Recomiendo:
0

Las joyas de la CIA

Fuentes: Página 12

Se dice que cada quien tiene un muerto en su placard. Los de la CIA deben ser enormes para esconder los suyos y esta semana ha comenzado a desclasificar documentos secretos que hablan de secuestros, infiltración y espionaje del movimiento contra la guerra de Vietnam, intentos de asesinato, allanamientos ilegales, escuchas telefónicas de periodistas calificados […]

Se dice que cada quien tiene un muerto en su placard. Los de la CIA deben ser enormes para esconder los suyos y esta semana ha comenzado a desclasificar documentos secretos que hablan de secuestros, infiltración y espionaje del movimiento contra la guerra de Vietnam, intentos de asesinato, allanamientos ilegales, escuchas telefónicas de periodistas calificados de «disidentes» por su postura pacifista, experimentos psicológicos con personas y otras «joyas de la familia», como se las llama en la Agencia. Lo anunció su director, el general Michael V. Haiden, y consideró benignamente que las 693 páginas que contienen el elenco de cadáveres son «un vistazo a una época muy diferente y a una Agencia muy diferente» (The New York Times, 22-6-07). Haciendo a un lado Guantánamo, Abu Ghraib, Irak, Afganistán, Sudán, Cuba, Venezuela, Colombia, los vuelos clandestinos a Europa con secuestrados en otros países y largos etcéteras, el general Haiden estaría diciendo la verdad.

El Archivo de Seguridad Nacional (ASN), organismo no gubernamental e independiente con sede en la Universidad George Washington, se anticipó a la CIA y dio a conocer cuatro documentos secretos de comienzos del ’75 que muestran la alarma de la Casa Blanca, en particular de Henry Kissinger -entonces secretario de Estado y asesor del presidente Gerald Ford en materia de seguridad- ante la serie de artículos que el muy notable periodista Seymour Hersh había comenzado a publicar en el New York Times (www.gwu.edu/~nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB222/index.htm, 21-6-07). El texto de Hersh del 22 de diciembre del ’74 mereció la primera plana del diario y denunciaba las actividades ilegales que la Agencia realizaba en el país. El 3 de enero de 1975, su entonces director William Colby ventilaba la ropa sucia ante el presidente, dos consejeros de la Casa Blanca y el general Brent Scowcroft, segundo de Kissinger. Figura en el memorándum que expuso, entre otras cosas, lo que sigue.

«Creo que tenemos una institución que existe hace 25 años y que ha hecho algunas actividades que no debería haber hecho. En cuanto a los disidentes (los pacifistas), el esfuerzo principal estuvo dirigido a comprobar si tenían conexiones con el extranjero… Infiltramos a alguna gente para que pudiera ir al exterior… Pasamos información al FBI y ellos nos la pasaban a nosotros… Sucedió que hicimos expedientes con los informes del FBI. Esto, con nuestros informes del exterior, suma alrededor de 10.000 legajos. No podemos negarlo, pero trataré de aclararlo.» El objetivo de la CIA eran los estadounidenses que se manifestaban contra la guerra de Vietnam. Si se sustituye la palabra «disidente» por la palabra «terrorista», nada cambió.

El 4 de enero Kissinger abrió la reunión con Ford y Scowcroft con esta declaración: «Lo que está ocurriendo es peor que en los días de McCarthy… Helms (Dick, ex director de la CIA) dice que todas esas historias (denunciadas en los artículos de Seymour Hersh) son apenas la punta del iceberg. Si salen a la luz, correrá sangre. Por ejemplo, Robert Kennedy organizó personalmente la operación para asesinar a Castro». El entonces secretario de Estado atribuye las filtraciones a Helms, despedido por Nixon porque se negó a cubrir el escándalo de Watergate. Kissinger parece frenético en la reunión del 5 de enero que se llevó a cabo en su oficina.

Ford ordenó investigar las actividades ilegales de la CIA que Colby le había presentado y su secretario de Estado consideró que esa indagación «podía ser tan dañina para la comunidad de inteligencia como McCarthy fue para el servicio exterior. La índole de las operaciones encubiertas resultará extraña para el ciudadano medio y fuera de contexto podrían parecer inexplicables». Un asesor le señala que algún parlamentario de los comités de servicios armados querrá escudriñar los aspectos legales, morales y políticos de la relación costo-eficacia de los hechos. «Estamos en problemas entonces», se compunge Kissinger y acuerda con los presentes la estrategia a seguir en las audiencias del Congreso: «Debemos decir que esto atañe profundamente a la seguridad nacional. Desde luego, queremos cooperar, pero éstas son cuestiones básicas de la supervivencia nacional». Los argumentos de W. Bush para desatar la llamada «guerra antiterrorista» no son diferentes. En esta materia -y aun otras-, la Casa Blanca nunca fue muy creativa.