Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Mientras Túnez tuvo el 23 de octubre sus primeras elecciones post-«revolución» y Egipto le seguirá el 28 de noviembre, se está aproximando velozmente una fecha infausta, aunque relevante, de la historia argelina. El 11 de enero se cumplirá el XX aniversario del golpe militar que canceló las elecciones y la temprana «Primavera Árabe» en Argelia, iniciando la «década sangrienta» de los años noventa con una guerra civil entre los islamistas y el ejército. Aunque ninguno de los dos contextos tienen idénticos grupos y equilibrios de fuerzas socio-políticas, incluso en un área geográfica limitada como es el Norte de África, las dinámicas de la experiencia argelina de «liberalización política» de hace dos décadas ofrecen a menudo lecciones útiles a los países de la Primavera Árabe del momento presente.
En efecto, probablemente la única razón destacada por la que Argelia no se unió a Túnez y Egipto durante los últimos meses en la escalada de los enormes desafíos de las masas ante su propio régimen autoritario fue precisamente por el hecho de que los argelinos habían experimentado un proceso aparentemente similar entre 1988 y 1991, con horrendos resultados de violencia durante casi toda la década de los noventa. Los civiles que no participaron en la guerra civil entre islamistas y ejército sufrieron, con diferencia, el mayor número de víctimas del total estimado de alrededor de 200.000 muertos, muchas decenas de miles de heridos y unos 20.000 «desaparecidos». Por comparación, esas cifras empequeñecen las tasas de víctimas habidas hasta la fecha en Túnez, Egipto e incluso en Libia, Yemen, Bahrain y Siria.
En el verano de 1988, miles de obreros de un suburbio industrial de Argel y otros más por todo el país iniciaron una serie de huelgas contra las medidas de austeridad impuestas, desafiando al mismo régimen neoliberal. Dos semanas después, a primeros de octubre, tras el precedente de los primeros y multitudinarios levantamientos urbanos de varios años antes en Constantina, Setif, Argel y Orán, los jóvenes argelinos iniciaron masivos desafíos callejeros con manifestaciones y disturbios por el centro de la capital de Argelia, Argel. Impulsados en gran parte por el mismo conjunto de factores que articularon la pasada primavera en Túnez, Egipto y otros lugares del mundo árabe, los jóvenes se sentían completamente marginados por el régimen tanto a nivel político como económico y social.
La esfera política estaba clausurada a cualquier participación significativa de las bases y así llevaba desde los primeros años de la independencia en 1962. El desempleo entre los jóvenes (alrededor de las tres cuartas partes de los argelinos tienen menos de 35 años) era astronómico y la inmensa brecha entre los líderes/beneficiarios acomodados del régimen, todo bajo control del ejército, y la gran mayoría sin conexión alguna se vio aún más acentuada por las medidas de austeridad que el FMI y el Banco Mundial habían impuesto a Argelia. La continuada escasez de vivienda obligaba a los jóvenes a permanecer con sus familias en barrios atestados, sin prácticamente posibilidad alguna de acceder a su propia independencia social. El permanente acoso policial solo añadía mayor afrenta. A Argelia se la percibía como una constante provocación por su gran porcentaje de jóvenes sin porvenir alguno.
Todo esto le suena familiar a quienes han estado siguiendo de cerca las luchas de los que se manifestaban por las calles del centro de Túnez o en la Plaza de Tahrir en El Cairo. En las manifestaciones de Argel de 1988, al igual que en la primavera pasada en Túnez y El Cairo, los islamistas políticos se incorporaron después de varios días y sufrieron, junto a los no islamistas, la masacre de cientos de arrestos masivos a manos de la policía y del ejército.
Tras intensas protestas contra esa represión, el régimen argelino del presidente Chadli anunció importantes reformas políticas, al parecer intentando apaciguar a la población para facilitar además la liberalización económica. Desde comienzos de 1989 hasta finales de 1991, Argelia experimentó su contexto político más libre desde la independencia, como algunos lo llaman ahora «el paréntesis democrático de Argelia». Una constitución nueva autorizó la aparición legal de antiguos y nuevos partidos políticos en contraposición al monopolio anterior del FLN. También se permitió toda una variedad de nuevos periódicos, editoriales, sindicatos autónomos y otras organizaciones de la «sociedad civil».
