Traducido para Rebelión por Loles Oliván
Vladimir I. Lenin
La entrevista que di a mi buen amigo Steve Shalom al día siguiente de que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (CSNU) aprobase la resolución 1973 y que fue publicada en Znet el 19 de marzo, provocó una tormenta de debates y declaraciones de todo tipo -amistosos, poco amistosos, de apoyo total, de leve apoyo, educadamente críticos o frenéticamente hostiles- mucho más amplia que cualquier cosa que pudiera esperar, tanto más porque fue traducida y distribuida en varios idiomas. Si ello indica algo, es que la gente sintió que había un problema real en juego. Así que vamos a discutirlo.
El debate sobre el caso de Libia es legítimo y necesario para los que comparten una posición antiimperialista, a no ser que uno crea que la adhesión a un principio nos ahorra la necesidad de analizar concretamente cada situación concreta y determinar nuestra posición a la luz de nuestra apreciación de los hechos. Cada regla general admite excepciones. Esto incluye la regla general de que las intervenciones militares de las potencias imperialistas autorizadas por Naciones Unidas son simple y llanamente reaccionarias y no pueden lograr un propósito humanitario o positivo. Sólo por el bien del argumento: si pudiéramos volver atrás la rueda de la historia y remontarnos al período inmediatamente anterior al genocidio de Ruanda, ¿nos opondríamos a una intervención militar liderada por Occidente y autorizada y desplegada por las Naciones Unidas con el fin de evitarlo? Claro, muchos dirían que la intervención de fuerzas imperialistas/extranjeras corre el riesgo de que se produzcan muchas víctimas. Pero ¿puede alguien en su sano juicio creer que las potencias occidentales habrían masacrado entre medio millón y un millón de seres humanos en cien días?
Esto no quiere decir que Libia sea Ruanda: Explicaré en un momento por qué las potencias occidentales no se preocuparon por Ruanda o por qué no se preocupan del número de muertos de proporciones genocidas en la República Democrática del Congo, pero intervienen sin embargo en Libia. La referencia al caso de Ruanda se trae a colación únicamente para ilustrar que cabe discutir casos concretos aunque uno se adhiera a los firmes principios antiimperialistas. El argumento de que la intervención occidental en Libia provocará víctimas civiles (yo incluso me preocuparía por los soldados de Gadafi desde una perspectiva humanitaria) no es determinante. Lo decisivo es la comparación entre el coste humano de esta intervención y el coste que habría supuesto si no se hubiera llevado a cabo.
Por hacer otra analogía extrema en aras de mostrar el ámbito completo de la discusión: ¿pudo haberse derrotado al nazismo por medios no violentos? ¿No eran los medios utilizados por las fuerzas aliadas asimismo crueles? ¿No bombardearon salvajemente Dresde, Tokio, Hiroshima y Nagasaki, matando a un gran número de civiles? En retrospectiva, ¿diríamos ahora que el movimiento antiimperialista de Gran Bretaña y de Estados Unidos debería haber hecho campaña contra la participación de sus Estados en la guerra mundial? ¿O todavía pensamos que el movimiento antiimperialista hizo lo correcto al no oponerse a la guerra contra el Eje (al igual que lo hizo cuando se opuso a la anterior, la guerra mundial de 1914-18) pero que debería haber hecho campaña contra cualquier daño intencionalmente causado a las poblaciones civiles sin razón evidente de que fuera una necesidad con el fin de derrotar al enemigo?
Basta de analogías. Están siempre sujetas a debates interminables por mucho que sirvan al útil propósito de mostrar que puede haber situaciones en las que puede haber un debate, situaciones en las que tienes que entregar a los bandidos, o llamar a la policía, etc. Muestran que la creencia de que ninguna de esas actitudes debe ser rechazada automáticamente como una «violación de los principios», sin tomarse la molestia de evaluar las circunstancias concretas, es simplemente insostenible. De lo contrario, parecería que al movimiento antiimperialista de los países occidentales sólo le preocupa oponerse a sus propios gobiernos, sin importarle un comino el destino de otras poblaciones. Eso ya no es antiimperialismo sino aislamiento de la derecha: la actitud de «que se vayan todos al infierno y nos dejen en paz» a la Patrick Buchanan. Así que evaluemos con calma la situación concreta que estamos tratando estos días.
