(Segunda parte de una serie sobre China publicada en ‘Foreign Policy in Focus’)
El experimento de China con el socialismo fue caótico y no logró realizar la ansiada transición al desarrollo y la prosperidad. Cuando el país rompió con el socialismo y se aventuró cautelosamente por el camino del desarrollo basado en el mercado en el mundo rural, a finales de la década de 1970, China era una de las sociedades más igualitarias del mundo. También era bastante pobre, con más del 30 % de la población viviendo por debajo del umbral de pobreza, prácticamente como Filipinas en aquella época.
Hoy, con un coeficiente de Gini -que mide el grado de desigualdad- de 0,50 o más, la desigualdad en China es similar a la de Filipinas, pero el porcentaje de la población china que vive en la pobreza se ha reducido a alrededor del 3 %, mientras que más del 20 % de la filipina sigue siendo pobre. La desigualdad ha aumentado, pero en lo tocante a sacar a la gente de la pobreza China se considera una historia de éxito sin paliativos, probablemente única en el mundo.
El análisis de las principales características y vulnerabilidades de la economía china contemporánea nos permitirá formarnos una idea de la dinámica y las perspectivas de las relaciones económicas de China con Filipinas y el resto del sur global. Por ejemplo, es fácil confundir el plan de la Nueva Ruta de la Seda (NRS) con un gran proyecto encaminado a establecer la hegemonía global de China, como ha hecho mucha gente, si no se tiene en cuenta el enorme problema de exceso de capacidad industrial del país, para cuya solución se ha concebido la NRS. Y no se puede entender el problema del exceso de capacidad sin referirse, a su vez, a uno de los rasgos centrales de la economía china: la descentralización de las decisiones económicas, que ha dado lugar a un gran número de proyectos que compiten entre sí, a mucho despilfarro y a una tremenda sobrecapacidad.
La economía china es capitalista, aunque tiene características propias. Podríamos calificarla de capitalismo con características chinas, parafraseando con mayor precisión la descripción enigmática que dio Deng Xiaoping de su proyecto como socialismo con características chinas. Deng, el pragmático sucesor de Mao y personalidad dominante de la política china, dirigió la integración de China en la economía capitalista mundial en las décadas de 1980 y 1990.
La economía política actual de China tiene cuatro patas:
-
Está en gran parte liberalizada o basada en el mercado.
-
Está en gran medida privatizada, aunque con intervención del Estado en áreas consideradas estratégicas.
-
Su ventaja competitiva radica en una producción orientada a la exportación sostenida por la represión financiera.
-
Y está descentralizada, con un amplio margen de maniobra para la toma de decisiones a escala local, mientras que la autoridad central dirige las estrategias y políticas macroeconómicas a escala nacional en sentido amplio.
Liberalización
La liberalización, o eliminación del control del Estado sobre la producción, la distribución y el consumo se produjo en tres etapas a lo largo de las décadas de 1980 y 1990. La reforma del mercado comenzó con la descolectivización y el restablecimiento de una economía campesina basada en el mercado en el mundo rural a comienzos de la década de 1980, seguida de una reforma de las empresas estatales en el medio urbano y una reforma de los precios a finales de la misma década. En la década de 1990 se aceleró la reforma de las empresas propiedad del Estado (EPE) con el propósito de transformar estas empresas en compañías capitalistas orientadas al beneficio.
A lo largo de dichas fases, la metodología principal consistió, tal como explicó Ho-Fung Hung, destacado estudioso de la transformación económica de China, «en descentralizar la autoridad de planificación y regulación económica y en abrir la economía, primero al capital de la diáspora china [chinos residentes en el extranjero] en Asia y después al capital transnacional de todo el mundo».
Privatización con intervención estratégica del Estado
Mientras que las señales del mercado procedentes de la demanda de consumo local y de la demanda global pasaron a ser el principal factor determinante de la atribución de recursos, la mano visible del Estado no desapareció, sino que simplemente se volvió más discriminatoria. Al abandonar la planificación central, el Estado chino no emuló el llamado modelo de desarrollo estatal del noreste asiático, del que Japón, Corea del Sur y Taiwán fueron pioneros, consistente en restringir la inversión extranjera y favorecer a las empresas nacionales.
