Jóvenes negros enfurecidos empuñan machetes. La policía dispara a matar. Mujeres y niños, quemados vivos en una iglesia. La herida tribal que desgarra muchos países africanos vuelve a supurar en Kenia. Ya tenemos explicación para entender otro conflicto étnico en África. Llegan las declaraciones desde medio mundo en favor de una solución pacífica, los llamamientos […]
Jóvenes negros enfurecidos empuñan machetes. La policía dispara a matar. Mujeres y niños, quemados vivos en una iglesia. La herida tribal que desgarra muchos países africanos vuelve a supurar en Kenia. Ya tenemos explicación para entender otro conflicto étnico en África. Llegan las declaraciones desde medio mundo en favor de una solución pacífica, los llamamientos a la reconciliación y los viajes de los mediadores. Como siempre, demasiado tarde y por razones interesadas.
Cuando un país relativamente estable, con tensiones internas como en otros muchos sitios, celebra unas elecciones caracterizadas por el entusiasmo de la población y la ausencia de incidentes graves y sólo unos días después se hunde en un sangriento agujero, no hay que ser muy inteligente para deducir que algo pasaba antes de lo que pocos querían hablar. Lo que ocurría no era muy diferente a lo que sucede en países africanos menos afortunados que Kenia.
El hambre y las enfermedades son los males más citados cuando se habla de la tragedia de África. En realidad, su auténtica maldición es la corrupción y todas sus consecuencias. Es ahí donde la responsabilidad de los países occidentales se hace más evidente. Es difícil sostener que a corto o medio plazo se pueda rescatar del subdesarrollo a todo un continente, incluso con cantidades astronómicas de dinero. Pero si Occidente adoptara una política de tolerancia cero hacia la corrupción, como se podría haber hecho en Kenia hace tan sólo cinco años, los resultados serían muy diferentes.
No es un problema sólo de falta de recursos económicos. Tomemos un dato referido a Nigeria, un país que tiene una producción diaria de 2.200.000 barriles de petróleo. Desde 1960, Nigeria ha perdido 400.000 millones de dólares por culpa de la corrupción y la mala gestión económica. Toda la ayuda occidental a África en ese periodo ha sido de unos 650.000 millones.
La corrupción organizada no sólo provoca pérdidas económicas, carreteras que no se reparan, hospitales y escuelas que no se construyen o salarios que no se pagan. Destruye la confianza de los ciudadanos en el Estado, transforma a las fuerzas de seguridad en una milicia cuyo sueldo consiste básicamente en los sobornos y termina por convertir las elecciones, si se celebran, en una mascarada. Hay tanto dinero en juego que el resultado de las urnas no puede quedar a expensas de los votos.
Esa banda de hipócritas puritanos que recibe el nombre de Partido Laborista británico se ha empeñado en aislar a la dictadura de Robert Mugabe. La última idea de Gordon Brown es impedir una gira por el Reino Unido de la selección de cricket de Zimbabue. Una iniciativa tremendamente valiente. Quizá hasta Mugabe dimita y se pegue un tiro, en ese orden. Es obvio que Mugabe es un dictador execrable con el que ningún contacto es admisible.
Pero esos gestos le salen gratis a Brown, porque en Zimbabue no hay ya intereseses económicos que proteger ni aliados en el Gobierno que defender. El Gobierno británico, del que Brown era el número dos, podía haber mostrado tanta firmeza en febrero de 2005, cuando John Githongo, nombrado precisamente por el presidente Kibaki para luchar contra la corrupción en Kenia, tuvo que refugiarse en Londres porque sus denuncias sobre el robo organizado de los recursos del país no sólo estaban siendo desoídas sino que podían terminar costándole la vida. Presentó pruebas fehacientes de cómo Kibaki había vulnerado las promesas que le había catapultado a la presidencia en las elecciones de 2002.
Londres no reaccionó. En realidad, sí hizo algo. Como cuenta Michael Holman en el Financial Times, las ayudas británicas a Kenia subieron de 30 millones de libras en 2003 y 2004 a 50 millones en los dos años posteriores.
Quien roba el dinero de los contribuyentes, en un país en el que la pobreza ha aumentado en los últimos 15 años, no tendrá escrúpulos que le impidan hacer lo mismo en las urnas. En especial, si cuenta con padrinos poderosos.
El Gobierno de Kenia es uno de los principales aliados de Londres y Washington en el este de África en la denominada «guerra contra el terrorismo». Ocurre algo similar en Nigeria y Etiopía. Los fraudes electorales y otros desmanes peores son perdonados si en fechas posteriores se anuncia la detención de presuntos miembros de Al Qaeda. Como en la guerra fría, África sólo es un tablero secundario en el que sacrificar los peones prescindibles. Para unos la prioridad es la amenaza del terrorismo, para otros, el caso de España en Guinea Ecuatorial, los intereses de las empresas petrolíferas.
El horror adormece las conciencias y provoca agudos ataques de amnesia. Ahora todos hablan de los efectos perniciosos del tribalismo, del odio desatado entre kikuyus y luos, como si fueran hechos irreversibles ante los que poco podemos hacer. En realidad, mucho antes de que una turba incendiara esa iglesia de Kenia en la que perecieron mujeres y niños, podríamos haber apagado el fuego. No rebusquemos entre las cenizas las razones de la tragedia. No están tan lejos de casa.