Una ecuación de la historia del poder
A lo largo de la historia, podemos observar un patrón frecuente y consistente que atraviesa diferentes períodos, sistemas económicos y culturas, el cual puede sintetizarse en una ecuación mínima y simple, pero con diversas derivaciones: P = d.t -donde P es el poder hegemónico (no necesita ser un poder absoluto para ser un poder dictatorial); d representa la disidencia a P, la diversidad (cultural, ideológica, política, económica) y la “libertad de expresión”; y t significa la tolerancia de ese poder hacia la d.
Si despejamos t, tendremos: t = P/d -lo cual nos lleva a deducir que, a medida que aumenta la disidencia-diversidad-libertad de expresión (d) en un sistema social dado, la tolerancia (t) disminuye, al menos que el poder (P) aumente en la misma proporción. Un P dominante debilitado o cuestionado con alternativas o por un contexto social cambiante, tiene un nivel bajo de tolerancia a la disidencia en todas sus formas. Un poder hegemónico sin oposición real adorna su Pax Romana con una mayor tolerancia que confirma su legitimidad ante propios y ajenos.
Naturalmente, este es una lógica que se refiere a los equilibrios de poderes. Es un equilibrio de suma cero: P – d.t = 0
A partir de ahí, podemos preguntarnos ¿qué ocurre cuando la ecuación no logra cerrar en cero? La respuesta es una conjetura derivada directamente de la fórmula: en ese caso estamos ante una revolución donde un orden reemplaza (de forma violenta, según la Trampa de Tucídides) a otro y, luego de un cruce Pa = Pc se establece un nuevo orden: Pc >Pacon un cambio de roles. Entonces, siguiendo la fórmula original,
Tanto un poder hegemónico en decadencia como un poder hegemónico en ascenso se regirán por la misma fórmula P = d.t, pero el choque entre los dos sistemas en conflicto no puede resistir el equilibrio de la fórmula (por ejemplo, Pa – d.t = 3 o Pc – d.t = -2.
Tolerantes, mientras el poder no tiemble
Si juzgamos el primer siglo de nuestra era por los relatos bíblicos (reales, imaginarios o distorsionados por la repetición y la conveniencia) veremos siempre la misma dinámica. A Jesús lo crucificó el establishment político de una clase judía dominante en complicidad con el imperio de turno que permitía libertad de expresión y libertad de religión siempre y cuando el desorden no cuestionase su hegemonía política en la colonia. Con el surgimiento del cristianismo y el posterior declive del Imperio, la persecución y la intolerancia hacia estos (d) disidentes se incrementaron hasta el quiebre de principios del siglo IV.
Tanto Jesús como otros subversivos de la época (desde los zelotes hasta los sicarii o sicarios, ambos considerados terroristas por oponerse con violencia a la ocupación del imperio) cuestionaron la pirámide del poder de diferentes formas, por lo cual la resolución fue un juicio sumario y una ejecución política con el mismo método que por entonces se usaba para ejecutar a los criminales. El mal ejemplo de Jesús radicaba en un cuestionamiento no violento al poder de los ricos y poderosos y a las injusticias sociales, algo por demás común en la tradición de los llamados profetas bíblicos y, por lo tanto, especialmente peligroso. En el caso de una resistencia anticolonial, era algo temido por el poder con mayor perplejidad que la resistencia armada.
Lo mismo podemos decir de la ejecución política de Sócrates cuatro siglos antes, cuando su disidencia tocó los nervios más sensibles del poder de la democracia ateniense. A Sócrates se lo acusó de corromper a la juventud con demasiados cuestionamientos (su recurso de la mayéutica o “asistente de partos”) y por sus demasiadas dudas sobre los dioses dominantes de Atenas.
Entre los períodos de mayor intolerancia en Europa están aquellos donde el poder dominante fue cuestionado o amenazado. Europa irradia una imagen de civilización, paz y libertad, pero su historia de obsesiva y continua violencia dicen exactamente lo contrario. En la Edad Media, su fanatismo se tradujo en las Cruzadas “contra el infiel” (el poder político e intelectual del momento: el mundo musulmán) y por la Inquisición, paradigma de la intolerancia a la disidencia, a la libertad de expresión. La brutalidad de esta policía ideológica (origen de la policía moderna y de las agencias secretas como la CIA o la NSA) tuvo diferentes momentos y, en todos los casos, fue una respuesta del poder a las nuevas amenazas de opinión. Desde la persecución de cátaros y valdenses en el siglo XII, la intolerancia del catolicismo español durante la llamada Reconquista (que contrastó con una mayor tolerancia del poder hegemónico por entonces, el Mundo islámico, su principal enemigo), hasta la lucha contra los nuevos herejes, los protestantes y su reforma subversiva del siglo XVI.
