Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Pero, ¿qué sucede cuando las historias de las mujeres se escuchan? ¿Qué pasaría si tuvieran éxito en su combate frente a las fuerzas culturales, familiares y legales que se empeñan en mantenerlas en silencio? ¿Y si las palabras que pronuncian representan una demanda de justicia?
Kathera, de 23 años, acude a un programa de la televisión nacional para acusar a su padre de abusar física y sexualmente de ella.
Lleva 13 años violándola, lo que ha hecho que se quedara embarazada en varias ocasiones. La mayoría de esos embarazos terminaban abruptamente cuando él la obligaba a abortar, pero dos de ellos llegaron a término, aunque su padre se llevó a uno de esos bebés, abandonándolo en el desierto para que muriera.
Zainab, la hija de tres años de Khatera, se salvó de ese destino. Pero ahora, de nuevo embarazada por su padre, teme por el futuro de su hija y del bebé nonato si no consigue persuadir a las autoridades de que lo procesen.
No es la primera vez que lo intenta. El programa de televisión es un intento desesperado y es consciente de que podría tener graves consecuencias en un país donde el sistema judicial incrimina frecuentemente a las mismas mujeres que buscan su protección.
Pero ser procesada por «delitos morales» no es el único riesgo al que se enfrenta al hablar.
Los tíos de Khatera creen que ha avergonzado a la familia y que la solución está en su muerte y la muerte de su hija.
En el galardonado film «A Thousand Girls like Me» [«Mil muchachas como yo»], la cineasta afgana Sahra Mani Mosawi sigue a Khatera mientras esta vive escondida, moviéndose de casa en casa cada vez que teme que su identidad haya quedado expuesta o que sus tíos puedan estar acercándose a ella.
Sin embargo, a pesar del miedo, del peligro y de la incertidumbre, está decidida a llevar a su padre ante la justicia, a protegerse a sí misma y a sus niños y a ser un ejemplo para otras jóvenes como ella.
Punto de vista de la directora Sahra Mani Mosawi
Formo parte de una sociedad que presenta las tasas más altas de violencia doméstica y desigualdad de género del mundo. Puedo verlas. Puedo sentirlas. Y puedo exponerlas en un formato que otros no pueden.
Lo importante para mí no es solo centrarme en el sufrimiento sino en cómo ese sufrimiento puede convertirse en una llamada a cerrar filas; en cómo nosotras, como mujeres, estamos luchando por el cambio.
Hago películas para dar esperanza a las mujeres de mi país y para orientar a quienes desean conocerlo mejor. Hago películas para ayudar a construir una sociedad segura para la próxima generación y para dejar testimonio de nuestra travesía hacia esa meta.
En Afganistán casi todos los días se producen historias de violaciones y asesinatos de mujeres. Los medios cubren algunos de esos casos pero la mayoría permanecen ocultos.
«A Thousand Girls like Me» destaca la necesidad de dar a conocer los casos «desconocidos».
El sistema formal de la justicia estatal está aún en proceso de creación y actúa solo en aquellas zonas urbanas donde hay menos inestabilidad y mejor seguridad, pero esas zonas son cada vez más escasas.
Desde hace tres años se me ha otorgado un acceso sin reservas a los aspectos más privados de la vida de Khatera y de su familia, hasta tres días a la semana y a menudo hasta altas horas de la noche. La única forma en que podía lograrlo era filmando y grabando el sonido yo misma.
Poco a poco, Khatera, su madre y su hija empezaron a olvidar que yo estaba allí. A través de sus charlas cotidianas, sus conversaciones más íntimas e incluso sus silencios, pudimos obtener una visión de los complejos lazos que las vinculan a las tres.
Estar allí constantemente me permitió dejarlas ser ellas mismas. No hice preguntas. No manipulé la realidad. Mi «cine directo» deja que la fuerza narrativa de la vida real tome su propio camino. Filmé tomas largas y planos de duración media que me permitieron mantener el entorno de mis personajes como una referencia constante en la pantalla, para no olvidar nunca lo profundamente arraigadas que estas mujeres están en la sociedad afgana.
Al «borrar» mi presencia y deshacerme de todos los trucos habituales de una filmación, solo perseguía un objetivo: centrarme en lo más importante, en las palabras de estas mujeres y en el mensaje que transmiten, que hace que su testimonio sea aún más fuerte.
Hubo riesgos al filmar este documental: para Khatera, para su madre, para sus hijos y también para mi equipo y para mí. El peligro podría estar al acecho en cualquier lugar, desde dentro de la familia de Khatera, pero también desde otras muchas personas que consideran que las mujeres como Khatera son la encarnación del diablo.
Por lo tanto, las tomas en lugares públicos tenían que hacerse con un gran sentido de urgencia. Esto ayudó a la película, al permitirnos mostrar lo importante que es que Khatera obtenga justicia y cuán decidida está a lograrlo, a pesar de los peligros que corre su vida.
Se me concedió un permiso excepcional para grabar el sonido durante el juicio del padre de Khatera, Halim, que nos posibilitó escuchar su voz. Pero la película trata sobre las consecuencias de sus hechos, por eso no quise mostrar su imagen. Es un personaje de fondo, una sombra en mi historia. Aparte de su voz, su retrato está inspirado en el testimonio de los tres personajes femeninos.
Las escenas filmadas en lugares públicos ofrecen un sorprendente efecto visual, pero también un contraste simbólico con las tomas en la privacidad de la casa de Khatera.
El caos de un Kabul superpoblado, la atención mediática generada por el juicio, las miradas malévolas de los hombres que miran a una mujer filmar a otra mujer, la amenaza invisible pero constante de represalias familiares que obliga a Khatera a trasladarse de un lugar a otro con total discreción, todas estas secuencias fueron filmadas con la velocidad requerida dando paso a la aparente tranquilidad de la casa de Khatera, donde el tiempo transcurre más lentamente. En estos momentos, mis tomas fueron más largas y más compuestas.
Poder filmar sus rutinas diarias reveló otro contraste: entre lo normal y lo anormal.
Por un lado, Kathera y su madre hacen las tareas domésticas demostrando su determinación, por el bien de los niños y también de ellas mismas, a mantener las cosas lo más normales posibles. Pero, por otro lado, podemos escuchar a través de sus voces lo extraordinario: la monstruosidad del crimen que las une.
Tuve la oportunidad de ver el documental de la directora alemana Helen Simon «Nirgendland» («Sin canciones de cuna«), que recoge también el trágico relato de las repetidas violaciones incestuosas a través de dos generaciones de mujeres. Siento una fuerte conexión con el enfoque de la directora sobre el tema. La emoción creada por la descripción de Simon de estos duros hechos queda subrayada por su propia postura neutral y su uso de las secuencias de la vida diaria como interludios reconfortantes.
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