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La penetración de los Estados Unidos en el África Subsahariana

Fuentes: Rebelión

Durante el período de la «Guerra Fría», la significación de ciertos países o una región geográfica para una superpotencia mundial se solía determinar por el peso específico de su poderío en un lado u otro de la balanza de poder entre las superpotencias, o por los retos que podrían representar para sus valores políticos, ideológicos […]

Durante el período de la «Guerra Fría», la significación de ciertos países o una región geográfica para una superpotencia mundial se solía determinar por el peso específico de su poderío en un lado u otro de la balanza de poder entre las superpotencias, o por los retos que podrían representar para sus valores políticos, ideológicos e intereses geoestratégicos. Para algunos historiadores y teóricos del conflicto bipolar en las relaciones internacionales, los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos en África Subsahariana fueron escasos después de la Segunda Guerra Mundial, sin obviar que éste país no dejó de enfrentar a la Unión Soviética, desde el punto de vista político, económico y militar, en casi todas las problemáticas africanas en que la confrontación entre los bloques representados por las superpotencias se trasladó a ese escenario regional.

Pero, a diferencia del pasado, la manifestación de un renovado interés por África en la política exterior de los Estados Unidos se distingue de los tradicionales fundamentos aplicados en el período de la confrontación Este-Oeste. En la coyuntura internacional actual, los sectores «neoconservadores» norteamericanos suman a la atención priorizada que reciben las complejas relaciones estratégicas de Estados Unidos con Rusia, China y los estados petroleros del Medio Oriente, el incremento de su presencia e influjo político en África con el objetivo a largo plazo de establecer nuevos espacios geopolíticos y económicos en esa área del sistema internacional.

Esa tesis fue confirmada por el propio establishment norteamericano: «atravesamos un momento de grandes oportunidades» para Estados Unidos, porque «no hay otra ideología que verdaderamente pueda competir con lo que nosotros podemos ofrecerle al mundo». Los Estados Unidos deben «usar el poderío que tenemos -nuestro poderío político, nuestro poderío diplomático, nuestro poderío militar, pero especialmente el poder de nuestras ideas- para seguir comprometidos con el mundo» [i] . No por casualidad el reconocido pensador e investigador egipcio Samir Amin ha concluido que el sistema capitalista entró en una fase en la cual la disparidad centro-periferia se manifiesta en la ventaja del capitalismo central en cinco claros monopolios: a) el monopolio de control de la tecnología; b) el monopolio del acceso a los recursos naturales; c) el monopolio de los flujos financieros internacionales, d) el monopolio de la comunicación; e) el monopolio de las armas de destrucción masiva.

Con el predominio de esas dimensiones de poder global, Estados Unidos impulsa, en el siglo XXI, una estrategia hegemónica mundial que, por su alcance y pretensiones geopolíticas, asoma el inicio de un retorno «suave» [ii] de los mecanismos de dominación neocoloniales en los países situados en la periferia del sistema capitalista. El caso del África Subsahariana no es una excepción, pues la diplomacia estadounidense ha insistido en el diseño de un futuro marco de relaciones bilaterales con los países africanos atado a la existencia de valores compartidos en sus respectivos sistemas políticos y económicos, tales como: la instauración de sistemas democráticos y de derechos humanos, según la concepción occidental, y la apertura económica con estabilidad financiera conducida por los programas del Fondo Monetario Internacional (FMI).

Así, para una efectiva presencia de Estados Unidos en la región, las instituciones financieras internacionales han garantizado que las élites políticas africanas persistan en la introducción de los mecanismos de la economía neoliberal y la apertura de sus mercados. Conjuntamente al interés de entregar la gestión de los asuntos sociales a la llamada sociedad civil y a la iniciativa individual de los actores sociales, los países del África Subsahariana han aplicado una efectiva reducción de las funciones de regulación económica del estado y disminuido la participación política e ideológica de los partidos en la acción gubernamental, lo que ha debilitado -aún más- las históricamente frágiles estructuras estatales africanas.

En el contexto de la aplicación de esa estrategia, la administración demócrata de William Clinton logró la aprobación por el Congreso, en mayo del 2000, de la Ley de Crecimiento y Oportunidad Africana (AGOA por sus siglas en inglés) con el designio de estimular el «libre comercio» y propiciar la entrada de los productos norteamericanos en la región. En franca continuación de esa política, el presidente republicano George W. Bush ha movilizado sus acciones en torno al interés de construir en los países africanos sólidos mecanismos económicos y de mercado capaces de absorber las mercancías estadounidenses a contrapelo del tradicional peso económico de las ex-metrópolis europeas en el África Subsahariana. Desde el punto de vista político, la AGOA ha devenido un instrumento de chantaje y presión política en manos de Estados Unidos para influir en la toma de decisiones políticas y determinar la conducta internacional de los estados africanos a favor de los mezquinos intereses hegemónicos de las principales potencias capitalistas.

Una mezcla de nuevas expectativas y cautela genera para Estados Unidos, líder de las ocho naciones más ricas del mundo (G-8), la Nueva Asociación para el Desarrollo de Africa (NEPAD) [iii] . Atraídos por la necesidad de resolver los problemas de gobernabilidad, el Plan de Acción del G-8 en África delinea una amplia gama de iniciativas de construcción de capacidades para apoyar la adhesión de los estados africanos a los principios del «buen gobierno» [iv] y, en los marcos de la puesta en práctica de la NEPAD, «ayudarlos» en la búsqueda de normas jurídicas que eviten la ingobernabilidad de los estados y faciliten los vínculos de cooperación internacional con los países desarrollados, porque como ha explicado el conocido diplomático y académico norteamericano Chester A. Crocker, la ausencia de gobernabilidad en los estados afecta directamente a una amplia gama de intereses estadounidenses, entre ellos la promoción de los derechos humanos, el estado de derecho, la conservación del medio ambiente y las oportunidades para los inversionistas y exportadores estadounidenses.

