Traducido para Rebelión por Caty R.
Desde hace varios meses, las revueltas árabes agitan las cartas políticas, diplomáticas e ideológicas de la región (Leer nuestro dossier «Une région en ébullition«). La represión libia amenaza esta dinámica. Y la guerra occidental autorizada por las Naciones Unidas acaba de introducir en ese panorama un añadido de consecuencias imprevisibles.
Incluso un reloj estropeado da la hora exacta dos veces al día. El hecho de que Estados Unidos, Francia y el Reino Unido hayan tomado la iniciativa de una resolución del Consejo de Seguridad que autoriza recurrir a la fuerza contra el régimen libio, no basta para descalificarla de entrada. Un movimiento de rebelión desarmado y enfrentado a un régimen de terror, a veces se ve obligado a dirigirse a una policía internacional poco recomendable. Concentrado en su desgracia no rechazará la ayuda sólo por el hecho de que dicha policía internacional desdeñe las llamadas de otras víctimas, por ejemplo los palestinos. Incluso se olvidará de que es más conocida como fuerza represiva que como una organización de ayuda.
Pero eso que, lógicamente, ha servido de brújula a los insurgentes libios abocados a un peligro extremo, no basta para legitimar esta nueva guerra de las potencias occidentales en tierra árabe. La intervención de países miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) constituye un medio inadmisible para el intento de llegar a un fin deseable (la caída de Muamar Gadafi). Si este recurso tomó la apariencia de inevitable, obligando a todos a «elegir» entre los bombardeos occidentales y el aplastamiento de los revolucionarios libios, es únicamente porque las demás vías -la intervención junto a una fuerza de la ONU, egipcia o panárabe- se descartaron.
Pero el historial de los ejércitos occidentales impide que se conceda algún crédito a los motivos generosos que alegan ahora. ¿Quién cree, por otra parte, que siendo quienes son dediquen sus recursos y sus armas a conseguir objetivos democráticos? Además la historia reciente recuerda demasiado que aunque las guerras con esos pretextos consiguen unos primeros éxitos fulgurantes ampliamente mediatizados, las etapas siguientes son más caóticas y menos exitosas. En Somalia, Afganistán e Irak, los combates no han cesado a pesar de que Mogadiscio, Kabul y Bagdad «cayeron» hace años.
A los insurgentes libios les habría gustado, como hicieron sus vecinos tunecinos y egipcios, derrocar ellos solos al poder despótico. La intervención militar franco-anglo-estadounidense amenaza con convertirles en deudores de potencias que jamás se han preocupado de su libertad. Pero la responsabilidad de esta excepción regional corresponde en primer lugar a Gadafi. Sin la furia represiva de su régimen, que en cuarenta años pasó de la dictadura antiimperialista al despotismo pro occidental, sin sus filípicas asimilando a todos sus oponentes a «agentes de al-Qaida», o «ratas que reciben dinero y trabajan para los servicios de inteligencia extranjeros», el destino del levantamiento libio sólo habría dependido de su pueblo.
La resolución 1973 del Consejo de Seguridad que autoriza el bombardeo de Libia quizá impedirá el aplastamiento de una revolución condenada por la pobreza de sus medios militares, pero se parece a un baile de hipócritas. El hecho de que se bombardee a las tropas de Gadafi no se debe a que éste sea el peor de los dictadores o el más asesino, sino a que también es más débil que otros y no tiene armas nucleares ni amigos poderos que puedan protegerle de un ataque militar o defenderle en el Consejo de Seguridad. La intervención que se ha decidido contra el coronel confirma que el derecho internacional no tiene unos principios claros cuya violación conllevaría siempre una sanción.
En realidad se trata de un blanqueamiento diplomático a la manera de un blanqueamiento financiero: el minuto de virtud permite borrar decenios de ignominia. Así, el presidente francés bombardea a su antiguo compadre en los negocios, al que recibió en 2007 cuando todo el mundo conocía la naturaleza de su régimen -sin embargo se agradece que Nicolas Sarkozy no le ofreciera el «savoir-faire de nuestras fuerzas de seguridad» que ofreció el pasado mes de enero al presidente tunecino Zine El-Abidine Ben Alí… En cuanto a Silvio Berlusconi, el «amigo íntimo» del Guía libio que viajó en once ocasiones a Roma, arrastrando los pies también se unió a la coalición virtuosa.