La libertad de expresión de las sociedades abiertas
A lo largo de los últimos cuatro siglos de la Humanidad, los imperios más brutales, racistas, opresivos y genocidas han sido democracias. Democracias políticas y dictaduras económicas. Regímenes liberales enmarcados por una sola ideología, el capitalismo, y justificadas por múltiples ficciones estratégicas convertidas en dogmas, como el Libre Mercado y los Derechos Humanos. Al mismo tiempo que las mega compañías privadas desde los primeros años del siglo XVII, como la East India Company, la West India Company o la Virginia Compay saqueaban y masacraban millones de personas desde Asia hasta América inoculando el racismo y la esclavitud racial y hereditaria; al mismo tiempo que imponían las peores formas de colonialismo conocidas en la historia, destruían sociedades prósperas a fuerza de drogas, cañón y de tarifas proteccionistas; al mismo tiempo que destruían la libertad de mercado, sus maquinarias propagandísticas vendían su propio discurso sobre “el libre mercado”, la “expansión de la civilización”, la “promoción de la libertad y la democracia”, “la lucha por la justicia” y la receta única para “el progreso y la prosperidad de los pueblos”.
En los hechos también se daba otra notable paradoja. Esas mismas brutales dictaduras mundiales e, incluso, dictaduras nacionales, como en el caso del Estados Unidos esclavista, permitían (por ley y, no pocas veces, en los hechos) la libertad de expresión de sus propios ciudadanos y hasta de los mismos extranjeros. La dictadura étnica estadounidense (1776-1868) promulgó y protegió desde el principio el derecho a la libertad de expresión y de conciencia en su Primera enmienda. Esta libertad, como el anterior “We the people” (1787) no incluía a los negros, a los indios ni a los mexicanos, pese a que “todos los hombres son creados iguales” (1776). Cuando la Confederación del Sur fue a la guerra para destruir la Unión (Estados Unidos) y así mantener la “Institución peculiar” (el sistema esclavista) estableció en su constitución de 1861 el derecho sagrado a la propiedad privada (sobre todo de otros seres humanos) al tiempo que estableció de forma explícita el derecho a la “libertad de expresión”, aunque algo más limitada de la original de la Unión: “El Congreso no dictará ninguna ley respecto del establecimiento de una religión o que prohíba su libre ejercicio; o coartar la libertad de expresión o de prensa; o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y solicitar al Gobierno la reparación de sus agravios. Siendo necesaria una milicia bien regulada para la seguridad de un Estado libre, no se infringirá el derecho del pueblo a poseer y portar armas”. Es decir, libertad de expresión siempre y cuando no se cuestionase la esclavitud y el poder de los esclavistas.
En los hechos también se daba una notable paradoja. Esas mismas brutales dictaduras mundiales e, incluso, dictaduras nacionales, como en el caso del Estados Unidos esclavista, permitían de hecho la libertad de expresión de sus propios ciudadanos y, no pocas veces, de los mismos extranjeros. Esta libertad de expresión de la crítica contra el poder dominante, desde muchos puntos de vista fue indiscutible e incuestionable. El mismo Karl Marx, exiliado del régimen prusiano, encontró refugio en Inglaterra donde, desde su pobreza, escribió rotundas críticas contra el colonialismo británico y, gracias a las traducciones del alemán al inglés que le hacía su amigo Frederick Engels, pudo publicarlas en el New-York Daily Tribune. Ambos sobrevivían en Inglaterra con algún dinero que les pasaba el padre de Engels y con los diez centavos por artículo que le pagaba el diario de Nueva York. Ambos vivían vigilados por la policía británica, pero la censura no les impidió publicar artículos en los diarios y ni siquiera el primer y mayor análisis crítico de la historia sobre el sistema capitalista, Das Kapital, unos años después. El primer volumen de El Capital se publicó en 1867 y el último en 1894. Karl Marx sólo vio publicado el primer volumen.