En realidad, la NEPAD ha sido criticada por no responder con urgencia a las necesidades socioeconómicas apremiantes de los sectores más empobrecidos del continente africano: salud, educación, agua potable, alimentos, vivienda, electrificación y transportes. La iniciativa también atraviesa por un proceso de cuestionamiento político porque sus principales promotores decidieron crear un grupo de expertos con la misión de evaluar si las políticas de los estados africanos convergen con los principios de la NEPAD [v] . Se trata de la imposición de un sistema de control a la mayoría de los países de la región denominado «Mecanismo de Control por los Iguales» (Peer Review Mechanism) que insta a la realización de las metas y objetivos fundamentales de la NEPAD mediante la institucionalización de un artilugio que coincide con el fomento de los intereses y los condicionamientos políticos y económicos de las potencias capitalistas occidentales.

Por consiguiente, se ha supuesto que el éxito de la NEPAD atraería millonarias inversiones de los países industrializados y, a largo plazo, orientaría al continente en la senda del desarrollo económico y el crecimiento sostenible, lo cual no ha ocurrido, ya que para el cumplimiento de ese escenario sería necesario que los Estados Unidos y el G-8 perciban a la NEPAD como una alternativa real para el desarrollo económico y social africano. Igualmente, los gobiernos de la región deberían dejar de percibir con temor al gigante sudafricano, observado en el área como una potencia hegemónica que ha introducido con la NEPAD un instrumento de inspección y dominación en función de sus preeminentes pretensiones políticas y económicas en todo el continente.

Por lo antes expuesto, desde la primera cumbre de la NEPAD, efectuada en abril de 2002 en Dakar con la asistencia de cerca de un millar de inversionistas privados de casi todo el planeta, no pocos jefes de Estado de la región apoyaron la idea de que, más allá de la ayuda pública y los créditos, el continente africano requiere contar con la voluntad política y el establecimiento de compromisos concretos de los países industrializados para la liberación de sus mercados y el acceso africano al comercio internacional.

Aunque menos del uno por ciento (1%) de las exportaciones de los Estados Unidos estaban destinadas al África a fines del siglo XX, después de casi una década de reformas fiscales y de las políticas económicas de los países africanos, en el imaginario de los sectores de poder norteamericanos, Estados Unidos se encuentra en condiciones de expandir su comercio en el África Subsahariana. Para identificar el interés de las grandes empresas norteamericanas por el continente, basta con examinar la lista de algunos miembros del Consejo Corporativo de África, organización privada con sede en los Estados Unidos integrada por influyentes y conocidas corporaciones transnacionales: General Motors, Coca Cola, AT&T, Mobil, H.J.Heinz, IBM, Owens Corning, que con regularidad envían sus representantes a los países africanos en busca de oportunidades comerciales y se han insertado con éxito en la región obteniendo márgenes de ganancias que figuran entre los más altos del mundo [vi].

El sector empresarial norteamericano también reconoce riesgos y peligros ineludibles, que en gran medida los países africanos tendrán que superar. Los gobiernos de la región deberán mantener los procesos de privatización, desmantelar aún más las barreras al comercio y la inversión, ampliar los esfuerzos de integración regional, poner fin al soborno y la corrupción, crear una estructura jurídica que incentive la inversión extranjera, y establecer una infraestructura que permita que el comercio prospere (…) Será necesario que los líderes africanos mantengan firme el timón de la reforma económica. Se necesitará la coordinación entre las principales instituciones financieras internacionales para ayudar a aliviar las presiones inherentes al avance hacia una economía basada en el mercado [vii].

Por eso Estados Unidos se ha propuesto trabajar con dos países africanos pivotes del desarrollo económico regional: Sudáfrica y Nigeria. En ambos casos son significativos los avances de la economía privada bajo el control de las corporaciones transnacionales y la acelerada apertura externa al comercio y las inversiones internacionales. En Sierra Leona, Sudán, Liberia, Angola, la República Democrática del Congo (RDC) y la República del Congo, países con abundantes recursos naturales, la diplomacia norteamericana ha incidido, indistintamente, para el cese de los conflictos armados y la promoción de su «interés nacional».

Empero, en términos reales, los programas de ajuste estructural impuestos por el FMI en calidad de instrumento de la política exterior de los Estados Unidos, han acentuado la deformación de las economías africanas, el subdesarrollo crónico y una creciente deuda externa que representa un verdadero obstáculo para el desarrollo africano. Ya a fines del siglo XX, el FMI y el Banco Mundial (BM) habían clasificado a un total de 41 países en la categoría de «Países Pobres Altamente Endeudados», que tenían entonces una deuda de 215 000 millones de dólares; de ellos, 32 países pertenecían al África Subsahariana. A esa situación se suma la competencia desleal en determinados sectores económicos entre el centro capitalista poderoso y su débil periferia, que se ilustra con las subvenciones de los países desarrollados a su agricultura: sólo Estados Unidos destina la cifra de unos 80 000 millones de dólares [viii] al subsidio de las producciones agrícolas.

