La puerta de la vieja iglesia se abrió casi sin empujarla, dejando al descubierto una pequeña y oscura escalera al sótano. El frío de mediados de octubre ya podía sentirse. Al bajar, recorrí con la mirada el local y pude ver más de una veintena de familias indocumentadas sentadas de manera muy serena. La calma […]
La puerta de la vieja iglesia se abrió casi sin empujarla, dejando al descubierto una pequeña y oscura escalera al sótano. El frío de mediados de octubre ya podía sentirse. Al bajar, recorrí con la mirada el local y pude ver más de una veintena de familias indocumentadas sentadas de manera muy serena. La calma perceptible en el lugar contrastaba con las preocupaciones que inundaban mi mente. Desde hacía varios días, las autoridades migratorias federales venían efectuando redadas por los pueblos tradicionalmente preferidos por las familias indocumentadas en Connecticut. Enfield era uno de esos pueblos, al concentrar buena parte de la agricultura de tabaco de ese estado. Muchas de estas familias llegaron 15 o 20 años atrás, durante el boom de construcción de viviendas en el noreste. Otras son relativamente nuevas, pues arribaron hace poco huyendo de estados en los que la actividad de las agencias federales, o sea la migra, es más intensa. Aunque algunas familias se mostraron contentas de mi llegada, en mi interior prevalecía un sentimiento de inquietud. Por meses habíamos diseminado información sobre qué hacer ante un contacto con los agentes federales de inmigración, qué no decir y cómo actuar. Ahora se trataba de un tema más escabroso: la separación de familias. Era el otoño de 2016.
El tema de la separación de familias en Estados Unidos es tan viejo como vieja es la persecución de personas no documentadas. Por suerte, es noche estábamos lejos de la frontera de México. Aquí el asunto era, más bien, cómo facilitar la continuidad familiar ante un posible arresto del padre o la madre. Muchos de los niños y niñas en el sótano de la iglesia eran ciudadanos estadounidenses por virtud exclusiva de haber nacido en el país. Ello, por supuesto, no hacía la situación más simple. ¿Volverían, en realidad, estos padres y madres a ver a sus hijos, en caso de ser deportados? ¿Y qué de los menores hasta ahora desaparecidos en hogares de albergue temporal? El problema presentaba, al menos legalmente, una solución fácil: nombrar guardianes de reserva. «Señor, señora, consígase una persona que se haga cargo de su hijo o hija en caso de su arresto y deportación, un amigo, un familiar o persona de confianza». Ya se harán otros arreglos con el consulado de su país para que vayan de visita, si hay problemas. «Tengan presente que, cuando la migra arresta, no concede la oportunidad de despedirse de nadie». Cada palabra me pesaba una tonelada al decirla. A saber, en realidad, lo que pueda pasar, una vez un niño o una niña cae en manos de una persona particular. Si en manos de las agencias gubernamentales desaparecen, ¿qué no podría pasar con gente que se ofrezca y no cumpla? ¿Cómo decirle a un padre o una madre que planifique para una tragedia familiar como esta?
Vuelvo a echar una mirada al grupo de familias, que presta atención sin hablar. Nunca he ido a México; pero sí he visto, incluso aquí en el valle de Connecticut, dos naciones mexicanas. El color de piel y los rasgos físicos las distinguen. También, el grado de integración a la sociedad estadounidense. Esta noche, en el sótano de esta vieja iglesia de Enfield, está la nación indígena mexicana. Llama la atención la combinación de rasgos nativos con la baja estatura. La piel olivácea y el pelo, intensamente negro y sin bucles, dan un hermoso aspecto de vida a los chiquillos. Los hombres son de espaldas y hombros anchos, aspecto físico en que se refleja el duro trabajo en las labores agrícolas. Hasta hace poco solía verlos temprano de madrugada, agrupados antes de que saliera el sol, en las calles del pueblo. Una vieja guagua escolar hacía el recorrido para llevarlos a las fincas de tabaco. La dureza del trabajo físico también es visible en las mujeres. Las que entrevisto esa noche trabajan en factorías, siempre a salario descontado. Las abuelas cuidan a los chiquillos. Conforme pasa el tiempo, estos comienzan a corretear. También llama la atención la preponderancia de unidades familiares íntegras, fenómeno a veces poco común entre otros grupos de inmigrantes trabajadores. Aquí está mamá, papá, abuelo, abuela, tíos, tías y, claro, los niños. Enfield es un pueblo proletario, de factorías y granjas comerciales.
Detrás de cada miembro de las familias presentes esa noche, hay una historia particular de inmigración. Hay quienes llegaron por el desierto; otras personas, incluso de menor edad, simplemente cruzaron el puente en la frontera de Texas. Una de las niñas, apenas de 10 años, entró al país con un grupo guiado por uno de los mal llamados coyotes. Le pregunto si no le dio miedo. Me dice que no, que en el grupo venían mujeres y otros niños. De noche hacía frío y de día, calor. Va a la escuela, como otros tantos niños y niñas indocumentadas. Impresiona el valor que estas familias dan a la educación de sus hijos, indocumentados o no.
Pocas personas trabajan tanto en Estados Unidos como la masa de inmigrantes de las regiones indígenas de México. Laboran de sol a sol, y de luna a luna, en las ocupaciones peor pagadas. A menudo, les roban los salarios. Las mujeres y hombres indígenas que yo he conocido conservan mucha de su cultura autóctona de las regiones del sur de México. Son de poco hablar, como sus familiares no lejanos, los indígenas de las Grandes Praderas de Norteamérica. Aguantan y resisten el abuso con una imperturbabilidad enorme, pues también son victimizados por otros grupos de inmigrantes. Viven sus vidas sujetos siempre a la posibilidad de ser arrestados por inmigración.
Cuento esto porque no se me hizo fácil decidirme a ver la película «Roma», dirigida por Alfonso Cuarón. Tan pronto vi el afiche y la foto de la artista principal, Yalitza Aparicio, sabía que habría de tocarme muy hondo. ¿Cuántas veces no he estado ante Cleo? ¿Cuántas veces no la he entrevistado en el sótano de una vieja iglesia, en santuarios de organizaciones de fe? ¿Cuántas veces no he presenciado la grandeza y estoicismo de la nación indígena mexicana? Me acerqué, pues, a la película «Roma», con los mismos sentimientos y preocupaciones que inundaron mi corazón aquella noche al bajar las escaleras del sótano de la vieja iglesia en Enfield. Después de un largo cavilar, apreté el pecho y dejé que la humanidad de la gran nación originaria de México llenara mi alma. Al final, esta semana me toca regresar a Enfield y probablemente allí estará, como pasa desde 2016, otra Cleo esperándome.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.