Más que el veterano, popular y moderado partido del Frente de Fuerzas Socialistas (FFS), fue un nuevo partido islamista, el Frente de Salvación Islámica (FIS), el que más se benefició. Unificando varias ramas de activistas islamistas que anteriormente tenían prohibida la actividad política abierta, el FIS articuló y movilizó el impulso de la oposición a través de llamamientos religiosos y el apoyo social de base de electores antes sin voz y que tanto habían sufrido.
El islamismo político argelino se había ido sofisticando y fortaleciendo gradualmente desde los años de la década de 1960, en parte porque, para muchos, parecía ser la única salida posible a la oposición (después de todo no podían cerrar todas las mezquitas). De cierta forma, el movimiento sacó ventaja también de la continua contemporización del régimen con medidas tales como un retrógrado Código de Familia, la arabización en la educación, la importación de cientos de profesores musulmanes de todo el Oriente Medio y la construcción de un inmenso número de nuevas mezquitas. Los islamistas políticos se envalentonaron también a causa de los cambios en el régimen iraní y después en el afgano. Se fijaron elecciones municipales para 1990 y elecciones legislativas nacionales para el año siguiente.
Este es, aproximadamente, el punto en el que tanto Túnez como Egipto se encuentran hoy en día. Tras una gran insurgencia de base que obligó a marcharse a los veteranos dictadores y con las ganadas promesas de reformas políticas (aunque aún queda mucho del antiguo régimen en el poder), los activistas laicos se enfrentan ahora a partidos políticos islamistas en crecimiento recién legalizados. Las elecciones de Túnez y Egipto ofrecen una medida pública de la fuerza relativa de los islamistas. En ambos países, como antes en Argelia, el rápido impulso organizativo asegura a los islamistas un importante papel político en ambos países, como ha quedado demostrado en su democrática victoria en Túnez.
De forma parecida, en junio de 1990, el FIS argelino barrió en la mayoría de las protestas municipales y regionales (en las que el FFS no participó) dedicándose de inmediato a administrar, dentro de los límites definidos por el régimen, cientos de gobiernos locales, e incluso municipales, en y alrededor del mismo Argel.
En Túnez, el renacido, popular y bien organizado Partido Islamista En-Nahda se ha comprometido con una democracia pluralista y liberal, con igualdad de derechos para las mujeres y libertades civiles. Sin embargo, a los ojos de algunos, la financiación parcial del partido proveniente de los estados del Golfo, la reciente violencia callejera de los salafíes, el resurgido debate público sobre temas religiosos conservadores (incluido el derecho a la poligamia) y determinadas ambigüedades en los mensajes preelectorales de En-Nahda no son muy tranquilizadores. Con el tiempo, la falta de puestos de trabajo, de condiciones dignas de trabajo, de más viviendas y de respeto desde las autoridades públicas podría bien llevar a los más jóvenes fuera de las alternativas laicas o islamistas moderadas, a pesar de la cultura política de Túnez, por lo general más tolerante que en otros lugares. Sin embargo, el ejército tunecino, con un puesto secundario frente a la policía con el depuesto dictador Ben Ali, no tiene el continuado y decisivo papel de control que tienen los ejércitos de Egipto y Argelia.
El futuro político de Egipto parece ser potencialmente mucho más explosivo. Allí, la gran y bien organizada Hermandad Musulmana ha lanzado su propio Partido por la Paz y la Justicia y planea luchar por el 50% de los escaños legislativos. La presencia también de otros partidos islamistas más pequeños les asegura al parecer un importante, cuando no decisivo, papel político en la preparación de una nueva constitución y en la formación de un nuevo gobierno civil. Aunque la Hermandad Musulmana, al igual que la En-Nahda de Túnez ha declarado también más recientemente que apoya la democracia liberal y los derechos de la mujer, algunos elementos salafíes han mostrado ya un lado militante menos tolerante, como en los recientes ataques violentos contra los cristianos coptos. Aunque los islamistas coexisten bien ahora con la cúpula militar, si esta decidiera retrasar o detener la transición a un gobierno civil, la radicalización de una gran parte de la Hermandad y de otros grupos islamistas sigue siendo un potencial seguro.