La política de Estados Unidos, que condiciona la ayuda económica a las reformas democráticas, se relaciona con la motivación estadounidense de implicarse cada vez más en los procesos políticos internos del continente africano en razón de su privilegiada posición de única superpotencia en el sistema internacional. La inconsistente retórica de los politólogos norteamericanos intenta argumentar que «África debe ser ayudada, no solamente porque la democracia es buena para el continente africano, sino porque es bueno para Estados Unidos contar con aliados democráticos en todo el mundo».

Esa vocación injerencista de Estados Unidos más allá de sus fronteras nacionales se evidencia en la estrategia de empujar a las sociedades africanas hacia procesos políticos «democráticos» y con gobernabilidad. Ese proyecto, ejecutado a través de los programas de diversas agencias como la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) [ix] y la Fundación Nacional por la Democracia (NED) [x] , ofrece apoyo logístico y financiero a grupos antigubernamentales, diseña programas para intervenir en los problemas de salud y educación de las poblaciones y otorga becas de estudios universitarios para la formación de líderes políticos y parlamentarios, interviniendo así en la construcción de nuevas fuerzas opositoras y en la vigilancia de las elecciones presidenciales en distintos países. Con el fin de obtener un mayor poder de acceso, negociación y decisión de sus misiones diplomáticas en los procesos socioeconómicos africanos, las acciones concebidas por Estados Unidos también incluyen la promoción de reconocidos africanistas e investigadores sociales de origen africano de las más destacadas universidades y centros de investigación norteamericanos al rango de embajadores en importantes estados de la región.

Más que aliados democráticos, el gobierno estadounidense desea contar con líderes africanos dóciles que se conviertan en efectivos asociados de su estrategia en términos económicos y, mediante la AGOA, consolidar redes comerciales que produzcan una relación económica perdurable con los países africanos. No obstante, la principal motivación de la penetración de los Estados Unidos en África Subsahariana se centra en los beneficios económicos que reportaría el control y explotación de sus recursos naturales: petróleo, madera, cuencas hidrográficas, diamante, oro y otros minerales raros que como el coltán son utilizados para el desarrollo de las nuevas tecnologías de las comunicaciones. Pero, de todos esos recursos naturales identificados, solo el petróleo significa una verdadera prioridad para la «seguridad nacional» de los Estados Unidos en el siglo XXI. Para ejecutar esa política, el influyente grupo de presión norteamericano African Oil Policy Group, integrado por el gobierno y el sector privado, ha solicitado al Congreso y a la administración de George W. Bush activar el fomento de la exploración y la extracción del recurso energético africano.

Pero, ¿por qué ésta inusitada atracción de los sectores empresariales y de poder estadounidenses por el África Subsahariana si el entonces candidato presidencial George W. Bush en la campaña electoral de 2002 enfatizó que África no sería una prioridad estratégica nacional? Las razones de la aparente contradicción tendrían explicación en tres factores esenciales: 1) el fracaso de la práctica hegemónica y guerrerista de la política exterior norteamericana en su propósito de conformar un «Nuevo Orden Mundial» mediante el uso de la fuerza militar. 2) Las crecientes necesidades energéticas generadas por el alto patrón de consumo de la economía de Estados Unidos y 3) las alentadoras perspectivas sobre la existencia de elevadas reservas de petróleo en la plataforma marítima atlántica africana. Veamos el desarrollo de cada uno de los factores enunciados:

El fracaso de la práctica hegemónica y guerrerista de la política exterior norteamericana en su propósito de conformar un «Nuevo Orden Mundial» mediante el uso de la fuerza militar se constata en el cuestionado éxito de la doctrina Bush de «guerras preventivas», que tras los sucesos del 11 de septiembre del 2001, proclamó la célebre «cruzada mundial» contra el terrorismo internacional que agudizó la crisis política y de seguridad en el Medio Oriente y el desencadenamiento de las criminales guerras contra Afganistán e Irak.

La ausencia de claros progresos en la imposición de un proyecto político que estabilice a todo el Medio Oriente, los frecuentes atentados de la resistencia iraquí a los pozos petroleros controlados por los ocupantes, la ausencia de un arreglo definitivo del conflicto palestino-israelí y las persistentes contradicciones en el orden político con Siria e Irán, han imposibilitado el cómodo acceso de las transnacionales estadounidenses al petróleo de esa zona. Estas razones fundamentan la determinación de considerar a África como un tema de importancia en la agenda de política exterior y de «seguridad nacional» de los Estados Unidos en las próximas décadas.

En los sectores de poder y la opinión pública estadounidense se distingue la inquietud por el empantanamiento de sus tropas en la guerra contra el «terrorismo» en Irak y el peligro potencial que esto implica para el aumento de los suministros de petróleo desde el Medio Oriente hacia Estados Unidos. Esta situación ha multiplicado las presiones de las transnacionales petroleras norteamericanas sobre el gobierno de Bush para que este encuentre otras opciones de aprovisionamiento del vital recurso energético y evitar, por esta causa, un eventual escenario de disfuncionamiento de la mayor economía mundial. Del mismo modo, preocupa que eso suceda en momentos en que Estados Unidos busca consolidar sus atributos de única superpotencia global con el diseño de políticas tendientes a dominar todas las regiones del planeta productoras de petróleo en un paisaje internacional también caracterizado por la tradicional competencia y rivalidades entre la triada de actores que conforman la emergente multipolaridad económica: Unión Europea, Japón y China.

Las crecientes necesidades energéticas generadas por el alto patrón de consumo de la economía norteamericana: El petróleo es de vital trascendencia para la economía estadounidense al constituir la fuente de dos quinta partes de la provisión total de energía del país -superando cualquier otra fuente- y porque ofrece la mayor parte del combustible para el transporte. Además, el petróleo es indispensable para el mantenimiento de la extendida política guerrerista norteamericana, que cuenta con una vasta flota de tanques, aviones, helicópteros y barcos en el teatro de operaciones militares.

