierno le hubiera exonerado. El término de «combatiente enemigo» la llenaba de perplejidad. «¿De quién es él enemigo?» preguntó. «En combate, ¿dónde?». Declaró que su visión de EEUU había cambiado. «No he cambiado mis opiniones sobre su pueblo, pero desgraciadamente he cambiado mi opinión sobre el respeto que tienen por los derechos humanos», dijo. «Ya no son los líderes mundiales. Se han convertido en líderes en violaciones de derechos humanos».
En octubre pasado, Boudella intentó defender su inocencia ante el Tribunal de Revisión del Estatus de los Combatientes del Pentágono. El TREC es la respuesta del Pentágono ante el fallo del Tribunal Supremo del año pasado, acerca de las objeciones de la Administración Bush, de que los detenidos en Guantánamo tenían derecho a recusar su encarcelamiento. A Boudella no se le permitió llevar a un abogado al procedimiento. Y el tribunal dijo que «había sido imposible encontrar» una copia del veredicto del Tribunal Supremo bosnio liberándole, que él había solicitado se tuviera en cuenta. Las transcripciones muestran que Boudella declaró «Estoy en contra de cualquier acción terrorista», y preguntó «¿Cómo puedo formar parte de una organización de la que creo firmemente que ha perjudicado a mi pueblo?». El tribunal rechazó su alegato, al igual que ha rechazado 387 de las 393 alegaciones que ha escuchado. Al conocer esto, la mujer de Boudella envió la carta siguiente a los abogados estadounidenses de su marido:
«Queridos amigos, Estoy tan espantada ante esta información que parece como si la sangre se hubiera helado en mis venas, no puedo respirar y sólo deseo estar muerta. No puedo creer que estas cosas sucedan, que puedan venir y llevarse a tu marido, de noche y sin razón, destrozar tu familia, arruinar tus sueños después de tres años de lucha…Por favor, díganme, ¿qué puedo hacer aún por él?… ¿Es una decisión final? ¿No hay ninguna solución legal más?. Ayúdenme a entenderlo porque, hasta donde llega mi conocimiento de la ley, esto es una locura que va en contra de todas las leyes posibles y de todos los derechos humanos. Por favor, ayúdenme, no quiero perderle.»
John Radsan, antiguo abogado de la CIA, ofreció una respuesta peculiar: «Como sociedad, no habíamos imaginado aún normas brutales,» dijo. «Apenas hay normas para los combatientes enemigos ilegales. Es la ley de la jungla. Y hemos aprendido, justo ahora, que somos el animal más fuerte.»
Jane Mayer es periodista de The New Yorker. Ha escrito, entre otros, los libros: Strange Justice: The Selling of Clarence Thomas, con Jill Abramson, y Landslide: The Unmaking of the President, con Doyle McManus.
Texto original en inglés: www.newyorker.com/fact/content?050214fa_fact6