Hace dos décadas, el régimen argelino, dominado por el ejército tras las bambalinas, trató de controlar el liberalizado contexto político enfrentando al FIS islamista y a un nuevo partido de base bereber, la Agrupación por la Cultura y la Democracia (RCD, por sus siglas en francés), contra el FFS, confiando en beneficiar así al FLN a nivel interno. Además, ahora parece haber quedado patente que la fuerza de la seguridad militar, el DRS, estaba también infiltrando fuertemente al mismo FIS, para asegurar así que ningún impulso serio de este Frente pudiera canalizarse y manipularse, bien a papeles limitados y seguros o, alternativamente, a una posición de tan obvia amenaza para los argelinos no islamistas que una intervención militar abierta pudiera considerarse aceptable. En cualquier caso, el ejército de Argelia preservaría su posición preeminente, con todas las recompensas lucrativas de corrupción material así permitidas.
Lo que acaeció en Argelia tras las bambalinas aún sigue estando en gran medida oculto. Cuando el FIS islamista (quizá guiado por la inteligencia militar) buscó forzar las elecciones legislativas a mediados de 1991 mediante una huelga general que resultó en gran medida un fracaso pero que, sin embargo, le sirvió de excusa al régimen para arrestar a los dirigentes del FIS y a miles de sus activistas. Aunque algunos en el FIS deseaban pasar de inmediato a la resistencia armada, el ala «electoral» ganó el debate interno. Con el empuje del FIS al parecer seriamente frenado por los acontecimientos del verano, se fijaron elecciones legislativas a dos vueltas para diciembre de 1991/enero de 1992. Pero al acercarse las elecciones, la energía y capacidad de organización del FIS se recuperó. Ese partido barrió en la primera vuelta y estaba claramente en vías de conseguir una mayoría en la Asamblea Nacional y un papel importante en la gobernanza de Argelia.
Amenazado por la amplitud de ese impulso del FIS, pero ahora con la excusa preparada de una intervención explícita, el ejército argelino canceló la segunda vuelta de enero de 1992, depuso al presidente Chadli y estableció su propio Alto Comité de Estado para gobernar oficialmente el país. Al mismo tiempo, los arrestos de miles de activistas del FIS y la furia de sus militantes y otros elementos acabaron en los primeros enfrentamientos armados entre las guerrillas islamistas y las fuerzas represoras de la policía y el ejército. En pocos meses, además del ala militar del FIS (el AIS), se creó una nueva fuerza guerrillera islamista radical, el GIA. De nuevo, y desde las pruebas de que se dispone, parece que el GIA fue o bien en gran medida un producto de la fuerza de seguridad del ejército o al menos estuvo infiltrado de forma importante y parcialmente controlado por la misma.
Lo que vino enseguida a continuación en Argelia fue un sinfín de enfrentamientos armados, asesinatos de civiles, secuestros y violaciones, así como las masacres de pueblos enteros. Aunque el ejército infiltró o manipuló a los islamistas y a las fuerzas de la guerrilla islamista, los civiles no militantes se encontraron metidos en medio, indefensos y vulnerables y sin alivio aparente hasta que, a causa del mutuo agotamiento, los islamistas armados del FIS y el régimen acordaron una tregua en 1997. Siguieron otros programas de amnistía en los años finales de los noventa y años subsiguientes, estipulando que ambos, las antiguas guerrillas y el ejército mismo, quedaban a salvo de cualquier actuación legal de sus víctimas.