La base geológica de Estados Unidos está en fase de agotamiento y ha sido explorada en su totalidad. La escasez de energía y la resultante elevación en el costo de producir electricidad a partir del gas natural fueron una de las causas de la crisis energética de California en 2000-2001. La locomotora de la economía mundial se encuentra atrapada en una compleja encrucijada en materia energética, porque ya ha consumido una parte de sus reservas y ahora importa el 54 % de sus necesidades energéticas: el 48 % proviene del hemisferio occidental, el 30 % del Golfo Pérsico y el 15 % de África, indicadores que, según previsiones, podrían agudizarse en un 60 % en el 2025. Al mismo tiempo, se estima que en los próximos diez años, Estados Unidos se convertirá en un gran importador de gas, desplazando a Japón como el mayor importador mundial de ese recurso energético, pues la demanda crece a una tasa equivalente a dos tercios de la tasa de crecimiento de toda la economía.

Para enfrentar el desafío de la creciente demanda energética, el presidente Bush estableció el Grupo Nacional de Desarrollo de Políticas de Energía (NEPDG por sus siglas en inglés) integrado por altos funcionarios públicos, que tiene la tarea de desarrollar un plan de largo alcance tendiente a satisfacer los requerimientos energéticos de los Estados Unidos. Bajo la dirección del vicepresidente Richard Cheney, el grupo produjo el informe Política Nacional de Energía (NEP por sus siglas en inglés), que fue revelado públicamente por el presidente Bush el 17 de mayo de 2001. El énfasis del documento Cheney en la obtención de fuentes cada vez mayores de energía importada para satisfacer la creciente demanda norteamericana ha tenido, desde esa fecha, un peso determinante en la formulación y toma de decisiones de la política exterior de los Estados Unidos con el fin de expandir y diversificar sus fuentes de suministros de energía.

Los funcionarios de Estados Unidos no solo estarán obligados a negociar el acceso a estas fuentes del exterior y decidir las modalidades de inversión que harán posible el aumento de la producción y la exportación de petróleo, sino que también deberán dar los pasos necesarios para que el aprovisionamiento externo del recurso energético transcurra con el menor involucramiento directo de los efectivos norteamericanos y sin los obstáculos que imponen los conflictos bélicos, las revoluciones o los desórdenes civiles. Estos imperativos regirán la política estadounidense hacia todas las regiones proveedoras de petróleo y gas [xi] . Sin duda, en ese escenario, las potencialidades africanas justifican la inclinación de los Estados Unidos por activar una fuerte presencia económica, financiera y militar en la región. En África se encuentra el 30% del potencial hidroeléctrico, y en materia de hidrocarburos posee alrededor del 10% de las reservas petroleras del mundo. Los africanos, en su conjunto, conforman un atractivo polo en desarrollo de más de 750 millones de personas y, pese al SIDA, en los próximos 10 o 20 años, serían 1 500 millones de habitantes, convirtiéndose en el segundo mercado mundial después de Asia.

Sin embargo, antes de que llegue ese momento, Estados Unidos -también otras potencias- en sus proyectos para explotar esas potencialidades no podrán descuidar el hecho de que en el 2025 el 50% de la población de África tendrá alrededor de 20 años y que el 50% de los africanos vivirá en unas 80 ciudades con más de 1 millón de habitantes cada una, mientras que la población de Europa tiende a decrecer y la de América Latina crece menos rápido cada año. Por ello, los intereses geoeconómicos obligarán a Estados Unidos y las potencias europeas a invertir en el desarrollo económico africano moviendo sus iniciativas diplomáticas hacia la consolidación de aquellos procesos de paz y esquemas de integración que favorezcan la solución de los más graves problemas socioeconómicos y el mantenimiento de la estabilidad política del continente.

Las alentadoras perspectivas sobre la existencia de elevadas reservas de petróleo en la plataforma marítima atlántica africana resultan un estímulo para la diplomacia y las transnacionales norteamericanas porque las cantidades de crudo aún por explotar están estimadas en 80 mil millones de barriles de petróleo. Con este pronóstico, la economía de los Estados Unidos, en el 2020-2025, podría importar el 25% del petróleo que consume desde una región más cercana a su costa atlántica que el Medio Oriente [xii] . Para los estrategas estadounidenses, Africa es una alternativa parcial a un Medio Oriente convulso, amenazante y percibido cada vez más como hostil para la «seguridad nacional» de Estados Unidos.

El petróleo africano es considerado de gran calidad por su bajo contenido de azufre y, a excepción de Nigeria, que es miembro de la Organización de Países Productores y Exportadores de Petróleo (OPEC), el resto de los países no están sujetos a los límites de producción coordinados por el cartel. Las exportaciones de la región sobrepasan los cuatro millones de barriles diarios, lo que representa el monto exportador conjunto de tres importantes naciones proveedoras de petróleo a Estados Unidos: Venezuela, Irán y México. En suma, la producción de petróleo africano aumentó en un 36 % en diez años contra el 16 por ciento correspondiente a los otros continentes [xiii] .

