Padres y madres de soldados de Estados Unidos muertos en Irak parecen haber perdido el miedo y ahora condenan a su propio gobierno. «Su enojo moral podría ayudar a poner fin al conflicto militar», afirma la escritora canadiense. Las víctimas de la guerra quizá no puedan modificar los resultados electorales, «pero podrían cambiar algo mucho […]
Padres y madres de soldados de Estados Unidos muertos en Irak parecen haber perdido el miedo y ahora condenan a su propio gobierno. «Su enojo moral podría ayudar a poner fin al conflicto militar», afirma la escritora canadiense. Las víctimas de la guerra quizá no puedan modificar los resultados electorales, «pero podrían cambiar algo mucho más poderoso: los corazones y mentes de los estadunidenses».
Hay una escena destacable en Fahrenheit 9/11, cuando, afuera de la Casa Blanca, Lila Lipscomb habla con una activista contra la guerra sobre la muerte de su hijo de 26 años en Irak. A una mujer que va pasando por ahí, que está a favor de la guerra, no le gusta lo que alcanza a escuchar y afirma: «¡Todo esto está actuado!»
Lipscomb voltea hacia la mujer, su voz temblando de furia, y dice: «Mi hijo no es algo actuado. El murió en Kerbala el 2 de abril. No es actuado. Mi hijo está muerto». Se aleja y se lamenta: «Necesito a mi hijo».
Al mirar a Lipscomb quebrada por el dolor, sobre el pasto de la Casa Blanca, me recordó otras madres que han llevado la pérdida de sus hijos al asiento del poder y cambiado el destino de las guerras. Durante la «guerra sucia» de Argentina, un grupo de mujeres cuyos hijos fueron desaparecidos por el régimen militar se reunió cada jueves frente al palacio presidencial en Buenos Aires. En una época en la que toda protesta pública estaba prohibida, caminaban en círculos en silencio, portaban pañoletas blancas y mostraban fotografías de sus hijos desaparecidos.
Las Madres de la Plaza de Mayo revolucionaron el activismo de los derechos humanos al transformar el dolor maternal de un motivo de compasión a una fuerza política imparable. Los generales no podían atacar a las madres abiertamente, así que emprendieron feroces operaciones encubiertas contra la organización. Pero las madres siguieron caminando, y jugaron un papel significativo en el eventual colapso de la dictadura.
A diferencia de las Madres de la Plaza de Mayo, que, hasta hoy, marchan juntas todas las semanas, en Fahrenheit 9/11, Lila Lipscomb está parada sola, arrojando su furia a la Casa Blanca. Pero Lila Lipscomb no está sola. Otros padres estadunidenses y británicos cuyos hijos murieron en Irak también condenan a sus gobiernos, y su enojo moral podría ayudar a poner fin al conflicto militar que continúa en Irak.
La semana pasada, la residente californiana Nadia McCaffrey desafió a la administración de Bush e invitó a las cámaras de los noticiarios a fotografiar la llegada del ataúd de su hijo de Irak. La Casa Blanca había prohibido fotografiar los ataúdes con banderas en las bases de la Fuerza Aérea, pero debido a que los restos de Patrick McCaffrey fueron enviados al Aeropuerto Internacional de Sacramento, su madre pudo invitar a los fotógrafos.
«No me importa lo que quiera (el presidente Bush)», declaró McCaffrey a un periódico local. «Ya basta de guerra».
Mientras el cuerpo de Patrick McCaffrey emprendía el regreso a casa en California, otro soldado murió en Irak: Gordon Gentle, de 19 años, de Glasgow, Inglaterra.
Al escuchar las noticias, su madre, Rose Gentle, inmediatamente le echó la culpa al gobierno de Tony Blair, y dijo: «Para ellos mi hijo sólo era un pedazo de carne, sólo era un número… Esta no es nuestra guerra, mi hijo murió en su guerra por el petróleo».
Y justo cuando decía estas palabras, Michael Berg estaba de visita en Londres para hablar en una manifestación contra la guerra. Desde que decapitaron a su hijo de 26 años, que trabajaba en Irak como un contratista, Michael Berg ha insistido: «Nicholas Berg murió por los pecados de George Bush y Donald Rumsfeld». Un periodista australiano le preguntó si estas afirmaciones «hacían que la guerra pareciera no tener frutos». Berg contestó: «El único fruto de la guerra es la muerte y las penas y el dolor. No hay otros frutos».