Comencemos por la naturaleza del régimen de Gadafi. Los hechos aquí dejan poco espacio al desacuerdo legítimo. Hablo de ello únicamente como deferencia a los que creen, de buena fe y por pura ignorancia, que Gadafi es un progresista y un antiimperialista. Es cierto que Gadafi comenzó como dictador populista relativamente progresista y antiimperialista, que encabezó un golpe militar contra la monarquía libia en 1969 imitando el golpe egipcio que derrocó la monarquía allí en 1952. Su primer héroe fue Gamal Abdel Naser, a pesar de que su régimen se situó inicialmente más en la derecha ideológica, con mucho más énfasis en la religión (más tarde, Gadafi pretendió hacer una nueva interpretación del Islam). Desde muy temprano comenzó a contratar gente de los países más pobres como mercenarios para sus fuerzas armadas, en un principio, para la Legión islámica que él mismo creó.
Proclamó la sustitución de las leyes existentes por la sharia a comienzos de los 70, justo antes de embarcarse en una imitación de la «revolución cultural» china con su propia versión islámica del Pequeño libro rojo de Mao: el Libro verde. También imitó el pretexto de la «revolución cultural» instituyendo la «democracia directa» mediante la creación de un sistema de «comités populares» que supuestamente convirtieron a Libia en un «Estado de las masas» -de hecho con un porcentaje récord de individuos en la nómina de los servicios de seguridad-. Más del 10% de la población de Libia eran «informantes» pagados para ejercer la vigilancia sobre el resto de la sociedad. Gadafi encarceló y ejecutó a mansalva a los opositores a su régimen, entre ellos a varios de los oficiales que habían participado con él en el derrocamiento de la monarquía. A finales de los 70 decidió convertir la economía de Libia en una combinación de capitalismo de Estado para las grandes empresas y capitalismo privado con trabajadores «asociados» para las más pequeñas, y abolir las rentas y el comercio al por menor (¡hasta las peluquerías se nacionalizaron!). Asimismo, dedicó parte de los ingresos petroleros del Estado a mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos de Libia, una versión «revolucionaria» de la forma en que algunas de las monarquías del Golfo con altos ingresos petroleros per cápita atienden las necesidades de sus propios ciudadanos con el fin de comprar respaldo social, mientras que, al igual que en Libia, maltratan a los trabajadores inmigrantes que constituyen una parte importante de su fuerza de trabajo y de su población.
En la siguiente década, frente a los desastrosos resultados de su política errática y a la crisis de la URSS, de la que dependía para su compra de armas, Gadafi pretendió imitar la perestroika de Gorbachov liberando la economía libia pero difícilmente su vida política. Su siguiente giro político importante tuvo lugar en 2003. En diciembre de ese año salió al rescate político de Bush y Blair al anunciar que había decidido renunciar a sus programas de armas de destrucción masiva. Ése fue un impulso muy necesario para la credibilidad de la invasión de Iraq como medio de detener la proliferación de armas de destrucción masiva (ADM). Gadafi se convirtió repentinamente en un líder respetable y fue felicitado calurosamente; Condoleezza Rice lo citaba como modelo. Uno tras otro, los líderes occidentales se congregaban en Libia para visitarle en su tienda de campaña y cerrar jugosos contratos. Quien construyó la más estrecha relación con él fue el primer ministro italiano, de extrema derecha y racista, Silvio Berlusconi: su amistad con Gadafi fue muy fructífera no sólo económicamente. En 2008 llegaron a uno de los tratos más sucios de los últimos tiempos al acordar que los inmigrantes en pateras del continente africano que interceptaran las fuerzas navales italianas al intentar alcanzar las costas europeas serían entregados directamente a Libia en vez de ser trasladados a territorio italiano, donde se les tiene que dar protección de asilo. Este acuerdo fue tan eficaz que redujo el número de los solicitantes de asilo en Italia de 36.000 en 2008 a 4.300 en 2010. Fue condenado, en vano, por el Alto Comisionado para los Refugiados.