Guiados por esos indicadores, los estrategas de Washington han orientado a las compañías petroleras Exxon-Móvil, Chevrón-Texaco y a otras menos poderosas pero también influyentes como la Amerada Hess, Marathon y Ocean Energy, la exploración de los potenciales yacimientos existentes en la costa atlántica de África Subsahariana. La estrategia petrolera estadounidense pone mayor énfasis en sus relaciones con los siguientes países del área: Nigeria, Sudán, Angola, Guinea Ecuatorial, Chad, Camerún, Sao Tomé y Príncipe y la República del Congo. Examinemos la situación de cada uno de estos actores africanos y su interacción con las acciones o intereses de la política exterior norteamericana:

Nigeria. Es el primer productor y exportador africano de petróleo. De ahí procede el 90% de sus ingresos en divisas, lo que explica, en alguna medida, su dependencia del mercado internacional controlado por el «directorio» de las siete grandes potencias industrializadas. Este país podría, antes de 2007, aumentar su producción diaria de 2,2 millones de barriles a 3 millones, para luego pasar en el 2020 a 4,4 millones, lo cual podría lograr si primero resuelve la corrupción generalizada que desvía cuantiosos recursos financieros del proceso de expansión petrolera y el peligroso conflicto étnico que desalienta las inversiones extranjeras. Por el peso específico de su producción, Estados Unidos ha realizado llamamientos indirectos al gobierno nigeriano para que abandone la OPEP. La economía de Nigeria está en manos de las corporaciones petroleras Shell, Mobil y Chevron, que abastecen casi el 10 % del consumo de petróleo estadounidense.

Las administraciones Clinton y W. Bush se propusieron convertir a Nigeria en un aliado regional estable ante las situaciones de conflicto en el África Subsahariana. Este interés ha sido respetado y compartido por Sudáfrica, líder regional en el juego político con Estados Unidos para enfrentar las problemáticas del continente. Para fortalecer el estado nigeriano y su proyección regional, Estados Unidos colabora en el adiestramiento de sus fuerzas armadas para que Nigeria pueda aportar intervenciones militares de paz en el área con un mayor grado de profesionalización de sus efectivos, tal como ocurrió en la pasada década cuando sus fuerzas intervinieron en Liberia y Sierra Leona al frente del contingente de la Comunidad Económica de África Occidental (ECOWAS por sus siglas en inglés).

Sudán. Es un exportador reciente del crudo que extrae 186 000 barriles diarios, y con la terminación del oleoducto Chad-Camerún aspira dar salida a 250 000 barriles de petróleo diarios hacia el Atlántico.

El conflicto del Darfur sudanés también se enmarca en la geopolítica del petróleo y por eso fue incorporado con prontitud a la agenda exterior de la administración de George W. Bush. Estados Unidos ha presionado a las Naciones Unidas para lograr sanciones contra Sudán por la supuesta violación de derechos humanos. Con una política al estilo del «compromiso constructivo», Estados Unidos ha privilegiado la conciliación nacional entre el norte y el sur sudanés. El gobierno estadounidense se ha enfrentado a los intereses de las empresas petroleras rusas y chinas deseosas en extraer el petróleo sudanés y ganar ese mercado inexplorado para ellas. Ese escenario de rivalidad entre potencias por el petróleo sudanés quedó reflejado en las posiciones tomadas en el Consejo de Seguridad de la ONU sobre las sanciones que se debían tomar para resolver el conflicto del Darfur.

Chad: Grandes intereses financieros giran en torno al flamante oleoducto Chad-Camerún. Las ganancias inmediatas que produjo el oleoducto se calculan en 4.700 millones de dólares, y sus beneficiarios fueron las empresas Chevron, Exxon, Petronas y las instituciones prestatarias Banco Mundial y el Banco Europeo de Inversiones, mientras que Chad recibió 62 millones y Camerún 18,6 millones.

Guinea Ecuatorial. Su plataforma marítima es muy cotizada en los contratos de las actuales licencias de búsqueda de petróleo. Se considera que ese país podría convertirse, antes de 2020, en el tercer productor africano de petróleo, con una producción de alrededor de 740 000 barriles diarios y una reserva calculada en 2 mil millones de barriles de petróleo. Teniendo en cuanta esas perspectivas, Estados Unidos separó al gobierno del presidente Teodoro Obiang Nguema de la lista de los países africanos sancionados por mantener «regímenes totalitarios». En los últimos años, los vínculos financieros y bancarios con los Estados Unidos han cobrado fuerza por la convergencia de los intereses petroleros de ambos países. En este promisorio «Kuwait africano», el 75% de las concesiones petroleras fueron otorgadas a operadores estadounidenses cercanos a los círculos de poder de la administración de George W. Bush [xiv] .

Gabón. El descubrimiento en 2004 de nuevos yacimientos por parte de la empresa Shell ha motivado un desarrollo acelerado de los vínculos políticos-militares entre Libreville y Washington y que compañías estadounidenses inviertan en la exploración petrolera en este país. Colin Powell hizo en 2002 una visita histórica a este país -la primera de un secretario de estado norteamericano-, y el presidente George W. Bush, con la colaboración del presidente gabonés Omar Bongo, recibió el 13 de septiembre de 2002 a diez jefes de estado del África Central.

Si tenemos en cuenta las producciones conjuntas de la República del Congo y de Gabón, el Golfo de Guinea, con una reserva estimada en 24 mil millones de barriles de petróleo, es probable que emerja en los próximos años como el primer polo mundial de producción petrolera.

Angola. La mayoría de los recursos de hidrocarburos de la plataforma marítima angoleña están inexplorados debido a la carencia de tecnologías propias y a la guerra civil que devastó al país desde su independencia en 1975. Tras el final de la guerra y la muerte del jefe rebelde Jonas Savimbi en 2002, los gobiernos occidentales mediaron para alcanzar una paz que permita invertir y lograr una producción de 3,38 millones de barriles a fines de esta década. En la medida en que Estados Unidos trate de reducir su dependencia del petróleo del Medio Oriente, el interés en las inmensas reservas costeras de Angola podrían elevarse considerablemente [xv] .