En contraste con ello, en China los sectores no estratégicos de la economía se abrieron a la competencia entre empresas privadas, locales y extranjeras, mientras que las áreas consideradas estratégicas desde el punto de vista de la seguridad nacional, el interés nacional y la competitividad nacional en su conjunto fueron objeto de una regulación estatal significativa, con un control de gran parte de la producción por empresas de propiedad estatal (EPE) que, sin embargo, podían competir entre ellas hasta cierto punto. En otras palabras, el gobierno permitió la inversión directa extranjera a gran escala para que las empresas locales tuvieran acceso y pudieran difundir la tecnología extranjera a toda una gama de sectores, manteniendo el control exclusivo y concentrando los recursos del Estado en los sectores considerados vitales para el desarrollo del conjunto de la economía.
Vista la retirada general del Estado de buena parte de la economía, está justificado calificar la economía política china de «neoliberal con características chinas», como hace el economista marxista David Harvey. Aunque tal vez esté mejor caracterizada como economía de mercado con islotes estratégicos de producción controlada por el Estado y con una amplia supervisión macroeconómica ejercida por el Estado central. Entre esto y la gestión centralizada de la microeconomía por parte del Estado socialista antes de 1978 media un abismo.
Producción orientada a la exportación con represión financiera
Mientras que la mayor parte de la producción nacional estaba destinada al mercado local, el proyecto estratégico de la economía china tras la liberalización pasaba por una rápida industrialización a través de la producción para la exportación, cosa que ha quedado reflejada en la noción de que China se ha convertido en la fábrica del mundo.
En su momento álgido durante la primera década de este siglo, las exportaciones llegaron a representar nada menos que el 35 % del producto interior bruto, una cifra que triplicaba la de Japón. China se convirtió, en palabras de Hung, en la «plataforma de una red mundial de producción que comienza con centros de diseño en EE UU y Europa; continúa con fabricantes de componentes especiales y materias primas en el este y el sudeste asiático; y culmina en China, donde los diseños, materiales y componentes se ensamblan en productos acabados que acto seguido se envían a todo el mundo.» (En esta división del trabajo sinocéntrica, Filipinas se integró como productora de alimentos, fuente de materias primas y proveedora de componentes industriales como microcircuitos integrados para ordenadores).
Hacer de la producción orientada a la exportación el eje vertebrador de la economía suponía limitar el crecimiento del consumo doméstico, cosa que vino acentuada por la represión financiera, es decir, el tipo de interés que generaban los ahorros de los consumidores se mantuvo deliberadamente en niveles bajos con el fin de mantener también bajos los tipos de interés de los préstamos a empresas del Estado y empresas privadas dedicadas a la producción para la exportación. De 2004 a 2013, el tipo de interés real medio era, con un 0,3 %, extremadamente bajo.
Un tercer ingrediente crucial de la fabricación orientada a la exportación fue la política de mantener bajo el valor del renminbi con respecto al dólar. De 1979 a 1994, el renminbi se depreció constantemente frente al dólar, pasando de 1,5 a 8,7, a medida que China abandonó el viejo modelo de la época de Mao de sustitución de las importaciones e implantó un modelo de orientación a la exportación que requería un renminbi devaluado que hacía que las exportaciones chinas fueran competitivas en los mercados mundiales. Así, en 1994, el renminbi fue devaluado un 33 % con respecto al dólar, a lo que siguió un estancamiento de 8,3 renminbis por dólar durante los siguientes nueve años, lo que favoreció enormemente la competitividad de los productos chinos en los mercados mundiales.
En su guerra comercial con China, el presidente de EE UU, Donald Trump, ha acusado a China de «manipular la moneda», supuestamente para mantener bajo el valor del renminbi e inundar EE UU con sus exportaciones. Sin embargo, la mayoría de economistas dicen que China ha permitido que las fuerzas del mercado determinen en gran medida el valor del renminbi desde hace más de una década.
El cuarto ingrediente del modelo basado en la exportación, su «combustible indispensable» de acuerdo con Hung, era «la masiva mano de obra escasamente remunerada que se liberó del mundo rural desde mediados de la década de 1990». Mientras que hubo una «ganancia demográfica inesperada» en forma de un enorme excedente de mano de obra rural que permitió a China aprovechar los bajos salarios durante más tiempo que otras economías asiáticas, esto último también fue el resultado de políticas gubernamentales que, en contrate con la década de 1980, transfirió recursos de las zonas rurales al medio urbano y generó un éxodo continuo de la población rural desde la década de 1990.
