Traducido del inglés para Rebelión por Paloma Valverde
En un país del tamaño de Europa occidental, una guerra que ha durando ocho años ha costado cuatro millones de vidas. Las milicias rivales infligen un sufrimiento espantoso sobre la población civil y los dirigentes políticos no tienen fuerza para detenerlo. Esto es el Congo, y la razón del conflicto -el control de los minerales esenciales para los componentes electrónicos sobre los que depende el mundo desarrollado- es lo que provoca nuestra ceguera frente al horror doblemente vergonzante.
Esta es la historia de la guerra más mortífera desde que los ejércitos de Adolf Hitler desfilaron a través de Europa. Es una guerra que no ha terminado. Pero también es la historia de un rastro de sangre que nos llega directamente a nosotros: a tu control remoto, a tu teléfono móvil, a tu mp3 y a tu collar de diamantes. La República Democrática del Congo está llena de cables que conectan con mundo occidental, misteriosas conexiones que muestran cómo una guerra tribal, aparentemente aislada, es en realidad algo muy diferente.
Esta guerra ha sido olvidada como una implosión africana interna. En realidad es una batalla por el coltan [1] los diamantes, la casiterita [2] y el oro destinados a la venta en Londres, Nueva Cork y París. Es una batalla por los metales que hacen que nuestra sociedad tecnológica vibre y suene y se haya llevado casi cuatro millones de vidas en cinco años y destrozado una población del tamaño de la británica. No, esto no es solo una historia sobre el Congo. Esto es el cuento de un corto viaje en la larga guerra congoleña que nosotros, en occidente, hemos propiciado, animado y financiado, es una historia sobre nosotros.
I. Violaciones sobre violaciones
Empezó con un hospital lleno de mujeres a las que violaron a punta de pistola y a las que después dispararon en la vagina. Esto es el Hospital Panz, en Bikavu, el único hospital que está intentando atajar el estallido de violencia sexual en el Congo oriental. La mayoría de las mujeres se han envuelto completamente en mantas, de forma que solo se les puede ver los ojos. Uno de los médicos, el Dr Denis Mukwege afirma, «A un diez por ciento de las víctimas les ha ocurrido esto; estamos intentado reconstruir sus vaginas, sus anos, sus intestinos. Es un proceso muy largo».
El médico explica, en francés, la lengua nacional, la historia secreta del hospital. «Empezamos con una catástrofe que simplemente no podíamos entender. Un día, al principio de la guerra, asaltaron la furgoneta UNICEF que él usaba. Unos días después una abuela trajo aquí, sobre sus espaldas y tras ocho horas andando, a su nieta. Nunca he visto nada igual. La operé en una mesa sin equipamiento, sin medicamentos.»
Ella fue la primera. «De repente empezaron a venir tantas mujeres con lesiones de violaciones y heridas que nunca jamás lo hubiera podido imaginar. Nuestra mente no es capaz de imaginar lo que han sufrido esas mujeres». Estos ejércitos en disputa han descubierto que violar es un arma muy eficaz en esta guerra. Naciones Unidas estima que en esta pequeña provincia de Kivu Sur han violado a unas 45.000 mujeres, solo el año pasado. «Destruyen la moral de los hombres a cuyas mujeres han violado. Dejando inválidas a las mujeres, dejan inválida su sociedad», explica. Hubo tantas milicias por los alrededores que el Dr. Mukwege tuvo que mantener en secreto su trabajo, las mujeres estaban aterrorizadas por temor a ser secuestradas otra vez y asesinadas. Así que, durante años, las estuve tratando clandestinamente, asumiendo el riesgo.
El Dr. Mukwege decidió salir a la luz cuando una mañana un padre destrozado le llevó a una niña de tres años a la que habían violado. «Le habían disparado en todas partes. No había nada que se pudiera hacer por ella», afirma «El padre empezó a golpearse la cabeza contra una pared, gritando que no había sido capaz de proteger a su hija. Después supimos que ese hombre se suicidó». Ese mismo día, vio a una mujer de setenta y dos años a la que habían violado delante de su yerno, una relación que se considera sagrada en la cultura congoleña. La mujer dijo «No me cure, no me cuida. Nunca podré volver y mirar a la cara a mi yerno». Déjeme morir aquí, simplemente no me de de comer». «Me di cuenta de que tenía que hablar», afirma el Dr. Mukwege.