Sao Tomé y Príncipe. Junto con Nigeria, tiene previsto explotar los recursos petroleros de una porción del Golfo de Guinea. La zona marítima al este de las islas de Sao Tomé y Príncipe resulta muy atrayente para las compañías estadounidenses, tanto como la costa de Namibia en el extremo sur. El Comando Militar de Estados Unidos en Europa, vigila, desde el 2002, la seguridad de las operaciones petroleras en el Golfo de Guinea. Y mientras el despliegue de efectivos militares norteamericanos en África Central no parece probable en el corto plazo, los estrategas del Pentágono están interesados en concluir la construcción en éste país de una base militar regional estadounidense con las características de la existente en Corea del Sur, con la expectativa de que sean necesarias operaciones militares norteamericanas en el futuro.

Otros países que también han recibido en los últimos años la afluencia de las empresas transnacionales del petróleo son: República Democrática del Congo, Sudáfrica, Costa de Marfil y la República del Congo. En el plano de las relaciones militares con algunos de los países señalados, la asistencia norteamericana a Angola y Nigeria totalizó alrededor de 300 millones de dólares durante los años fiscales 2002-2004, lo que representa un incremento significativo respecto al trienio anterior. Según el presupuesto estadounidense del año fiscal 2004, Angola y Nigeria son elegibles para recibir los excedentes de armamentos estadounidenses del Programa de Artículos Excedentes de Defensa del Pentágono. También recibirían armas estadounidenses en el marco de este programa: Camerún, Chad, Gabón, Congo-Brazzaville [xvi] .

La política exterior de los Estados Unidos, en razón de su posición de única superpotencia mundial garante de un «orden mundial» injusto, basa sus relaciones con los países petroleros mencionados en fuertes exigencias para que reorienten sus exportaciones de petróleo hacia el territorio norteamericano y, con aumentos considerables en sus producciones, propicien el descenso del alto precio internacional del crudo. También la estrategia estadounidense hacia el África Subsahariana ha combinado la geopolítica del petróleo y la creación de incentivos para encontrar algunas «soluciones» al problema de la deuda externa. La diplomacia norteamericana ha intercedido para que los miembros europeos del Club de París -acreedores de la deuda externa de los países periféricos- condonen parcialmente o renegocien la deuda de los países africanos, siempre desde una posición condicionada y mediatizada por los intereses políticos y económicos de las potencias en la región.

Particular atención tiene en la retórica norteamericana la «lucha» contra el SIDA, porque el flagelo se ha convertido en un asunto de seguridad nacional para algunos gobiernos del África Subsahariana, siendo muy graves los casos de Botswana, Zimbabwe, Zambia y Uganda con más del 35 por ciento de la población portadora del virus [xvii] . El discurso de la política exterior norteamericana no ha podido ignorar que África será incapaz de conseguir el desarrollo socioeconómico sin una iniciativa de largo alcance para controlar y erradicar el SIDA. Para enfrentar esta devastadora enfermedad, el gobierno de W. Bush se comprometió a invertir 15 000 millones de dólares en los próximos cinco años en todo el continente y en los casos de Botswana y Uganda invierte en proyectos sanitarios concretos para detener la expansión de ese padecimiento [xviii] .

La problemática del SIDA, las sequías, el cese de los conflictos armados y la vigilancia de los procesos democráticos también compromete a la diplomacia norteamericana con el desbloqueo de los préstamos del FMI y el inicio de nuevos programas de financiamiento condicionados a la transparencia en el sector petrolero y el cumplimiento de los programas de ajuste estructural en las economías subsaharianas.

Asimismo, la política de seguridad norteamericana ha expuesto sus crecientes pretensiones africanas. Después de los sucesos terroristas del 11 de septiembre del 2001, Estados Unidos dio en el concierto africano una imagen de «víctima» o de país agredido que le valió para dejar atrás los primeros años de la unipolaridad del sistema internacional, caracterizados por una serie de acontecimientos fatales: el descalabro de sus marines en Somalia en octubre de 1993, cuando en la denominada «Batalla de Mogadiscio» murieron 18 efectivos de las fuerzas especiales norteamericanas y otros 78 resultaron heridos, o su inacción frente al genocidio rwandés, debido en lo fundamental a la indefinición de la política exterior con respecto a África en la posguerra fría.

En el nuevo escenario global de la «lucha contra el terrorismo», cualquier situación de conflicto, inestabilidad y golpes de Estado que destruya las instituciones civiles y gubernamentales africanas creando un entorno caótico y desordenado se percibió como un motivo de preocupación y amenaza para la «seguridad nacional» de los Estados Unidos. Para los líderes norteamericanos, los procesos de desestabilización en el África Subsahariana podrían favorecer el asentamiento y la dinámica de organizaciones terroristas proclives a operar, en medio del caos, contra las instituciones e intereses estadounidenses en la región.

La estrategia de seguridad norteamericana ha apoyado con recursos, logística y entrenamiento los esfuerzos emprendidos por países de la zona en las operaciones de mantenimiento de la paz, en lugar de propiciar la participación directa de sus efectivos militares en las crisis africanas. Estados Unidos se propone otorgar 650 millones de USD, en el año fiscal 2005 para la Iniciativa de Apoyo a las Operaciones de la Paz, y así contribuir a las capacidades de otros países en las operaciones de mantenimiento de la paz.