La combinación de una política financiera favorable al sector exportador, una moneda infravalorada y los bajos salarios de la mano de obra fue una fórmula que originó una avalancha de productos chinos baratos en todo el mundo, que resultó profundamente desestabilizadora no solo para los sectores industriales de las economías del norte global, sino también para los del sur global, como México y Brasil, cuyos niveles salariales eran más altos. En estos lugares, China no fue tan solo una fuente de importaciones que competían con la producción propia, sino también una causa de desindustrialización, puesto que algunas grandes empresas cerraron sus centros industriales intensivos en mano de obra para trasladar la producción al sudeste de China, y otras simplemente subcontrataron la fabricación de sus productos a empresas chinas que contaban con mano de obra barata. No es extraño, por tanto, que el resentimiento de la clase trabajadora que cundió en lugares como el llamado cinturón de óxido de EE UU pudiera ser capitalizado por Trump en 2016 con su retórica antichina en su carrera hacia la presidencia.
Autoritarismo descentralizado
Contrariamente a la idea generalizada de que el desarrollo de China es obra de una dirección centralizada, uno de sus rasgos fundamentales es, de hecho, su carácter descentralizado. La descentralización ha sido uno de los ingredientes más importantes de la fórmula de crecimiento china y se remonta a la década de 1990. La descentralización estimuló una intensa competencia entre localidades cuando Pekín, según un observador, «comenzó a evaluar a los dirigentes locales a la luz de la rapidez con que crecía la economía bajo su supervisión», y estos, a su vez, «compitieron entre sí para atraer empresas, ofreciéndoles terrenos baratos, exenciones fiscales y mano de obra barata».
Equiparable básicamente a una transformación de la burocracia en una «gran empresa emergente», la descentralización pretendía asestar un golpe decisivo a la economía de ordeno y mando y forzar a las autoridades locales a hacer suyo el proceso de reforma, responsabilizándolas de reunir los recursos necesarios para la inversión y permitiéndoles aprovechar los frutos de la exitosa acumulación de capital.
De este modo, las autoridades provinciales y locales contaban con una elevada cuota de poder a la hora de interpretar e implementar las directrices estratégicas generales que emanaban de Pekín. La autoridad del gobierno central en materia económica se ha debilitado deliberadamente y su función ha pasado a ser la de un actor indirecto, centrado en gestionar el trasfondo macroeconómico, como los tipos de interés, y políticas preferenciales en interés de determinadas regiones y sectores. En efecto, China ha sido calificada de «país más descentralizado del mundo», donde la parte de la renta que va a parar a manos de los gobiernos locales duplica con creces la que es común en los países desarrollados, y también es mucho mayor de la que es típica de los países en desarrollo.
Sin embargo, es importante señalar que la fuerte autoridad local y su control de los recursos en la acumulación de capital y el proceso de desarrollo abarcaba principalmente los sectores no estratégicos de la economía. Agentes importantes del poder central en todas las provincias eran algunas empresas propiedad del Estado en los sectores estratégicos designados, como el de la energía, las industrias pesadas, el ferrocarril y las telecomunicaciones, controlados directamente por Pekín, aunque ellas a su vez gozaban de un alto grado de autonomía. Sin embargo, hay que matizar que la mayoría de las 150.000 EPE -y dos tercios de los activos de todas ellas- se hallaban bajo el control de las autoridades provinciales y locales, no de Pekín.
La relación entre los gobiernos locales y el centro ha ido oscilando a lo largo de los años entre la descentralización y la recentralización, y la fase más reciente apunta en el sentido de la recentralización, aunque limitada, bajo el liderazgo actual de Xi Jinping. En la mayoría de otros países, el grado de descentralización habría causado probablemente un debilitamiento sostenido del centro. Sin embargo, China tiene una ventaja sobre otros países que hace que el sistema funcione y no se impongan las fuerzas centrífugas: la estructura del Partido Comunista, paralela a la estructura gubernamental en todos los niveles y en todas las regiones. Aunque permite los conflictos entre facciones hasta cierto punto, la estructura del partido y su disciplina interna son las que hacen posible la paradoja del autoritarismo descentralizado.
La liberalización, la privatización acompañada de una intervención estratégica en sectores clave, la industrialización orientada a la exportación junto con la gestión de la moneda por el Estado, más el autoritarismo descentralizado estos fueron los ingredientes del llamado milagro chino. También son los factores que han generado los problemas a los que se enfrenta ahora la economía, un tema que abordaremos en la próxima entrega de esta serie.
Esta serie está basada en el estudio recientemente publicado por Focus on the Global South titulado China: An Imperial Power in the Image of the West? con motivo del 70º aniversario de la fundación de la República Popular China.
Walden Bello es columnista de FPIF y director fundador y actual copresidente del Consejo de Administración de Focus on the Global South. Es autor o coautor de 26 libros y monografías.
Fuente: https://fpif.org/capitalism-with-chinese-characteristics/