Aunque el escenario argelino parece menos probable en Túnez, sigue siendo una posibilidad real en Egipto. En este país, el tan arraigado ejército tiene todas las razones para tratar de preservar su poder y privilegios militares mediante medidas contrarrevolucionarias. Hasta la fecha, el ejército post-Mubarak sigue enviando señales mixtas. Aunque promete elecciones, un gobierno civil y una nueva constitución, ese ejército continúa encarcelando a miles de manifestantes tras rápidos «enjuiciamientos» en tribunales militares y ha ampliado las normativas del estado de emergencia para poder tomar enérgicas medidas contra los medios críticos y los cientos de miles de trabajadores y estudiantes en continuas huelgas. De forma creciente, los manifestantes de base ven muchas continuidades con el régimen de Mubarak en vez del cambio esperado. En la calle, los eslóganes con «Abajo Tantawi» (el jefe del ejército y ministro de defensa del depuesto gobierno) ha sustituido al «Abajo Mubarak» y las explosivas frustraciones políticas, económicas y sociales que llevaron a la caída del último podría fácilmente resurgir otra vez de nuevo. En efecto, aunque algunos comentaristas observan una cierta «hartura de manifestaciones», la inmensa oleada actual de huelgas laborales organizadas por sindicatos independientes no tiene precedentes.
Al mismo tiempo, es muy evidente la creciente marea del islamismo político en Egipto, quizá con aproximadamente el mismo potencial de apoyo electoral al Partido por la Justicia y la Libertad como por el FIS en Argelia dos décadas antes. Aunque compuesto de varias ramas, como ocurría con el FIS de Argelia, como poco algunos islamistas egipcios parecen más próximos al régimen que gran parte de la oposición laica al mismo. Y sin duda, como en Argelia, el ejército ha infiltrado extensamente tanto a los islamistas como a las fuerzas laicas de la oposición. No hay duda tampoco de que hay voces en el ejército queriendo manipular a las fragmentadas fuerzas políticas civiles (incluyendo cristianos coptos frente a musulmanes) unas contra otras, como en Argelia, con el mismo objetivo de mantener el gobierno militar tras una fachada reformista «democrática». Como se vio anteriormente en Argelia, no solo esa manipulación contradice el supuesto compromiso con un régimen liberalizado, es también una empresa extremadamente peligrosa.
Aparte de que los civiles egipcios de a pie tengan que enfrentarse a las arraigadas fuerzas represivas y a la «clase política» elitista, quizá puedan verse finalmente cogidos en un conflicto desesperado entre el ejército y los indignados islamistas políticos armados ante la perspectiva de que se les niegue su «derecho» al dominio político ante el umbral mismo de su éxito. Ya sea a través de una fuerza armada o no, la perspectiva de un dominio islamista puede utilizarse potencialmente después, como en Argelia, para chantajear a las fuerzas más laicas para que acepten el «mal menor» de la continuación del dominio militar. Y sin lugar a dudas, EEUU y otras potencias occidentales apoyarán tal régimen, al igual que apoyarían la intervención militar si una coalición populista de izquierdas emergiera sorprendentemente para tomar el poder.
Desde luego, la estrategia de la elite en el poder de enfrentar a los partidos religiosos/conservadores con los reformistas laicos es un modelo que resulta también muy familiar en la política estadounidense. Sin embargo, en el norte de África, donde la polarización política puede ser más extrema y donde el papel de la elite militar es más explícito, que ésta manipule abiertamente los resultados políticos puede ser, como en la Argelia de los noventa, mucho más explosivo y letal.
No obstante, una tercera alternativa, a más largo plazo, sería rechazar la obsesión por las políticas electorales a favor de una insurrección popular igualitaria que derroque completamente al régimen manipulador, afirmando la libertad frente al ejército, a los partidos políticos y las elites religiosas y económicas conjuntamente consideradas. Tal potencial, más allá de los logros de la Primavera Árabe, se enfrenta a obstáculos enormes en Argelia y en más lugares del mundo árabe y necesitaría, para poder tener éxito, tanto de una serie de catalizadores sociales críticos como de una importante organización horizontal de base local.
David Porter es profesor emérito de ciencia política e historia en la Universidad Estatal de Nueva York. El próximo mes de noviembre publicará en AK Press un nuevo libro «Eyes to the South: French Anarchists and Algeria».
Fuente: http://www.counterpunch.org/