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Túnez

Lampedusa, la isla del deseo

Fuentes: fronterad.com

E n la cama número 21 del hospital de Zarzis, ciudad turística en el sur de Túnez, se recupera Mohamed Dhifallah de agotamiento. Dolorido por el esfuerzo extremo, entumecido por la humedad y el frío y con el miedo aún metido en el cuerpo, aguarda el reconocimiento que le permita abandonar el centro hospitalario y […]

E n la cama número 21 del hospital de Zarzis, ciudad turística en el sur de Túnez, se recupera Mohamed Dhifallah de agotamiento. Dolorido por el esfuerzo extremo, entumecido por la humedad y el frío y con el miedo aún metido en el cuerpo, aguarda el reconocimiento que le permita abandonar el centro hospitalario y regresar al domicilio familiar en Tataouine, en el interior del país. El joven, de 21 años, es el último de los compañeros de aventura hospitalizados que todavía permanece por desfallecimiento e hipotermia tras la travesía fallida a la isla italiana de Lampedusa. Mientras llega el alta médica, su hermano Aiman y Omar, un amigo común, se esfuerzan en estimular la movilidad de sus piernas con masajes, estiramientos y flexiones.

El hospital, una construcción de una sola planta, es un reflejo del estado de precariedad y falta de medios que padece el sistema sanitario público tunecino. Las pintura desvaída de las paredes de las habitaciones, los hierros herrumbrosos de las camas, las sábanas sucias y el instrumental quirúrgico escaso y obsoleto, contrastan con la gentileza y el afecto con los que el personal médico atiende a los pacientes. Mohamed comparte habitación con tres ancianos convalecientes por achaques de la edad. Ellos y sus familiares observan fascinados y escuchan atónitos la odisea del joven que dos días atrás a punto estuvo de terminar en tragedia.

Mohamed llegó a Zarzis desde Tataouine, su ciudad natal, a 200 kilómetros, la misma noche que embarcó, Se dirigió a la playa donde se reunió con el resto de compañeros de viaje y a las diez, aprovechando la oscuridad, los traficantes les trasladaron en canoas, de ocho en ocho, hasta la embarcación anclada a una distancia prudente de la costa. Cuatro horas más tarde, cargado, el barco ponía rumbo noreste. Hacia Lampedusa. El pasaje estaba compuesto en su mayoría por jóvenes, aunque algunos superaban los 50 años. Todos compartían la misma obsesión: llegar a Europa para escapar de la falta de oportunidades, el desempleo y la pobreza.

Cuando partieron soplaba una ligera brisa favorable y el mar estaba en calma. Así navegaron durante 12 horas. Al llegar a aguas territoriales italianas, a tan sólo dos horas de Lampedusa, el tiempo cambió bruscamente. El viento comenzó a batir a más de 40 nudos y el mar, que alcanzó fuerza 8, provocó un fuerte oleaje que jugó a su antojo con la embarcación donde Mohamed y un centenar de inmigrantes se hacinaban. Muchos se marearon, incluso se desmayaron. Creyeron que en cualquier instante el barco volcaría. «Perdimos la esperanza de sobrevivir. Pensamos que de un momento a otro todo acabaría. Nos abrazamos y comenzamos a rezar», cuenta Mohamed con voz tenue y fatigada, recostado sobre la cama.

El patrón intentó tranquilizarles, elevar el ánimo a pesar del pánico y el abatimiento. Con el motor en marcha dejó que la fuerza del oleaje dirigiera la embarcación. Navegó suavemente, evitando embestir de proa y ser engullidos por las olas. Ordenó tirar todo el equipaje al mar, distribuyó a los pasajeros de pié por la cubierta para equilibrar mejor el peso y puso a un grupo a achicar agua de la cabina del motor para evitar que se parase o se hundiera. Así estuvieron tres días y tres noches, sin dormir, con las ropas empapadas, agotados, ateridos de frío, muertos de miedo y mareados. Tras navegar en círculos, llegaron a aguas territoriales libias y de allí pusieron de nuevo rumbo a la costa de Zarzis. «Conseguimos salir del infierno, salvar la vida y regresar a tierra», relata Mohamed todavía angustiado.

La desproporcionada tasa de desempleo, principalmente entre la juventud, fue una de las principales causas que motivó la insurrección popular tunecina y que acabó con el régimen autócratico de Zini Al-Abidine Ben Ali. En un país en el que el 40% de la población es menor de 25 años y tres cuartas partes de los parados son menores de 30 años, la falta de perspectivas laborales y el desencanto social tras la revolución está empujando a miles de personas a lanzarse al mar e intentar burlar las blindadas fronteras europeas.

Desde principios de año, unos 400 barcos y más de 25.000 personas han llegado a la isla italiana de Lampedusa. De ellos, más de 23.000 son inmigrantes tunecinos que salieron de las costas de Djerba y Zarzis. Varios naufragios, decenas de muertos y desaparecidos después no detendrán, sin embargo, este flujo de clandestinos que está enconando las relaciones entre los gobiernos de Italia y Francia y atizando la xenofobia y el populismo en no pocos países europeos. «Queremos trabajar como cualquier persona en el mundo», asegura Mohamed, esforzándose por hablar y hacerse entender. «En Tataouine yo era un parado, y como yo hay muchos más de todas las edades. Por eso me quería marchar a Italia, para encontrar un futuro».

Tataouine es una ciudad polvorienta y calurosa de calles amplias y animadas rodeada por un paisaje árido. Los cafés están repletos de jóvenes varones ociosos que discuten de política y de fútbol mientras ven pasar la vida con desgana. En la mente de casi todos está Europa, y a buen seguro que muchos reunirán los cerca de 800 euros requeridos para embarcarse como clandestino y recorrer los 120 kilómetros que separan Lampedusa de la costa tunecina, o lo que para ellos es lo mismo: la esperanza del desasosiego,

«Después de la revolución nada ha cambiado, nada ha mejorado. A los que tienen trabajo les han aumentado el salario para calmarles, pero a los parados, que fueron quienes hicieron la verdadera revolución, a ellos no les han dado nada», se queja con amargura Mohamed. Los presentes en la habitación del hospital reiteran el sentir de muchos ciudadanos. «Sabemos que de un golpe no se puede solucionar todo. Tendremos paciencia mientras los políticos buscan una solución. Pero hasta ahora no han hecho gran cosa. Hay incluso más desempleados», añade una mujer tocada con un velo, hija de uno de los ancianos convalecientes.

El doctor irrumpe en la habitación acompañado de una joven enfermera. Mohamed sigue tumbado en la cama. Mientras es auscultado, su hermano Aiman, de 28 años, confiesa que sus padres han estado muy preocupados y han sufrido mucho hasta que supieron que estaba vivo. «Todo está bien. Te puedes marchar», le confirma el doctor. Mohamed se incorpora con esfuerzo, se calza unas sandalias nuevas que le ha traído su hermano (posiblemente perdió las suyas, al igual que el equipaje, en la travesía) y sale de la habitación después de despedirse con afecto del personal del centro médico y de sus compañeros de habitación y sus familiares. Todos le desean suerte. Todos saben que volverá a intentarlo. Caminando rígido, apoyado sobre su hermano y su amigo, se dirige por el pasillo hacia la puerta principal del hospital. Allí nos despedimos. Antes le pregunto ingenuamente si después de todo lo que ha pasado volverá a marcharse. Su respuesta es toda una declaración de intenciones: «Si Italia cierra sus puertas iremos a Alemania, si Alemania cierra sus puertas iremos a Francia. Seguiremos siendo clandestinos».

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