La mayoría de los «gerontócratas» rechazados por el impulso democrático tienen un asiento en la Liga Árabe, que se unió al movimiento de la ONU antes de fingir consternación en cuanto se dispararon los primeros misiles estadounidenses. Rusia y China podían oponerse a la resolución del Consejo de Seguridad o enmendarla para reducir el alcance o los riesgos de escalada. Si lo hubiesen hecho, después no habrían tenido que «lamentar» el uso de la fuerza. Finalmente, para que quede clara la rectitud de la «comunidad internacional» en este asunto, hay que señalar que la resolución 1973 acusa a Libia de «detenciones arbitrarias, desapariciones forzosas, torturas y ejecuciones sumarias», todas esas cosas que por supuesto no existen en Guantánamo ni en Chechenia ni en China…
La «protección de los civiles» no es simplemente un requisito irrecusable. También impone, en período de conflicto armado, el bombardeo de objetivos militares, es decir, de soldados (a menudo civiles requeridos para llevar el uniforme…), ellos mismos mezclados con poblaciones desarmadas. Por su parte, el control de una «zona de exclusión aérea» significa que los aviones que patrullan dicha zona corren el riesgo de que los derriben y capturen a sus pilotos, lo que a continuación justificará que los comandos de tierra se dediquen a liberarlos (1). Se puede forzar el lenguaje hasta el límite, pero no es posible maquillar indefinidamente la guerra mediante eufemismos.
Porque, en última instancia, la guerra pertenece a los que la deciden y la dirigen, no a los que la recomiendan soñando con que será corta y venturosa. Dirigir desde casa los planes impecables de una guerra sin odio y sin «errores» tiene muchos encantos, pero la fuerza militar a quien se confía la tarea de ejecutarla lo hará en función de sus inclinaciones, sus métodos y sus exigencias. Es decir, que los cadáveres de soldados libios ametrallados durante su retirada son, lo mismo que las masas alborozadas de Bengasi, consecuencias de la resolución 1973 de las Naciones unidas.
Las fuerzas progresistas de todo el mundo están divididas con respecto al asunto libio, según hagan hincapié en su solidaridad con un pueblo oprimido o en su oposición a una guerra occidental. Ambos puntos de vista son necesarios, pero no siempre se puede reclamar su satisfacción simultánea. Cuando hay que elegir no queda más remedio que determinar si una etiqueta de «antiimperialista» obtenida en el escenario internacional autoriza a alguien a machacar diariamente a su pueblo.
En el caso de Libia, el silencio de algunos gobiernos latinoamericanos de izquierda (Venezuela, Cuba, Nicaragua, Bolivia) sobre la represión que Gadafi ha ordenado es aún más desconcertante que la oposición del Guía libio a «Occidente», pura fachada. Gadafi denuncia que es víctima de un «complot colonialista», pero lo hace después de que aseguró a las antiguas potencias coloniales que «todos estamos en la misma lucha contra el terrorismo. Nuestros servicios de inteligencia colaboran. Os hemos ayudado mucho en los últimos años» (2).
El dictador libio, cuyas palabras repitieron Hugo Chávez, Daniel Ortega y Fidel Castro, pretende que el ataque del cual es objeto se explicaría por el deseo «controlar el petróleo». Pero el petróleo libio ya es explotado por la empresa estadounidense Occidental Petroleum (Oxy), la británica BP y la italiana ENI (léase al respecto el artículo de Jean-Pierre Séréni «Le pétrole libyen de main en main«. Hace varias semanas, el Fondo Monetario Internacional (FMI) celebraba «los grandes resultados macroeconómicos de Libia y sus progresos en el fortalecimiento del papel del sector privado» (3). Amigo de Gadafi, Ben Alí recibió alabanzas comparables en noviembre de 2008, pero servidas personalmente por el director general del FMI Dominique Strauss-Kahn, que llegaba derecho… de Trípoli (4).
La antigua pátina revolucionaria y antiimperialista de Gadafi, recuperada en Caracas y en La Habana, sin duda también se le escapó a Anthony Giddens, teórico de la «tercera vía» de Blair, que anunciaba en 2007 que Libia se iba a convertir bien pronto en una «Noruega del norte de África: próspera, igualitaria y proyectada al futuro» (5). Ante una lista tan ecléctica de embaucados, ¿cómo vamos a creer todavía que el Guía libio también está tan loco como pretenden?
