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La violencia divina de Aaron Bushnell

Fuentes: The Chris Hedges Report / Ilustración: Mr. Fish

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

La autoinmolación de Aaron Bushnell fue en el fondo un acto religioso, que delimita radicalmente el bien y el mal y nos exhorta a resistir.

Cuando Aaron Bushnell colocó su teléfono móvil en el suelo para realizar una retransmisión en directo y se prendió fuego frente a la embajada israelí en Washington D.C. provocando su muerte, enfrentó la violencia divina contra el mal más radical. Como miembro en activo de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, formaba parte de la vasta maquinaria que sostiene el genocidio en curso en Gaza, no menos culpable moralmente que los soldados, tecnócratas, ingenieros, científicos y burócratas alemanes que engrasaron el aparato del Holocausto nazi. Era un papel que ya no podía aceptar. Murió por nuestros pecados.

“Ya no seré cómplice en este genocidio”, dijo con calma mientras caminaba hasta la puerta de la embajada. “Estoy a punto de participar en un acto de protesta extremo. Pero en comparación con lo que la gente experimenta en Palestina a manos de sus colonizadores, no es extremo en absoluto. Esto es lo que nuestra clase dirigente ha decidido que sea normal”.

Los hombres y mujeres jóvenes se enrolan en el ejército por diversas razones, pero matar de hambre, bombardear y asesinar a mujeres y niños no suele estar entre esas razones. En un mundo justo, ¿no debería la flota estadounidense romper el bloqueo de Gaza para proporcionar comida, refugio y medicinas? ¿No deberían los aviones de guerra de EE.UU. imponer una zona de exclusión aérea sobre Gaza para detener los bombardeos de saturación? ¿No debería Israel recibir un ultimátum para retirar sus fuerzas de Gaza? ¿No deberían interrumpirse los cargamentos de armas, los miles de millones de dólares en asistencia militar e inteligencia proporcionados a Israel? ¿No deberían rendir cuentas quienes cometen genocidio y quienes les respaldan?

Estas sencillas preguntas son las que la muerte de Bushnell nos obliga a afrontar.

Poco antes de su suicidio Bushnell publicó: “Muchos de nosotros nos preguntamos a menudo  ¿qué habría hecho yo si hubiera vivido en los tiempos de la esclavitud? ¿O en el sur de Jim Crow*? ¿O durante el apartheid? ¿Qué haría yo si mi país estuviera cometiendo genocidio? La respuesta es: lo está cometiendo. Ahora mismo”.

Las fuerzas de la coalición intervinieron en el norte de Irak en 1991 para proteger a los kurdos tras la primera Guerra del Golfo. El sufrimiento de los kurdos era considerable, pero el genocidio en Gaza lo supera con creces. Entonces se impuso una zona de exclusión aérea para la aviación iraquí y el ejército iraquí fue expulsado de las zonas kurdas del norte del país. La ayuda humanitaria salvó a los kurdos del hambre y la muerte por enfermedades infecciosas o por frío.

Pero aquello era otra época, otra guerra. El genocidio es malvado cuando lo ejecutan nuestros enemigos. Se defiende y se sostiene cuando lo ejecutan nuestros aliados.

En su ensayo “Crítica de la violencia”, Walter Benjamin (cuyos amigos Fritz Heinle y Rika Seligson se suicidaron en 1914 para protestar contra el militarismo alemán y la Primera Guerra Mundial) analiza actos de violencia cometidos por individuos que se enfrentan al mal radical. Cualquier acto que desafía al mal radical quebranta la ley en nombre de la justicia. Afirma la soberanía y la dignidad del individuo. Condena la violencia coercitiva del Estado. Implica una voluntad de morir. Benjamin denominó a estos actos extremos de resistencia “violencia divina”.

«Sólo por el bien de los desesperados se nos ha dado esperanza», escribe Benjamin.

La autoinmolación de Bushnell –que la mayoría de redes sociales y cadenas de noticas han censurado en buena medida– es la cuestión. Ha sido cometida para que se vea. Bushnell apagó su vida de la misma manera que se ha apagado la de miles de palestinos, incluidos niños. Podemos verle arder hasta la muerte. Así son las cosas. Esto es lo que les ocurre a los palestinos por nuestra culpa.