Con la tendencia a proseguir la Iniciativa de Respuesta a las Crisis Africanas presentada por el presidente Clinton en 1998 durante su visita a seis países de Africa Subsahariana, la administración de W. Bush se propuso conseguir una serie de alianzas con los gobiernos africanos para poder utilizar las instalaciones militares de estos países en la realización de maniobras preventivas que se encuadran en las misiones militares de la «lucha» internacional contra posibles grupos terroristas. Con ese fin, las relaciones militares con Sudáfrica, Gabón, Nigeria, Etiopía, Uganda y Kenya figuran en las prioridades de la «estrategia preventiva antiterrorista» estadounidense, cuyo componente psicológico incluye inculcar miedo o temor en los gobiernos africanos para que acepten las donaciones de recursos militares y las propuestas de cursos de entrenamientos que, sustentados en las concepciones de la guerra antiterrorista, están conducidos a influir en el pensamiento y la acción de los círculos militares africanos.

La lógica antiterrorista de W. Bush obliga al gobierno de los Estados Unidos a ofrecer cierto apoyo a los procesos de paz en Angola, RDC [xix] , Congo y Sudán, lo cual permitiría introducir en esos países ciertas condiciones de estabilidad y paz. En ese sentido, las acciones de Estados Unidos en África Central deben ser vistas nuevamente como un gesto pacificador y de participante activo en las negociaciones que conduzcan a la resolución de los conflictos. Para Estados Unidos es una prioridad contribuir a la estabilidad en la región de los Grandes Lagos. Junto a la Unión Europea, RDC, Rwanda y Uganda, inició un proceso tripartito en el año 2004 con una serie de reuniones para encontrar soluciones a los conflictos y continuar desplegando con la Unión Europea un «liderazgo compartido» en esta área. A la administración norteamericana también le preocupa la evolución de la situación política interna y el potencial peligro que representan las contradicciones étnico-religiosas -sin soslayar la expansión del Islam- en Burundi, Costa de Marfil, Kenya, Nigeria, Liberia y Zimbabwe, países que ahora son observados en el límite de una latente inestabilidad.

Por otra parte, el recorrido del presidente George W. Bush del 8 al 11 de julio del 2003 por Senegal, Botswana, Nigeria, Uganda y Sudáfrica simbolizó el colofón de los acelerados planes geoestratégicos trazados por Estados Unidos hacia la región. Sin embargo, resultó significativo que la respuesta africana a la presencia de Bush fuese más pobre de lo que esperaba la misma administración norteamericana, con la excepción de Senegal, que confirmó la creciente influencia estadounidense sobre su presidente Addoulaye Wade y, en especial, su acentuado rol de pieza clave en el entramado de maniobras y rejuegos políticos de la estrategia del imperio en África.

Más allá del pragmático objetivo de ganar el amplio respaldo de los sectores afro-norteamericanos en el crucial momento electoral de los republicanos y de la necesidad de superar el descontento africano con la ocupación de Iraq, la mencionada gira de Bush demostró que la proyección hegemónica mundial de Estados Unidos comprende el muchas veces llamado continente «olvidado» y, por lo tanto, es una conducta que entra en pugna con los espacios geopolíticos africanos controlados por otras potencias en el sistema internacional que, como Francia, rivalizan por conservar sus tradicionales e influyentes posiciones en la toma de decisiones políticas de los dependientes estados africanos.

En resumen, la política imperial hacia África Subsahariana en el segundo período de Bush podría carecer de nuevas elaboraciones o iniciativas originales, pero mantendría su énfasis en los tres componentes básicos de la estrategia de política exterior africana de las administraciones precedentes: el desarrollo del comercio, de las inversiones privadas y la expansión de la ayuda financiera para la explotación de los vastos recursos energéticos disponibles en la zona.

Sin embargo, el progreso de las iniciativas estadounidenses para el África Subsahariana se vería afectado por las limitaciones en recursos financieros que impone el abultado déficit fiscal y comercial norteamericano proveniente, en buena medida, de la sobredimensionada dinámica militarista en Irak y las amenazas de un prolongado periodo de «guerras preventivas», que apunta como primeros blancos a Irán, Siria u otros estados situados en el peligroso y convulso Arco de Crisis meso-oriental. Si bien durante la «Guerra Fría» para Estados Unidos los recursos naturales constituyeron una preocupación subordinada a las dimensiones políticas e ideológicas de la rivalidad bipolar, es ahora, cuando el equilibrio de poder mundial es inexistente, que el acceso seguro a los vitales recursos naturales tiene una posición central en las proyecciones de la política exterior y de seguridad norteamericana.

En el sistema internacional del siglo XXI, el accionar hegemónico de Estados Unidos propiciará el acomodo de los intereses vitales de la superpotencia en el potencial mapa de los recursos naturales del África Subsahariana. La política exterior estadounidense en torno al petróleo y al gas africano podría estar signada por una nueva doctrina de intervencionismo ilustrado -democracia y «buen gobierno»- que involucrará más profundamente a la superpotencia en los asuntos políticos y económicos de los gobiernos africanos claves en la producción de petróleo. En algunos casos implicará el envío de armas y asistencia militar a regímenes amigos. Y en otros en los que se perciba una amenaza directa al flujo de petróleo cabría esperar el uso de la fuerza y la intervención militar como una última opción, porque en términos reales genocidio y guerra por petróleo ha sido rasgos dominantes de la política exterior de la administración de W. Bush.