Varias razones explican que los gobiernos latinoamericanos de izquierda se hayan confundido con respecto a Gadafi. Han querido ver en él al enemigo de su enemigo (Estados Unidos), pero eso no debería bastar para convertirlo en su amigo. Un mediocre conocimiento del norte de África -Chávez dice que se informó de la situación en Túnez llamando a Gadafi…- los condujo a continuación a defender lo contrario de «la colosal campaña de mentiras orquestada por los medios» (Fidel Castro dixit). Sobre todo porque eso los devuelve a situaciones personales cuya pertinencia era discutible en cada caso particular. «No sé por qué sucede esto y por qué sucede ahí», declaró el presidente venezolano a propósito de Libia, «me recuerda a Hugo Chávez el 11 de abril». El 11 de abril de 2002, un golpe de Estado apoyado por los medios de comunicación manipulados intentó derrocarle.
La antigua pátina revolucionaria de Gadafi ha abusado de la izquierda latinoamericana
Y hay más factores que han llevado a un error en el análisis de la situación libia: un esquema mental forjado por decenios de intervención armada y dominación violenta de Estados Unidos en América Latina, el hecho de que Libia ayudó a Venezuela a implantarse en África, el papel de Estados Unidos en la Organización de los Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y en las cumbres América del Sur-África (ASA) o el enfoque geopolítico de Caracas dirigido a reequilibrar su diplomacia en el sentido de relaciones Sur-Sur más estrechas.
A eso hay que añadir todavía la tendencia del presidente Chávez a considerar que las relaciones diplomáticas de su país implican para él una relación de proximidad personal con los jefes de Estado: «Fui un amigo del rey Fahd de Arabia Saudí, soy amigo del rey Abdalá, que está aquí en Caracas (…). Amigo del emir de Catar, del presidente de Siria, un amigo que también vino aquí. Amigo de Buteflika» (6). Cuando el régimen de Gadafi («amigo mío desde hace mucho tiempo») incurrió en la represión de su pueblo, esa amistad se ha convertido en un lastre. En definitiva Chávez ha desperdiciado la ocasión de presentar las revoluciones del continente africano como las hermanas pequeñas de los movimientos de izquierda latinoamericanos que él conoce bien.
Más allá de ese desacierto, sin duda la diplomacia representa el dominio en el que, en todos los países, se revelan mejor los defectos de un ejercicio solitario del poder hecho de decisiones opacas, libres de cualquier control parlamentario y de toda deliberación popular. Cuando además se erige, como en el Consejo de Seguridad, en defensora de la democracia por medio de la guerra, el contraste es forzosamente llamativo.
Después de haber utilizado, no sin éxito, el resorte geopolítico antioccidental, el argumento progresista de la defensa de los recursos naturales, el dirigente libio no ha resistido mucho tiempo a la tentación de jugar la última carta del enfrentamiento entre religiones. «Las grandes potencias cristianas», explicó el 20 de marzo pasado, «se han comprometido en una segunda cruzada contra los pueblos musulmanes, con el pueblo libio a la cabeza, cuyo objetivo es borrar al Islam (del mapa)». Sin embargo, trece días antes Gadafi comparó su represión con aquélla que causó mil cuatrocientas víctimas mortales palestinas: «Incluso los israelíes tuvieron que recurrir a los tanques en Gaza para combatir a semejantes extremistas. Lo nuestro es parecido» (7). Esto no ha debido de aumentar la popularidad del Guía en el mundo árabe.
Pero ese último volantazo al menos tiene una virtud. Recuerda la nocividad política del enfoque que reproduce, invirtiéndola, la temática neoconservadora de las cruzadas y los imperios. Los levantamientos árabes, porque en ellos se mezclan los laicos y los religiosos -y se oponen a laicos y religiosos-, quizá anuncian el final de un discurso que se proclama antiimperialista cuando únicamente es antioccidental. Y en su odio a «Occidente» mete en el mismo saco lo peor -la política de las cañoneras, el desprecio por los pueblos «indígenas», las guerras de religión- y todo lo bueno que ha aportado, de la filosofía de la Ilustración a la seguridad social.