La imagen de la autoinmolación de Bushnell, como la del monje budista Thích Quảng Đức en Vietnam en 1963 o la de Mohamed Bouazizi, un joven vendedor de fruta en Túnez, en 2010, es un potente mensaje político. Saca al espectador de su somnolencia. Obliga al espectador a cuestionar sus suposiciones. Le pide que actúe. Es teatro político, o quizás ritual religioso, en su forma más potente. El monje budista Thích Nhất Hạnh dijo de la autoinmolación: «Expresar la voluntad quemándose, por tanto, no es cometer un acto de destrucción, sino realizar un acto de construcción, es decir, sufrir y morir por el bien del propio pueblo.»

Si Bushnell estaba dispuesto a morir, gritando repetidamente “¡Palestina libre!” mientras ardía, algo debe estar terrible, terriblemente mal.

Estas abnegaciones individuales se convierten a menudo en puntos de encuentro para la oposición de masas. Pueden desencadenar, como ocurrió en Túnez, Libia, Egipto, Yemen, Bahréin y Siria, revueltas revolucionarias. Bouazizi, que estaba indignado porque las autoridades locales le habían confiscado sus balanzas y productos, no pretendía iniciar una revolución. Pero las injusticias mezquinas y humillantes que sufrió bajo el corrupto régimen de Ben Ali resonaron en un público maltratado. Si él podía morir, ellos podían tomar las calles.

Estos actos son un renacimiento sacrificial. Presagian algo nuevo. Son el rechazo total, en su forma más dramática, de las convenciones y los sistemas de poder imperantes. Están diseñados para ser horribles. Están pensados para escandalizar. Morir quemado es una de las formas más espantosas de morir.

La inmolación procede de la raíz latina immolare, rociar con harina salada cuando se ofrece una víctima sagrada para el sacrificio. Las autoinmolaciones, como la de Bushnell, vinculan lo sagrado y lo profano a través del médium de la muerte sacrificial.

Pero llegar a ese extremo requiere lo que el teólogo Reinhold Niebuhr llama “una locura solemne del alma”. Este autor señala que “solo una locura así puede combatir al poder maligno y la maldad espiritual de las altas esferas”. Esta locura es peligrosa, pero necesaria cuando se enfrenta a la maldad radical porque, sin ella, la “verdad se oscurece”. El liberalismo, advierte Niebuhr, «carece del espíritu de entusiasmo, por no decir fanatismo, tan necesario para sacar al mundo de sus caminos trillados. Es demasiado intelectual y demasiado poco emocional para ser una fuerza eficaz en la historia».

A la largo de la historia, esta protesta extrema, esta “locura sublime”, ha sido una potente arma en las manos de los oprimidos.

Las alrededor de 160 inmolaciones que han ocurrido en Tibet desde 2009 para protestar por la ocupación china son vistas como ritos religiosos, actos que declaran la independencia de las víctimas del control del Estado. La autoinmolación nos exhorta a adoptar una manera distinta de ser. Estas víctimas sacrificiales se convierten en mártires.

Las comunidades de resistencia, incluso si son laicas, se mantienen unidas por el sacrificio de sus mártires. Solo los apóstatas traicionan su memoria. El mártir, mediante su ejemplo de sacrificio, debilita y corta los lazos y el poder coercitivo del Estado. El mártir representa el rechazo total del statu quo. Esa es la razón por la que todos los Estados buscan desacreditar al mártir o convertirlo en una no-persona. Conocen y temen el poder del mártir, incluso en la muerte.

En 1965 Daniel Ellsberg fue testigo de cómo un activista antibelicista de 22 años, Norman Morrison, se rociaba con queroseno y se prendía fuego –las llamas salieron disparadas a tres metros de altura– frente al despacho del Secretario de Defensa Robert McNamara en el Pentágono, para protestar contra la guerra de Vietnam. Ellsberg citó la autoinmolación, junto con las protestas nacionales contra la guerra, como uno de los factores que le llevaron a publicar los Papeles del Pentágono**.