Sin embargo, su demanda pública no ha cambiado nada. Prácticamente no hay gobierno al que poder apelar, y menos a la policía. Solo existen unos violadores armados con AK-47.
En el centro hay unas 200 víctimas de violación que las enseñan a coser. Cuando comenzaron las violaciones, los maridos y los padres o bien huyeron y nunca regresaron o culparon a las mujeres y las evitaban. Las víctimas de violación casi nunca vuelven a integrarse en sus vidas anteriores. Es muy duro para nosotros convencer a las mujeres de que se marchen del hospital porque ¿a dónde van a ir?.
Aileen tiene 18 años pero todos los adolescentes en este país parecen mucho más jóvenes. El 10 de octubre, una milicia asaltó su pueblo y «decapitaron a la gente en la plaza central». La milicia la secuestró; la retuvieron durante seis meses. «Me violaron todas y cada una de las noches» La pasaban de un hombre al siguiente. Se quedó embarazada. No tiene a donde ir ni el apoyo de su familia.
La violación de Aileen, y la de miles de mujeres es simplemente una parte de la gran violación de El Congo.
II. El final de los colonialistas belgas
Bukavu es una ciudad en el Este del Congo que se asienta a las orillas del Lago Kivi. Los sucios caminos que ellos llaman carreteras, está plagados de mujeres portando a sus espaldas pesados objetos de madera, carbón o cualquier cosa. En sus casas no hay ni luz ni agua.
Tina Van Malderen, una belga que llegó a Bukavu cuando era una niña, en 1951; a su padre lo trasladaron allí para trabajar para el gobierno belga. «Era el paraíso. En aquel momento sólo había europeos. No había africanos. La gente de color vivía en las zonas limítrofes, pero esto no era como África del Sur, no se les obligaba a vivir fuera. No querían vivir con nosotros, querían estar entre los suyos. Venían a la ciudad para trabajar. No compraban en nuestras tiendas, tenían sus propios mercados».
Su familia era dueña de una cadena de tiendas y del único castillo en El Congo. Está incrédula cuando le pregunto si había algún tipo de crueldad hacia la gente de color en esa época. «Categóricamente, no. Nosotros queríamos a nuestros negros. Cuando tenían niños les hacíamos regales». Percibiendo mi escepticismo, añade, «puede ser que en las plantaciones fueran un poco duros con ellos». Los belgas unificaron El Congo en el primer gran holocausto del siglo XX, en un programa de esclavización y tiranía que asesinó a 13 millones de personas. El rey Leopoldo II se jactaba de los «objetivos humanitarios». Arrasó el Congo y lo convirtió en una colonia esclava con el objetivo de extraer caucho, el coltan y la casiterita de la época. A los «nativos» que no conseguían recoger suficiente caucho les cortaban las manos; los administradores belgas recibían y contaban cuidadosamente los cientos de bolsas de manos cada día.
Mientras, Tina uenta que cuando ella llegó al país las gentes eran «salvajes que andaban medio desnudos». Me acuerdo de la canción congoleña que un misionero sueco escribió en 1984: «Estamos cansados de vivir bajo esta tiranía», cantaban «los salvajes». «No podemos soportar que se lleven a nuestras mujeres e hijos/ y tener que tratar a los salvajes blancos./ Tenemos que combatirles/ Sabemos que moriremos, pero queremos morir./Queremos morir». El concepto de crímenes contra la humanidad lo invento un periodista que fue testigo directo de los desmanes del gobierno de Leopoldo. Su sistema de trabajos forzados continuó hasta la retirada de los belgas en 1960, cuando Patrice Lumumba se convirtió en el primer y único dirigente electo del Congo. «Era un estúpido» dice Tina. «El primer día de la Independencia dijo que habíamos apaleado y humillado a los negros. Firmó su sentencia de muerte haciendo eso».
Tenía razón. Lumumba afirmaba ser un socialista demócrata que quería acabar con las divisiones étnicas del Congo. Nunca sabremos si hubiera conseguido su sueño porque la CIA decidió que era una «perro rabioso» que había que derrocar. Al poco tiempo, uno de sus agentes llevaba en el maletero del coche por los alrededores de Kinshasa el cuerpo torturado del dirigente electo intentando buscar un lugar para tirarlo. El hombre de la CIA, Mobutu Sese Seko, ya tenía el poder y el dinero.