La idea de que las potencias occidentales están interviniendo en Libia porque quieren derrocar a un régimen hostil a sus intereses es absurda. Igualmente absurda es la idea de que lo que buscan es poner en sus manos el petróleo libio. De hecho, todas las petroleras occidentales y compañías de gas están presentes en Libia: la italiana ENI, la alemana Wintershall, la británica BP, la francesa Total y GDF Suez, las empresas estadounidenses ConocoPhillips, Hess, y Occidental, la anglo-holandesa Shell, la española Repsol, la canadiense Suncor, la noruega Statoil, etc. ¿Por qué, entonces, están interviniendo las potencias occidentales hoy en Libia y no ayer en Ruanda, o en Congo ni ayer ni hoy? Siendo uno de los que argumentaron enérgicamente que la invasión de Iraq fue «por petróleo» en contra de quienes trataban de burlarse de nosotros diciendo que éramos «reduccionistas», no esperéis que sostenga que esta no es por petróleo. Lo es, categóricamente. Pero, ¿cómo?
Mi análisis al respecto es el siguiente: después de ver durante unas semanas cómo Gadafi llevaba a cabo la supresión terriblemente brutal y sangrienta de la insurrección que comenzó a mediados de febrero -las estimaciones del número de personas muertas a principios de marzo oscilaban entre 1.000 y 10.000, esta última cifra según el Tribunal Penal Internacional, y las estimaciones de la oposición libia que oscilan entre 6.000 y 8.000-, los gobiernos occidentales, como todo el mundo, se convencieron de que con Gadafi situado en una ofensiva contrarrevolucionaria y llegando a las afueras de la segunda ciudad más grande de Libia, Bengasi (más de 600.000 habitantes), era inminente una matanza masiva. Para dar una idea de lo que gobiernos tan represivos son capaces de perpetrar baste pensar que la represión del régimen sirio de la sublevación de 1982 en la ciudad de Hama, con menos de un tercio de la población de Bengasi, dio lugar a más de 25.000 muertes. Si hubiera ocurrido una masacre similar que, como resultado hubiera consolidado al gobierno de Gadafi, los gobiernos occidentales no habrían tenido más remedio que imponer sanciones y un embargo de petróleo sobre su régimen.
Las condiciones del mercado del petróleo imperantes en la década de 1990 se caracterizaban por el descenso de los precios en un momento en que Estados Unidos atravesaba su más larga expansión económica, el auge de la burbuja-sostenida de los años de Clinton. Para Washington y sus aliados fue muy cómodo mantener un embargo contra Iraq durante la década (a un coste casi genocida). Hasta finales de la década el mercado del petróleo no comenzó a salir de la depresión hacia un aumento de precios que, todo lo indicaba, era de naturaleza estructural, es decir, una tendencia de aumento a largo plazo. Y no es casualidad que George W. Bush y sus compinches se pusieran a favor del «cambio de régimen» en Iraq. Era la condición sin la cual Washington no toleraría el levantamiento del embargo en un país cuyos principales acuerdos sobre petróleo se habían concedido a los intereses franceses, rusos y chinos (los tres principales opositores de la invasión en el Consejo de Seguridad de la ONU… ¡sorpresa, sorpresa!).
Las condiciones actuales del mercado petrolero mundial son, de hecho, condiciones en las que los precios del petróleo, tras la breve caída bajo el shock de la crisis mundial, han reanudado su movimiento ascendente varios meses antes de la oleada revolucionaria en el norte de África y Oriente Próximo. Ello es así en una situación de crisis económica internacional irresuelta, con una falsa recuperación extremadamente frágil. En tales condiciones, un embargo de petróleo en Libia sencillamente no es una opción. La masacre tenía que evitarse. El mejor escenario para las potencias occidentales se convirtió en la caída del régimen porque les aliviaba del problema de hacerle frente. Una opción de mal menor para ellos sería un estancamiento prolongado y la división del país de facto entre el este y el oeste, con las exportaciones de petróleo reanudándose desde las dos provincias o exclusivamente desde los principales yacimientos ubicados en el este bajo control rebelde.
