Deutsche Welle se acerca al escenario de uno de los episodios más oscuros de la guerra de Libia
Ali Ahmed nos recibe en una especie de capilla ardiente instalada entre los escombros de su antigua casa. 35 retratos cruzan sus miradas desde las cuatro paredes de esta pequeña habitación de paredes agrietadas. Estamos en Majer, una localidad a 160 kilómetros al este de Trípoli antes conocida por su zumo de dátiles. A partir del 8 de agosto su nombre va íntimamente ligado a la que quizás haya sido la mayor masacre cometida por la OTAN en Libia.
Alí Ahmed fue testigo directo de aquello:
«Ocurrió pasadas las 11 de la noche. Fue todo muy rápido», dice Alí, señalando el retrato de Anan, su hermana. Dos bombas de 500 libras lanzadas desde el aire convirtieron las tres plantas de esta casa en un sandwich de escombros que se comió a catorce personas -cinco de ellos niños- y mutiló a otros tantos. Ali tuvo suerte ya que dormía en esta misma habitación a la altura de la calle, la única que no quedó reducida a escombros.
«Había otras tres familias en casa además de los Ahmed: una de Bengasi y la nuestra», recuerda Ayed Hamid, otro de los supervivientes. Perdió a su hermana Salima, y tres de los cinco niños muertos eran sus sobrinos.
«¿Se sabe ya por qué bombardeó la OTAN nuestra casa?», pregunta el joven, con una curiosidad no fingida que parece disimular su dolor.
La OTAN atacó cuatro viviendas aquella noche, dos de las cuales estaban vacías. A aquellas las catorce víctimas en la casa de los Ahmed se les sumarían otras 21 en otra vivienda. Muhammed Ali Jarud tampoco olvidará aquella noche:
«El primer ataque fue pasadas la once. A la una de la madrugada se había acercado mucha gente del pueblo para ayudarnos a rescatar a los nuestros de entre los escombros y cayó otra bomba». Ali Jarud perdió a su madre en el bombardeo pero también a una hermana y su marido, así como al bebé de ocho días de éstos.
«Nos habíamos reunido para el iftar -la cena que rompe el ayuno diario durante el mes del ramadán. Explica el joven de 26 años. Hoy trabaja contrarreloj junto con tres amigos para rehabilitar una casa a la que trasladarse antes de que llegue el invierno.
«En esta comunidad nos ayudamos mucho los unos a los otros, de lo contrario no podríamos sobrevivir», añade el joven, que sólo ha accedido a hablar con nosotros una vez que nos hemos puesto fuera de la vista de los que controlan hoy Majer.
«Tenemos muchos problemas con los milicianos y no queremos que nos vean hablando con periodistas», explica.
Los recelos del joven no son injustificados ya que los arrestos arbitrarios en antiguos bastiones gadafistas están a la orden del día, y Majer no es una excepción.
Red de mentiras
Es probable que nunca conozcamos la dimensión real de lo que ocurrió realmente en Majer. El silencio de la mayoría de los afectados corre paralelo al que han guardado los medios que, salvo honrosas pero contadas excepciones, prefirieron no dar cuenta de lo ocurrido. Las escasas informaciones aportadas por el antiguo Gobierno libio y la OTAN se contradicen por lo que la única certeza en torno a la masacre de Majer es que alguien miente.
En la mañana del nueve de agosto, el entonces portavoz del Gobierno de Gaddafi, Musa Ibrahim, acompañaba a una delegación de periodistas internacionales al lugar de los hechos y les conminaba a contar lo que allí veían. Las cifras dadas del Gobierno libio que repetía Ibrahim hablaban de 85 entre los que se incluían 33 niños. Los periodistas reportaron 30 cuerpos en la morgue local. Los otros 50 habrían sido trasladados a otros lugares para entierro familiar, y los heridos urgentemente llevados a Trípoli.
Según Ibrahim, el objetivo de aquel ataque habría sido el de «abrir la puerta del sur hasta la ciudad de Zlitan -a 10 kilómetros de Majer- para avanzar desde allí hacia Trípoli».
Después de la comparecencia del portavoz libio, los periodistas destacados en la zona asistieron a los funerales de 28 cadáveres, cada uno cubierto con la bandera verde de la Libia de Gadafi.
48 horas más después de que la primera bomba destrozara la casa de los Ahmed, la OTAN aseguraba tener un balance completo de lo ocurrido: «cuatro edificios y nueve vehículos destruidos entre las 23:33 del lunes 8 de agosto y las 2:34 del martes 9». Los horarios de los ataques coincidían con los testimonios de los residentes de Majer, no así la descripción de los objetivos:
«Los objetivos bombardeados constituían un entramado militar oculto y no tenemos evidencia de que se hayan producido víctimas civiles», explicaban Carmen Romero – vice-portavoz de la OTAN- y el coronel Roland Lavoie, en una rueda de prensa conjunta entre Nápoles y Bruselas. Ambos coincidían en que la OTAN «toma siempre medidas extraordinarias antes de un ataque para proteger a los civiles».
Oídos sordos
A pesar de numerosos requerimientos de Amnistía Internacional y Naciones Unidas para que se investiguen posibles víctimas civiles, la OTAN aplica su protocolo en Afganistán negando toda acusación y rechazando cualquier investigación al respecto.
Por el momento, nadie ha pedido perdón a Milad Ibrahim. Este hombre de 33 años sigue emocionándose cada vez que visita la tumba de su hermano Mustafa. Sabe que sus restos descansan en este espacio de unos 20 metros cuadrados, pero no exactamente dónde. No obstante, siempre reza desde la parte norte del mismo.
«A este lado enterramos los restos de los hombres y a ese otro los de las mujeres porque no pudimos identificar muchos de los cuerpos», explica Ibrahim, siempre vigilante de las patrullas que atraviesan Majer en sus pick-up.
Tres meses después del ataque, el reconocimiento hacia las familias parece más lejano cada día que pasa. Es cierto que sus testimonios no pueden ser tomados como pruebas pero todo apunta a que algo realmente significativo ocurrió aquella noche de agosto. Sea como fuere, puede que proteger a estas familias de la persecución que sufren hoy a manos del nuevo régimen libio constituya la prioridad más urgente.
Fuente: http://www.dw-world.de/dw/article/0,,15548186,00.html