Mobuto se convirtió en otro Leopoldo utilizando el estado para robar y asesinar al pueblo congoleño con el beneplácito de la CIA. «Sigue robando, pero no robes demasiado» le aconsejó el pueblo congoleño, empezando una locura de cleptomanía en todo el país.
La familia de Tina empezó a inquietarse a principios de 1970 cuando Mobuto anunció el programa de «zairización», un traspaso al estilo de Mugabe de los recursos de los extranjeros a sus arcas.
Tina no había vuelto al Congo hasta ahora; «Vi la casa en la que vivimos. Desde fuera todavía parece bonita pero cuando entré…», mueve la cabeza. «Los negros no pueden vivir decentemente». El Congo no ha cambiado en absoluto. Los negros ya no van desnudos, pero todavía son salvajes.» El único cambio producido durante décadas ha sido el robo de recursos concretos para el consumo de occidente: caucho con los belgas, diamantes con Mobuto, coltan y casiterita hoy.
III. La guerra de Playstation
Si quieres ver para qué han servido todas esas muertes, hay que ir hasta la ciudad de Goma, a cuatro horas de distancia por carreteras infernales y después por la costa hasta un lugar llamado Kalehe.
Verdes colinas surcadas de heridas abiertas en la tierra, cuyo término técnico es «minas artesanales» pero este eufemismo no es otra cosa que la conjura de imágenes de agujeros excavados con máquinas y cascos y luces. En realidad son inmensos agujeros en la tierra, en los que hombres, mujeres y niños, muchos niños, pican desesperadamente con martillos hechos a mano, o con sus manos desnudas en la tierra roja, esperando encontrar algo de coltan o casiterita. El coltan es un metal, de color inusualmente apagado, que conduce el calor. Está en tu móvil, en tu ordenador portátil, en la Playstation de tu hijo y en el 80 por ciento de los aparatos del otro mundo más allá de la República Democrática de El Congo.
La mina está fría y la oscuridad tenebrosa es un contraste tremendo frente al fuerte sol congoleño. Los mineros pican sobre un techo que parece que va a derrumbarse en cualquier momento. Ingo Mbale, de 51 años, nos explica cómo se alimenta el deseo de los occidentales por el coltan. «Nos esclavizaron hace tres años», dice. «Un capitán de la división de investigación y adquisición de comunicaciones [de una de las milicias] llegó y nos obligó a punta de pistola a trabajar en la mina para ellos. No nos dio dinero, era un trabajo de esclavos. Ahora no queda nada en muchas de esas vetas, las han agotado. Asesinaron a mucha gente. Nuestro oro, nuestro coltan y nuestra casiterita llegaban al mundo a través de Ruanda. «La milicia que asaltó Kalehe pudo seguir luchando y asesinado y violando únicamente porque alguien de fuera en el ancho mundo estaba dispuesto a comprar este coltan de las minas de esclavos y alguien más estaba dispuesto a venderles pistolas y artillería a cambio de su dinero contante y sonante.
Observando a esos hombres, la forma que ha tomado la reciente historia de El Congo, queda clara. Hay una historia oficial sobre la guerra en El Congo, y después está la realidad, descubierta por una trilogía de informaciones de un equipo de expertos de Naciones Unidas, que estallaron en la República Democrática de El Congo como una bomba. La historia oficial es demasiado complicada y es difícil de seguir porque, finalmente, no tiene sentido. Pero su primer capítulo es bastante cierto y fue así: En 1996, un maoísta con vista para los negocios, llamado Laurent-Desire Kabila, se cansó de controlar este pequeño lugar al este de Zaire, de donde traficaba con marfil y oro y sacaba dinero extra secuestrando occidentales. Kabila decidió deponer a Mobutu, el tirano omnipresente y ovni-incompetente, y tomar el poder. De esta forma, con un ejército de niños soldados, conocidos como los Kadogo, y con el apoyo de los países vecinos, Ruanda y Uganda, la estructura de Mobuto cayó. Kabila se instaló en el poder como otro Leopoldo. Prohibió los partidos políticos y se metió de lleno en la corrupción.