A estas consideraciones hay que añadir lo siguiente: que no tiene sentido, y constituye un ejemplo de «materialismo» muy crudo descartar por irrelevante el peso de la opinión pública sobre los gobiernos occidentales, especialmente en el caso de los gobiernos europeos cercanos. En el momento en que los insurgentes libios instaban al mundo de manera cada vez más insistente a que les proporcionasen una zona de exclusión aérea para neutralizar la importante ventaja de las fuerzas de Gadafi, y con el público occidental viendo los acontecimientos por la televisión -lo que hacía imposible que pasara desapercibida una masacre en Bengasi, como ha ocurrido frecuentemente en otros lugares (como en la mencionada Hama, por ejemplo, o en la República Democrática del Congo)- los gobiernos occidentales no sólo habrían provocado la ira de sus ciudadanos, sino que habrían puesto en peligro por completo su capacidad de invocar pretextos humanitarios para nuevas guerras imperialistas como la de de los Balcanes o la de Iraq. No sólo estaban en juego sus intereses económicos sino también la credibilidad de su propia ideología. Y la presión de la opinión pública árabe sin duda jugó un papel importante en el llamamiento de la Liga de Estados Árabes para una zona de exclusión aérea sobre Libia, a pesar de que, indudablemente, la mayoría de los regímenes árabes deseaban que Gadafi pudiera sofocar la sublevación y revertir así la ola revolucionaria que se ha extendido por toda la región afectando a sus propios regímenes desde el comienzo de este año.
Bueno, y ahora ¿qué hacemos con esto? Un levantamiento popular enfrentado a una amenaza demasiado real de masacre solicita una zona de exclusión aérea con el fin de que se le ayude a resistir la ofensiva del régimen criminal. A diferencia de las fuerzas contrarias a Milosevic en Kosovo, [los rebeldes libios] no pidieron que las tropas extranjeras ocupasen su territorio. Por el contrario, tenían una buena razón para no confiar ningún despliegue de ese tipo: su conocimiento, a la luz de Iraq, de Palestina, etc., de que las potencias internacionales tienen agendas imperialistas, así como su propia experiencia del modo en que las potencias mundiales se acomodaron con el mismo tirano que les oprime. Han rechazado de manera muy explícita cualquier intervención extranjera sobre el territorio; únicamente han solicitado cobertura aérea. Y la resolución del CSNU excluye explícitamente, basándose en su solicitud, «una fuerza de ocupación extranjera de cualquier tipo en cualquier parte del territorio libio».
No voy a detenerme en los argumentos inaceptables de los que tratan de arrojar dudas sobre la naturaleza del liderazgo de la sublevación. Con frecuencia son los mismos que creen que Gadafi es un progresista. Los líderes de la sublevación son una mezcla de disidentes políticos e intelectuales disidentes y de derechos humanos, algunos de los cuales han pasado largos años en las cárceles de Gadafi, hombres que rompieron con el régimen para unirse a la rebelión y representantes de la diversidad regional y tribal de la población libia. El programa bajo el que se han unido es el del cambio democrático -libertades políticas, derechos humanos y elecciones libres- exactamente igual que en todos los demás levantamientos de la región. Y aunque no está claro cómo será una Libia post-Gadafi, dos cosas son ciertas: no puede ser peor que el régimen de Gadafi, y no puede ser peor que el escenario bastante más probable de un papel crucial de los fundamentalistas Hermanos Musulmanes en el Egipto post-Mubarak, argumento que dieron algunos para apoyar al dictador egipcio.