Apenas dos años después de la revolución iraní de 1979, el pensador radical sirio Sadik Jalal Al-Azm detallaba, para refutarlas, las características de un «orientalismo a contrapelo» que rechazaba la vía del nacionalismo laico y la del comunismo revolucionario y llamaba a combatir a Occidente para un retorno a la autenticidad religiosa. Los principales postulados de este análisis «culturalista» resumidos y después sometidos a la crítica por Gilbert Achacar, estipulan que,
«el grado de emancipación de Oriente no debe y no puede medirse con el rasero de valores y criterios ‘occidentales’ como la democracia, el laicismo y la liberación de las mujeres; que el Oriente musulmán no puede aprehenderse con los instrumentos epistemológicos de las ciencias occidentales; que no es pertinente ninguna analogía con los fenómenos occidentales; que el factor que mueve a las masas musulmanes es cultural, es decir, religioso, y que su importancia sobrepasa la de los factores económicos y sociales que condicionan las dinámicas políticas occidentales; que la única vía de los países musulmanes hacia el renacimiento pasa por el Islam; finalmente, que los movimientos que blanden el estandarte del «retorno al Islam» no son reaccionarios o regresivos como lo percibe el punto de vista occidental, sino al contrario, son progresistas en cuanto que se resisten a la dominación de la cultura occidental» (8).
Puede que este enfoque fundamentalista de la política no haya dicho su última palabra. Pero desde la onda expansiva nacida en Túnez, se siente que su pertinencia ha sido rebajada por los pueblos árabes que no quieren situarse «ni contra Occidente ni a su servicio» (9) y lo demuestran atacando tanto a un aliado de Estados Unidos (Egipto), como a uno de sus enemigos (Siria). Lejos de temer que la defensa de las libertades individuales, la libertad de conciencia, la democracia política, el sindicalismo o el feminismo constituyan otras tantas prioridades «occidentales» maquilladas como universalismo emancipador, los pueblos árabes se apoderan de ellas para marcar su rechazo al autoritarismo, las injusticias sociales, los regímenes policiales que infantilizan a sus pueblos tanto más espontáneamente puesto que están dirigidos por los viejos. Y todo esto, que recuerda otros grandes impulsos revolucionarios, que arranca día tras día las conquistas sociales y democráticas de las que se ha perdido la costumbre en muchas partes, ellos lo emprenden con entusiasmo en el momento preciso en que «Occidente» aparece dividido entre su miedo al declive y su laxitud ante un sistema político necrosado en el cual lo parecido sustituye a lo idéntico al servicio de los mismos.
Una resolución de las Naciones Unidas que también vale para las luchas de las poblaciones occidentales…
Nadie puede afirmar que ese entusiasmo y esa valentía árabe van a seguir marcando las pautas. Pero ya nos han descubierto posibilidades inexploradas. El artículo 20 de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad, por ejemplo, estipula que «se declara resuelto a velar para que los haberes (libios) congelados (en aplicación de una resolución precedente) pasen en una etapa posterior, lo antes posible, a disposición del pueblo de la Jamahiriya árabe libia y se utilicen en su beneficio». Por lo tanto, ¡será posible congelar los haberes financieros y devolvérselos a los ciudadanos de un país! Apostamos a que esta enseñanza no se perderá: los Estados tienen el poder de satisfacer a los pueblos. Desde hace algunos meses, el mundo árabe nos viene recordando otra lección, también universal: los pueblos tienen el poder de obligar a los Estados.
(1) Leer al respecto «Libye: les enjeux d’une zone d’exclusion aérienne«, Philippe Leymarie, Défense en ligne, 7 de marzo de 2011.
(2) Entrevista al Journal du dimanche, París, 6 de marzo de 2011.
(3) Véase «Le FMI tresse des lauriers à Kadhafi», Le Canard enchaîné, París, 9 de marzo de 2011.
(4) «Strauss-Kahn -ou le génie du FMI- soutient Ben Ali!«, Dailymotion.
(5) Antohony Giddens, «Mi chat with the colonel«, The Guardian, Londres, 9 de marzo de 2007.
(6) «Chávez: Nos oponemos rotundamente a las pretensiones intervencionistas en Libia«, Aporrea, 25 de febrero de 2011.
(7) «Interview de Kadhafi 07/03/2011 pour France 24, part 2/2» Dailymotion.
(8) Gilbert Achcar, «L’orientalisme à rebours: de certaines tendances de l’orientalisme français après 1979», Mouvements, nº 54, 2008, La Découverte, París.
(9) Véase Alain Gresh, «Ce que change le réveil arabe«, Le Monde diplomatique, marzo de 2011. En un discurso pronunciado el pasado 19 de marzo, el secretario general del Hizbulá libanés, Hasán Nasralá, estimó que «cualquier imputación que Estados Unidos fabrica, dirige, provoca o lanza a esas revoluciones (árabes) es injusta para esos pueblos, y falsa»
Fuente: http://www.monde-diplomatique.