En 1998, Kabila pidió a los ruandeses y a los ugandeses que sacaran sus tropas. Aquí, la historia oficial empieza a alejarse de la realidad. Los ruandeses se retiraron durante quince días pero después organizaron la invasión del Congo, arrasando una tercera parte del país. La razón oficial para este asalto parece razonable. Después del genocidio en Ruanda de 1994, una masacre que hizo palidecer a Auschwithz, en la que decenas de miles de hutus con machetes atravesaron la frontera del Congo y establecieron bases permanente. ¿Cómo puede ningún país permanecer con sus asesinos armados y agazapados en sus fronteras? «Tenemos que evitar que los genocidas se reagrupen», afirmó Paul Kgame, el presidente de Ruanda, con el apoyo del ejército ugandés siguiéndole de puntillas.
Desde su palacio en Kinshasa, Kabila hizo un llamamiento a sus amigos para resistir el ataque ruando-ugandés. Los dictadores de Zimbawe, Namibia y Angola enviaron ejércitos que marcharon por El Congo para luchar y la Primera Guerra Mundial del Congo empezó. Los ejércitos y las milicias vagabundeando por el Congo se convirtieron en rebeldes sin causa, peleando entre ellos porque estaban allí simplemente porque sacarles hubiera sido una humillante derrota. En esta versión, la guerra en el Congo es un caos que empezó con las mejores intenciones. El deseo de Ruanda de perseguir a los genocidas solo fue una espiral de violencia sin control. Presentan la masacre masiva como un gigantesco un error cósmico. Esto es también una gran mentira.
Una vez que El Congo estuvo asolado de muerte, Naciones Unidas comisionó a un equipo de expertos internacionales para viajar al país y descubrir las razones ocultas de la guerra. Averiguaron que la historia del gobierno ruandés escondía una verdad mucho más oscura. Los ruandeses tenían un motivo, desde el primer momento: arrasar la gran riqueza mineral de El Congo, para robar las minas y vendérnosla a nosotros, esperando que el mundo, como muy pronto ocurrió, olvidara en las noticias de la televisión esta guerra, provocada por control remoto, por el coltan. Los otros países vinieron no porque creyeran en repeler la agresión, sino porque querían un trozo del pastel congoleño. El país fue asolado por «ejércitos de negocios», comandados por hombres que «planificaron cuidadosamente el rediseño del mapa regional para redistribuir la riqueza», declaró Naciones Unidas.
Los expertos de Naciones Unidas supieron esto porque las tropas ruandesas no se dirigieron hacia las áreas en las que se escondían los genocidas. Se dirigieron directos hacia las minas como esta en Kalehe, y esclavizaron a las poblaciones para que trabajaran para ellos en las minas.
Jean-Pierre Ondekane, el jefe de las fuerzas ruandesas en Goma, apeló a sus unidades para que mantuvieran buenas relaciones con «nuestros Interhamwe [genocidas] hermanos». Establecieron una Oficina del Congo que sacaba miles de millones de dólares del país y se ingresaban en cuentas bancarias ruandesas. Naciones Unidas averiguó que un grupo de empresas británicas, estadounidenses y belgas colaboraron con este crimen. Recomendaron la investigación de empresas como la angloamericana PCL, Barclay’s Bank, Standard Chartered Bank y De Beers. El gobierno británico apenas hizo un seguimiento de la información, de las empresas anglo-estadounidenses que Human Rights Watch había demostrado que estaban «en el mismo equipo que algunos de los peores asesinos en la región» y dejando a otras, como De Beers, en una categoría «sin resolver» y sin castigar.
¿Y la razón por la que la invasión fue tan beneficiosa? La demanda global de coltan estaba en alza debido a la enorme popularidad de las Playstations de Sony, repleta de coltan. Como Oona King, uno de los pocos políticos británicos en denunciar lo que ocurría en el Congo nos explicó, «a los niños en El Congo se les manda a las minas para morir, mientras que los niños en Europa y en Estados Unidos matan imaginariamente alienígenas en sus salones».
Notas
[1]. Abreviatura de columbita tantalita, un metal con propiedades eléctricas que se encuentra en la tierra mezclado con otros materiales y que resulta imprescindible en la fabricación de componentes electrónicos [N. de la T]
[2]. Metal que se encuentra asociado a otros tales como el topacio o la fluorita. De él se extrae el estaño que se utiliza en muchos y variados procesos industriales.
Puedes leer la noticia completa en inglés en http://news.independent.co.uk/world/africa/article362215.ece
Paloma Valverde es miembro de los colectivos de Rebelión e IraqSolidaridad.