«Estoy tan furioso ahora, mamá»
Es como si estos padres hubiesen perdido más que a sus hijos, como si hubiesen perdido el miedo, lo cual les permite hablar con mayor claridad y poder. Esto presenta un reto peligroso para la administración de Bush, al cual le gusta proclamar un monopolio sobre la «claridad moral». Se supone que las víctimas de la guerra y sus familias no deberían de interpretar sus pérdidas por sí mismos, se supone que deberían de dejarle eso a las banderas, los listones, los metales y los saludos marciales. Supuestamente, los padres y los esposos deberían de aceptar sus tremendas pérdidas con patriotismo estoico, y nunca preguntar si se hubiera podido evitar una muerte, nunca cuestionar cómo sus seres queridos son usados para justificar más muertes. En el funeral militar de Patrick McCaffrey la semana pasada, Paul Harris, del Batallón de Ingenieros 579, informó a los deudos que, «lo que Patrick hacía era bueno y correcto y noble… hay miles, no, millones de iraquíes que están agradecidos por su sacrificio».
Pero Nadia McCaffrey no se la cree e insiste en que carga con los sentimientos de su hijo, de profunda decepción, más allá de la tumba. «Estaba tan avergonzado del escándalo de abuso de prisioneros», le dijo McCaffrey a The Independent. «Dijo que no teníamos nada que hacer en Irak y no deberíamos estar ahí». Libre de la censura militar que impide a los soldados decir lo que piensan mientras están vivos, Lila Lipscomb también ha compartido las dudas de su hijo respecto a su trabajo en Irak. En Fahrenheit 9/11 lee de una carta que Michael Pederson envió a casa. «Qué le pasa a George, que trata de ser como su papá Bush. Nos trajo hasta acá absolutamente para nada. Estoy tan furioso ahora, mamá».
Furia es una respuesta completamente apropiada a un sistema que envía a jóvenes a matar a otros jóvenes en una guerra que nunca debió haber sido librada. Sin embargo, la derecha estadunidense siempre trata de patologizar la furia como algo amenazante y anormal, menospreciando a los oponentes en la guerra como odiosos y, lo último, como «locos». Esto es mucho más difícil de hacer cuando las víctimas de las guerras comienzan a hablar por sí mismas: nadie puede cuestionar la locura en los ojos de una madre o un padre que acaban de perder un hijo o una hija, o la furia de un soldado a quien se le pide que mate y que muera sin necesidad de ello.
Muchos de los iraquíes que han perdido a seres queridos ante la agresión extranjera han respondido resistiendo a la ocupación. Ahora las víctimas se comienzan a organizar dentro de los países que libran la guerra. Primero fue Familias del 11 de Septiembre por un Mañana Pacífico, que está contra cualquier intento de la administración Bush de usar las muertes de miembros de sus familias en el WTC para justificar más muertes de civiles. Familias Militares Hablan ha enviado delegaciones de veteranos y padres de soldados a Irak, mientras Nadia McCaffrey planea formar una organización de madres que hayan perdido a sus hijos en Irak.
Las elecciones estadunidenses siempre tienen algún asunto paternal: la vez pasada eran las madres en el futbol, esta vez se supone que sería padres de NASCAR. Pero el domingo, el campeón de carreras de autos NASCAR, Dale Earnhardt, dijo que había llevado a sus amigos a ver Fahrenheit 9/11 y que «es una buena cosa que lo haga todo estadunidense». Parece que podría haber otro asunto que modifique la elección: no madres aficionadas al futbol o padres al NASCAR, sino las víctimas de la guerra. No tienen el suficiente apoyo como para modificar los resultados en estados decisivos, pero podrían cambiar algo mucho más poderoso: los corazones y mentes de los estadunidenses.
*Naomi Klein es autora de No Logo y Vallas y Ventanas. (Traducción: Tania Molina Ramírez. Copyright 2004 Naomi Klein)