Ocho años después de la publicación del tercer tomo de El Capital, en 1902 el profesor británico John A. Hobson publicó Imperialism: A Study, donde criticaba la brutalidad del imperio del cual era ciudadano y desarmaba la lógica meritocrática de la raza superior: “Gran Bretaña se ha convertido en una nación que vive de los tributos del extranjero, y las clases sociales que disfrutan de este tributo tienen un incentivo cada vez mayor para emplear la política pública, el erario público y la fuerza pública para ampliar el campo de sus inversiones privadas y así salvaguardar y mejorar sus inversiones privadas”. Hobson fue marginado por la crítica, desacreditado por la academia y la gran prensa de la época. No fue detenido ni encarcelado. Mientras el imperio que él mismo denunciaba continuaba matando a millones de seres humanos en Asia y en África, ni el gobierno ni la corona británica se tomaban la molestia de censurar directamente al economista. No pocos, como ocurre hoy en día, lo señalaban como ejemplo de las virtudes de la democracia británica. Algo similar a lo que ocurre hoy en día con aquellos críticos del imperialismo estadunidense, más si viven en Estados Unidos: “miren, critica al país en el que vive; si viviese en Cuba no podría criticar al gobierno”. En otras palabras, si alguien señala los crímenes de lesa humanidad en las múltiples guerras imperiales y lo hace en el país que permite la libertad de expresión, eso es una prueba de las bondades democráticas del país que masacra a millones de personas y tolera que alguien se atreva a mencionarlo.
Para Hobson, la etapa superior del capitalismo era el imperialismo, la empresa nacionalista de un sistema financiero dominada por una oligarquía en el centro del Imperio, la que explotaba no sólo a las colonias sino también a los trabajadores de la nación imperial. Esta idea (además del principio de acumulación del capital de Marx) será retomada por Lenin en su análisis El imperialismo, fase superior del capitalismo de 1916.
Los ejemplos de disidencia dentro de los imperios noroccidentales son múltiples y notables. ¿Cómo es posible que Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, los dos centros del poder hegemónico capitalista y anglosajón, permitiesen este tipo radical de libertad de expresión en sus propias entrañas?
Toda paradoja es una contradicción aparente con una lógica interna. En Moscas en la telaraña (2023) lo resumimos de la siguiente forma: “Un poder imperial, dominante, sin respuesta, sin temor a la pérdida real de sus privilegios, no necesita la censura directa. Es más, la aceptación de la crítica marginal probaría sus bondades. Se la tolera, siempre y cuando no crucen el límite del verdadero cuestionamiento. Siempre y cuando el dominio hegemónico no esté decadencia y en peligro de ser reemplazado por otra cosa”.
Las democracias imperiales
Ahora, si saltamos al siglo XX y a otro centro del “Mundo libre” y ejemplo mediático de “Sociedad abierta”, observaremos la dinámica de P = dt en diferentes momentos. Por ejemplo, con la reacción de las leyes antiinmigrantes de 1924, ya no contra los chinos que en el siglo XIX amenazaban con contaminar la sangre y el poder anglosajón, sino contra los europeos morenos del sur que, aparte de representar una raza inferior, eran obreros que traían la contaminación de ideas socialistas o anarquistas. Ya para los años 20 y 30, estos nuevos indeseados eran antifascistas expulsados de Italia, Alemania y España, amenazando la popularidad nazi de los grandes hombres de negocios de Estados Unidos.
Si dejamos de lado la Segunda Guerra Mundial (la que merece otro capítulo) y continuamos con la Guerra Fría en Estados Unidos, veremos el fenómeno del macartismo y sus restricciones a la libertad de expresión como resultado directo de un poder inseguro de sus propias fuerzas, a pesar de su posición privilegiada, derivada de la Segunda Guerra y debido a los inocultables logros económicos, sociales y geopolíticos de su exaliado y nuevo enemigo by default —la fiebre anglosajona no puede vivir sin un enemigo y con un enemigo tampoco—: la Unión Soviética.
Fuera de Estados Unidos, en sus colonias del sur, la realidad era aún más inestable. La libertad de expresión (libertad siempre que es intrascendente y controlada cuando trasciende) es propia de los imperios consolidados. La tolerancia al otro (sobre todo al otro que piensa diferente y desafía al poder dominante) es propia de aquellos sistemas que no pueden ser amenazados por la libertad de expresión o por la disidencia, sino todo lo contrario: cuando la opinión popular ha sido cristalizada, por una tradición o por la propaganda masiva, la opinión de la mayoría es la mejor forma de legitimación. Razón por la cual esos sistemas, siempre dominantes, siempre imperiales, no les permiten a sus colonias el mismo derecho que les otorgan a sus ciudadanos. Las múltiples dictaduras bananeras impuestas por las democracias imperiales son sólo un ejemplo que sigue esta lógica. Explicaremos más adelante.