¿Puede alguien que afirme pertenecer a la izquierda ignorar la súplica de un movimiento popular para que se le proteja incluso mediante los policías y bandidos imperialistas, cuando el tipo de protección requerido no puede servir para ejercer el control sobre su país? Por supuesto que no, según yo entiendo la izquierda. Ningún verdadero progresista podría ignorar la petición de protección del levantamiento -a menos que, como es demasiado frecuente entre la izquierda occidental, se ignoren simplemente las circunstancias y la amenaza inminente de masacre y se preste atención a la situación en su conjunto solo cuando gobierno propio se involucra, disparando con ello su reflejo (normalmente sano, debo añadir) de oponerse a la participación. En todas las situaciones en que los antiimperialistas se han opuesto a las intervenciones militares occidentales utilizando como justificación la prevención de una masacre han señalado alternativas demostrando que la elección de los gobiernos occidentales de recurrir a la fuerza sólo se deriva de los planes imperialistas.
Hubo una salida no violenta para la crisis de Kosovo: por una parte, la oferta hecha por el gobierno ruso de Yeltsin en agosto de 1998 de una fuerza internacional para poner en marcha una solución política común impuesta por Moscú y Washington. Fue transmitida por el entonces embajador de Estados Unidos en la OTAN, Alexander Vershbow, y Washington simplemente la ignoró. Lo mismo se podría añadir con respecto a febrero de 1999. Las posiciones serbias y de la OTAN eran diferentes pero negociables como se demostró después de 78 días de bombardeos, cuando la resolución de las Naciones Unidas reflejó el compromiso entre ambos. Había una salida no violenta para que Sadam Husein retirase sus tropas de Kuwait en 1990: aparte de que no podría haber resistido durante mucho tiempo las duras sanciones que se impusieron a su régimen con el fin de obligarlo a salir, se le ofreció negociar su retirada. Washington prefirió destruir la infraestructura del país y enviarlo «de nuevo a la edad de piedra», tal como el enviado del Consejo de Seguridad describió la situación del país tras la guerra de 1991.
¿Cuál era entonces la alternativa a la zona de exclusión aérea en el caso de Libia? Ninguna es convincente. El día en que el Consejo de Seguridad votó la resolución, las fuerzas de Gadafi ya estaban en las afueras de Bengasi y su fuerza aérea atacando la ciudad. En unos cuantos días podrían haber tomado Bengasi. Quienes consideran esta cuestión dan respuestas muy poco convincentes. Se habría podido contemplar una solución política si Gadafi hubiera estado dispuesto a permitir elecciones libres pero no lo estaba. Él y su hijo Saif no dejaron otra alternativa al levantamiento que la rendición (les prometió una amnistía en la que nadie podría confiar) o la «guerra civil». Voy a ignorar a quienes dicen que la población de Bengasi podría haber huido a Egipto y refugiarse allí… Ni siquiera es digno de comentario. También voy a ignorar a quienes dicen que sólo deberían haber intervenido los ejércitos árabes, como si una intervención de las fuerzas armadas egipcias y saudíes hubiera causado menos víctimas y representara menos influencia imperialista en el proceso libio. La respuesta que suena más convincente es la que aboga por entregar armas a los insurgentes pero no era una alternativa plausible.
La entrega de armas no puede organizarse y hacerse efectiva -sobre todo si estamos pensando en sofisticados misiles antiaéreos- en 24 horas. No podría haber sido la alternativa a una masacre anunciada. En tales condiciones, en ausencia de cualquier otra solución posible, era incorrecto moral y políticamente, para cualquiera que sea de izquierdas, oponerse a la zona de exclusión aérea, o en otras palabras, oponerse a la solicitud de los rebeldes de una zona de exclusión aérea. Y sigue siendo moral y políticamente incorrecto exigir el levantamiento de la zona de exclusión aérea -a menos que Gadafi ya no pueda utilizar su fuerza aérea-. A falta de eso, el levantamiento de la zona de exclusión aérea significaría una victoria para Gadafi, quien luego volvería a utilizar sus aviones y a aplastaría la sublevación de modo aún más feroz de lo que estaba dispuesto a hacer previamente. Por otro lado, debemos exigir rotundamente que cesen los bombardeos una vez que los medios aéreos de Gadafi hayan sido neutralizados. Debemos exigir claridad sobre qué potencial aéreo le queda a Gadafi y en caso de que aún disponga de alguno, qué se requiere para neutralizarlo. Y debemos oponernos a convertir la OTAN en un participante de pleno derecho en la guerra terrestre más allá de los ataques iniciales a los blindados de Gadafi, necesarios para detener la ofensiva de sus tropas contra las ciudades rebeldes en la provincia occidental-incluso aunque sean los insurgentes quienes inviten a la OTAN a participar o le den la bienvenida.