El sacerdote católico radical Daniel Berrigan, tras viajar a Vietnam del Norte con una delegación pacifista durante la guerra, visitó en el hospital a Ronald Brazee. Brazee era un estudiante de secundaria que se había empapado de queroseno y se había inmolado frente a la Catedral de la Inmaculada Concepción, en el centro de Siracusa, Nueva York, para protestar contra la guerra.

«Seguía vivo un mes después», escribe Berrigan. «Pude acceder a él. Sentí el olor a carne quemada y comprendí de nuevo lo que había visto en Vietnam del Norte. El chico agonizaba atormentado y su cuerpo era como un gran trozo de carne arrojado sobre una parrilla. Murió poco después. Sentí que mis sentidos habían sido invadidos de una manera nueva. Había comprendido el poder de la muerte en el mundo moderno. Sabía que debía hablar y actuar contra la muerte porque la muerte de este muchacho se multiplicaba por mil en el País de los Niños en Llamas. Así que fui a Catonsville porque había ido a Hanoi».

En Cattonsville (Maryland), Berrigan y otros ocho activistas, conocidos como los Nueve de Cattonsville, irrumpieron en una junta de reclutamiento el 17 de mayo de 1968. Se llevaron 378 expedientes de reclutamiento y los quemaron con napalm casero en el aparcamiento. Berrigan fue condenado a tres años en una prisión federal.

Estuve en Praga en 1989 con motivo de la Revolución de Terciopelo. Asistí a la conmemoración de la autoinmolación de un estudiante universitario de 20 años llamado Jan Palach. Palach se había plantado en la escalinata del Teatro Nacional de la Plaza de Wenceslao en 1969, se roció con gasolina y se prendió fuego. Murió de sus heridas tres días después. Dejó una nota en la que decía que ese acto era la única forma de protestar contra la invasión soviética de Checoslovaquia, que había tenido lugar cinco meses antes. El cortejo fúnebre fue disuelto por la policía. Como se celebraron frecuentes vigilias con velas en su tumba del cementerio de Olsany, las autoridades comunistas, decididas a borrar su memoria, desenterraron su cuerpo, lo incineraron y entregaron las cenizas a su madre.

Durante el invierno de 1989, carteles con el rostro de Palach cubrían las paredes de Praga. Su muerte, dos décadas antes, fue ensalzada como el acto supremo de resistencia contra los soviéticos y el régimen prosoviético instaurado tras el derrocamiento de Alexander Dubček. Miles de personas marcharon a la Plaza de los Soldados del Ejército Rojo y la rebautizaron como Plaza de Jan Palach. Ganó.

Algún día, si se desmantelan el Estado corporativo y el Estado de apartheid de Israel, la calle donde Bushnell se prendió fuego llevará su nombre. Será, como Palach, honrado por su coraje moral. Los palestinos, traicionados por la mayor parte del mundo, ya le consideran un héroe. Gracias a él, será imposible demonizarnos a todos.

La violencia divina aterroriza a una clase dirigente corrupta y desacreditada. Expone su depravación. Muestra que no todo el mundo está paralizado por el miedo. Es un canto de sirena para luchar contra el mal radical. Eso es lo que Bushnell pretendía. Su sacrificio habla a nuestro mejor yo.

N. del T.:

*Las leyes Jim Crow fueron promulgadas por las autoridades sureñas de EE.UU. para instaurar la segregación racial en todas las instituciones públicas.

** Daniel Ellsberg, analista de las Fuerzas Armadas estadounidenses, filtró al New York Times y otros periódicos los Papeles del Pentágono, un estudio de alto secreto sobre la toma de decisiones del gobierno en relación con la Guerra de Vietnam.

Fuente: https://chrishedges.substack.com/p/aaron-bushnells-divine-violence

Chris Hedges es un periodista estadounidense ganador del Premio Pulitzer. Fue durante 15 años corresponsal en el extranjero para The New York Times, ejerciendo como jefe para la oficina de Oriente Próximo y la  de los Balcanes.

El presente artículo puede reproducirse libremente a condición de que se respete su integridad y se nombre a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente de la traducción