La escalera de la intolerancia
Ahora revisemos el (2) aspecto legal, el segundo escalón de control del dogma luego del (1) acoso, descrédito y demonización del disidente y antes de (3) la intervención policial o militar donde sea necesario, ya sea en formas de dictaduras militares o de guerras proxis, como es el caso de las tres últimas, dos de las cuales ya están en curso para aplastar cualquier cuestionamiento al dogma del poder: Ucrania y Gaza —Taiwán o el Mar del Sur de China sería el tercero, del cual hemos analizado hace casi dos décadas atrás, cuando el mundo estaba distraído con “la amenaza islámica”. Cuando Estados Unidos se encontraba en su infancia y luchando por su sobrevivencia, su gobierno no dudó en aprobar una ley que prohibía cualquier critica al gobierno bajo la excusa de propagar ideas e información falsa―siete años después de aprobar la famosa Primera Enmienda, que no surgió de la tradición religiosa sino de la ilustración antirreligiosa europea. Naturalmente, esa ley de 1798 se llamó Sedition Act. Más de un siglo después, otra ley también llamada Sedition Act, la de 1918, fue aprobada apenas hubo una resistencia popular contra la propaganda organizada por maestros como Edward Bernays en favor de intervenir en la Primera Guerra Mundial―y así asegurarse el cobro de las deudas europeas y (según otras teorías) como moneda de cambio en la negociación de la entrega de palestina al creciente movimiento sionista, traición que convirtió al país más abierto a la tradición judía, Alemania, en una máquina antisemita. Pero esto sería una problemática para otro libro.
Volvamos a Estados Unidos. En 1894, luego de la huelga nacional aplastada por el ejército de Estados Unidos, el sindicalista Eugene Debs pagó su activismo social con seis meses de cárcel, donde comenzó a estudiar teoría socialista y, en 1901, fundó el Partido Socialista de América alcanzando a recibir el seis por ciento d ellos votos en las elecciones presidenciales de 1912. Para las elecciones de 1920 recibió casi un millón de votos estando en la cárcel, condenado en 1918 por un crimen de opinión. Debs se opuso al ingreso de Estados Unidos en la Primera Guerra mundial, por lo que fue condenado diez años bajo el Sedition Act (Ley anti sediciosa) y perdonado por el presidente Warren G. Harding tres años después debido a los problemas cardiovasculares que desarrolló en prisión. Eso en los hechos. Siguiendo nuestra fórmula, vemos que Debs es perdonado cuando el Partido Socialista había sido desmembrado y la Primera Guerra había sido resuelta con la derrota y humillación de Alemania y la consolidación del eje París-Londres-Washington.
Hasta pocos años antes, las duras críticas antimperialistas de escritores y activistas como Mark Twain fueron demonizadas, pero no hubo necesidad de manchar la reputación de sociedad libre poniendo en la cárcel a un reconocido intelectual, como en 1846 habían hecho con David Thoreau por su crítica a la agresión y despojo de México para expandir la esclavitud, bajo la perfecta excusa de no pagar impuestos. Ni Twain ni la mayoría de los críticos públicos lograron cambiar ninguna política ni revertir ninguna agresión imperialista en Occidente, ya que eran leídos por una minoría fuera del poder económico y financiero. En ese aspecto, la propaganda moderna no tenía competencia, por lo tanto, la censura directa a esos críticos hubiese entorpecido sus esfuerzos de vender agresiones en nombre de la libertad y la democracia. Por el contrario, los críticos servían para apoyar esa idea, por la cual los mayores y más brutales imperios de la Era Moderna fueron orgullosas democracias, no desprestigiadas dictaduras. El Mundo libre, el Mundo civilizado…
Todos fósiles ideológicos y narrativos, como cuando la gente repite “los extremos son malos”. Esta máxima popular es fácil entender en medicina; hasta beber agua en exceso es peligroso. También parece fácil de entenderlo cuando hablamos de problemas políticos. Se asume que estamos en el centro y que cualquier reclamo de cambio radical es extremismo. Nada nuevo. Durante la esclavitud, los abolicionistas eran demonizados como extremistas, proponentes del fin de la civilización, del orden divino de Dios, de la libertad y la prosperidad de las sociedades.
Hoy decir que una micro minoría se ha apoderado de los países y está llevando el planeta a la catástrofe, es ser extremista.
Pronóstico: Si no es por la ley, será por el cañón
Continuando con la observación de la fórmula P = d.t, podemos deducir que en este siglo veremos un incremento de la t china y una progresiva disminución de la t noroccidental o euro-estadounidense debido al balance inverso de Pa y Pb (Noroccidente y Oriente)
Pa/ta = Pb/tb dondePa < Pb y ta < tb
Pero esta problemática vamos a dejarla para una ampliación de este estudio.
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Jorge Majfud, junio 2024. Resumen de tres capítulos del libro Bosquejo de una teoría del poder: P = d.t (2024) https://www.amazon.com/dp/1956760164?ref_=pe_93986420_774957520
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