La recomposición y estrechamiento de las relaciones políticas y económicas estadounidenses con los estados africanos ofrece la perspectiva de una relativa declinación de la histórica influencia y control de los aliados europeos -antiguas potencias coloniales- sobre África, lo cual perfila a Estados Unidos como el actor internacional con mayores posibilidades de influir en los destinos de la región en una centuria que podría caracterizarse por una intensa dinámica de competencia, conflicto y cooperación en las relaciones internacionales por el dominio de los indispensables recursos energéticos y el acceso a los mercados emergentes globales.

* Leyde E. Rodríguez. Profesor de Teoría Política Internacional en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales «Raúl Roa García» (Cuba).

Notas:

[i] Colin Powell, Secretario de Estado del primer período presidencial de George W. Bush, por su pertenencia al sector afro-norteamericano con influencia política en el gobierno, contribuyó a activar los contactos de Estados Unidos con los Jefes de Estado en África Subsahariana. Véase comentario citado de Powell en: « Declaración ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado», 17 de enero de 2001. Agenda de la Política Exterior de los Estados Unidos, Marzo, 2001.

[ii] Entendido como «poder suave o carismático», las nuevas tecnologías de la información, el «comercio libre» y la imposición de patrones culturales occidentales impiden cualquier factor de cambio real en el orden político y socioeconómico al interior de los países y en las relaciones internacionales contemporáneas. Véase de Octavio Ianni, «El príncipe electrónico«. Revista de Ciencias Sociales, Buenos Aires, 2001, p.25.

[iii] Es el programa que la Organización de la Unión Africana (UA) adoptó en julio de 2001 a fin de alcanzar sus objetivos de desarrollo socio-económico, a partir de las iniciativas presentadas por Sudáfrica y Senegal.

[iv] También entendido en español como «gobernabilidad», el término es usado por el FMI y el Banco Mundial proveniente de la expresión inglesa «good governance». El concepto «buen gobierno» es un eufemismo que intenta esconder la aplicación de «nuevos métodos» de dominación de los países subdesarrollados por las potencias capitalistas.

[v] La decisión fue tomada en la Cumbre de la Unión Africana celebrada en Maputo, Mozambique, en julio de 2003.

[vi] De acuerdo con Mima Nedelcovych, Vicepresidenta del Consejo Corporativo de Africa y ex directora ejecutiva estadounidense del Banco de Desarrollo Africano. Véase su artículo en «Nuevas Oportunidades para la Inversión Extranjera». Agenda de la Política Exterior de los Estados Unidos de América, Vol. 2, Nro. 2, abril de 1997.

[vii] Ibídem.

[viii] La deuda africana se calcula en unos 335 000 millones de dólares. Véase sobre el tema de Thomas Callaghy: «Globalization and marginalization: Debt and the international Underclass«. Current History, vol. 96, No. 613, Nov 1997, p. 394.

[ix] U.S.Agency for International Development. Creada en 1961 por el Presidente John F. Kennedy, tiene entre sus objetivos la promoción de las reformas «democráticas» en los países de la periferia capitalista.

[x] Creada en 1983, la NED (National Endowment for Democracy) es una organización «privada» al servicio de la promoción de los intereses «neoconservadores» del gobierno de Estados Unidos en el mundo.

[xi] Según el informe Cheney, se espera que Africa Occidental sea una de las fuentes de petróleo y gas para el mercado estadounidense, pero los estrategas norteamericanos temen que el conflicto político y las guerras étnicas frustren los esfuerzos por obtener más petróleo africano, Véase esa proyección en el trabajo de Michael T. Klare, «Sangre por petróleo: La estrategia energética de Bush y Cheney» en: El Nuevo Desafio Imperial, Ibídem, Pp. 208-230.

[xii] Actualmente Estados Unidos importa de Africa Subsahariana el 16% del petróleo que consume. Sólo en el 2001, Estados Unidos importó 68,1 millones de toneladas de petróleo y gas de esa región. Sobre la situación energética de Estados Unidos, véase Conferencia de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo. «Los servicios energéticos en el comercio internacional: consecuencias para el desarrollo», 18 de junio de 2001: htt://www.unctad.org

[xiii] Ibídem.

[xiv] Véase, de Ken Silverstein, «Oil Politics in the Kuwait of Africa», The Nation, New York, April 22, 2002.

[xv] Véase, de Tony Hodges, Angola: Anatomy of an Oil State, Segunda Edición. Bloomington: Indiana University Press, 2004.

[xvi] Para ampliar sobre la estrategia global de Estados Unidos, véase El Nuevo Desafio Imperial, Socialist Register, New York, 2004.

[xvii] Sobre las enfermedades que amenazan nuestra civilización, véase de Michael B. A. Oldstone, «Virus, pestes e historia». Fondo de Cultura Económica, México, 2002.

[xviii] Iniciativa financiera esbozada por Bush durante su visita oficial a Àfrica, en julio de 2003, que incluyó los siguientes países: Senegal, Botswana, Nigeria, Uganda y Sudáfrica. Sobre la proyección republicana hacia el problema del SIDA en Africa.

[xix] En el caso de la RDC, Walter Kansteiner, Subsecretario de Estado norteamericano para Africa, reconoció que Estados Unidos mantuvo contactos con la Misión de la ONU en Kinshasa (MONUC) y otros dirigentes, tanto de la rebelión como del gobierno congolés, para finalizar la guerra. Véase declaraciones de Walter Kansteiner en: «Àfrica no se desarrollará si las guerras continúan», periódico L’Avenir, Kinshasa, 28, noviembre, 2002, p. 4.