¿Significa esto que debíamos y debemos apoyar la resolución 1973 del CSNU? No, en absoluto. Se trata de una resolución mala y peligrosa precisamente porque no define garantías suficientes contra la transgresión del mandato de proteger a los civiles libios. La resolución deja demasiado margen para la interpretación y podría utilizarse para impulsar una agenda imperialista que vaya más allá de la protección hasta la intromisión en el futuro político de Libia. No se podía apoyar sino que debe ser criticada por sus ambigüedades. Pero tampoco se podía rechazar, en el sentido de oponerse a la zona de exclusión aérea y dando la impresión de que uno no se preocupa por los civiles ni por el levantamiento. No podíamos más que expresar nuestras fuertes reservas. Una vez que comenzó la intervención, el papel de las fuerzas antiimperialistas debería haber consistido en seguirla de cerca y en condenar todas las acciones de ataques contra civiles allí donde no se han observado las medidas para evitar asesinatos, así como todas las acciones de la coalición que no respondan a la razón de proteger a los civiles. No obstante, hay un artículo de la resolución del CSNU al que hay que oponerse definitivamente: aquel en que se confirma el embargo de armas a Libia, si a lo que se refiere es al país y no solo al régimen de Gadafi. Al contrario, debemos exigir que se entreguen armas de manera abierta y masiva a los insurgentes para que dejen de necesitar apoyo militar extranjero directo tan pronto como sea posible.
Un último comentario: desde hace años hemos venido denunciando la hipocresía y doble rasero de las potencias imperialistas, señalando el hecho de que no impidieron el genocidio demasiado real de Ruanda mientras intervenían para poner fin al ficticio «genocidio» de Kosovo. Ello supuso que pensáramos que la intervención internacional se habría tenido que desplegar para impedir o detener el genocidio de Ruanda. Desde luego, la izquierda no debe proclamar tan absolutos «principios» como «estamos en contra de la intervención militar de potencias occidentales bajo cualquier circunstancia». Esta no es una posición política sino un tabú religioso. Uno puede apostar con seguridad a que la actual intervención en Libia resultará más embarazosa para las potencias imperialistas en el futuro. Como esos miembros del stablishment estadounidense que se oponían a la intervención de su país advirtieron con razón, la próxima vez que la fuerza aérea de Israel bombardee a uno de sus vecinos, tanto de Gaza o de Líbano, la gente exigirá una zona de exclusión aérea. Yo, por ejemplo, lo haré. Se deben organizar piquetes ante las Naciones Unidas en Nueva York para exigirlo. Todos debemos estar dispuestos a hacerlo, ahora con un argumento poderoso.
La izquierda debe aprender a exponer la hipocresía del imperialismo usando contra él las mismas armas morales que aquél explota cínicamente, en lugar de hacer que esa hipocresía sea más eficaz pareciendo que no se preocupa de las consideraciones morales. Ellos son los que tienen un doble rasero, no nosotros.
*Gilbert Achcar creció en el Líbano y actualmente es profesor en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS) de la Universidad de Londres. Sus libros incluyen The Clash of Barbarisms: The Making of the New World Disorder, publicado en 13 idiomas; Perilous Power: The Middle East and U.S. Foreign Policy, en coautoría con Noam Chomsky y, más recientemente, The Arabs and the Holocaust: The Arab-Israeli War of Narratives.
rCR