En relación con la intervención occidental en Libia hay muchas cosas que pueden ir mal, y está por ver si la ofensiva contra Gadafi y sus mercenarios es una buena decisión. De todos modos, lo cierto es que muchas personas en todo el mundo parecen simpatizar con los objetivos de las fuerzas contrarias al régimen. […]
En relación con la intervención occidental en Libia hay muchas cosas que pueden ir mal, y está por ver si la ofensiva contra Gadafi y sus mercenarios es una buena decisión. De todos modos, lo cierto es que muchas personas en todo el mundo parecen simpatizar con los objetivos de las fuerzas contrarias al régimen. Además, el movimiento de resistencia del interior, que había solicitado ayuda, habría sido aniquilado de no ser por las citadas incursiones aéreas.
El legado de destrucción de George Bush va más allá de las montañas de escombros y cadáveres que estamos viendo desde hace ya diez años en Iraq y Afganistán. El anterior presidente de EE UU hizo más por erosionar la legitimidad conseguida por las instituciones supranacionales y sus defensores que cualquier otra figura de la segunda mitad del siglo XX. Tras la guerra de Iraq, las Naciones Unidas empezaron a ser percibidas como un órgano al servicio de EE UU o, peor aún, como un trámite burocrático carente de significado. Las Naciones Unidas solo pueden actuar legítimamente tomando decisiones por consenso (o casi), y está claro que en 2003 el gobierno de Bush coaccionó a los Estados más débiles. Bush y sus neocons secuestraron en provecho propio el lenguaje legítimo de la intervención amparada en el consenso.
Así que los activistas no se equivocan cuando responden con incredulidad al oír hablar ahora este lenguaje; no me parece que el bombardeo contra Gadafi sea un gesto humanitario. Sin embargo, no deberíamos dejar que George Bush reste legitimidad a los mecanismos -que no son lo mismo que el lenguaje- de la intervención global en situaciones que violan los derechos humanos y la dignidad humana.
Actualmente, muchas personas coinciden en que la situación en Libia es espantosa. Además, los propios rebeldes libios reclamaron la ayuda del exterior. Estas dos condiciones por sí solas no justifican la intervención, pero son componentes esenciales de una decisión internacional legítima de usar la fuerza.
¿Qué es una intervención acertada?
La cuestión de qué significa una intervención acertada es muy importante. Como mínimo significa ponerse detrás de los rebeldes y apoyarles de acuerdo con sus deseos. También significa no tratar de instalar un nuevo gobierno que se pliegue y subordine a Occidente. El abandono de estos dos principios restaría toda legitimidad a la campaña contra Gadafi.
Muchas personas sostienen que la intervención responde a un proyecto imperialista occidental. A este respecto conviene recordar que las potencias occidentales ya controlaban el petróleo libio cuando comenzó la revolución. Muamar Gadafi era tan «de los nuestros» como Hosni Mubarak. Condoleezza Rice visitó Libia y se reunió personalmente con Gadafi en 2008. El año siguiente, Tony Blair impulsó la puesta en libertad del autor del atentado de Lockerbie para asegurar la firma de un acuerdo de amistad con el régimen Libio (aunque fue Gordon Brown quien lo liberó). Las potencias occidentales habrían estado mucho mejor servidas apoyando a Gadafi si su objetivo fuera el petróleo.
Hay un argumento alternativo, y es que la intervención pretende consolidar el control occidental sobre los recursos libios. Sin embargo, sin la intervención los rebeldes habrían sido aniquilados casi con absoluta certeza por las fuerzas de Gadafi, cuya superioridad es innegable. ¿Por qué apostar entonces por el caballo perdedor? ¿Cómo pueden estar seguras las potencias occidentales de que lograrán establecer un gobierno más propicio a sus intereses? ¿No harían mejor en unirse al malo conocido, sobre todo sabiendo que ya es «su malo»?
Finalmente, cualquier gobierno que se forme en Libia en el futuro tendrá que abordar de entrada las cuestiones básicas que están detrás del levantamiento popular. Gadafi es un títere imperial y un nuevo gobierno imperial querrá asegurar que las condiciones subyacentes no se alteren.
Ganar prestigio y evitar el repunte del precio del petróleo.
Así que ¿cuál es el motivo por el que las potencias occidentales lanzan su fuerza sobre Libia? ¿Y por qué no interviene Occidente en Bahréin, Arabia Saudí o Yemen? El beneficio potencial buscado con el respaldo efectivo a los rebeldes es un aumento del prestigio de Occidente en todo el mundo árabe. No está claro que esto sea una expectativa realista, pero sí parece que es lo que motiva a los líderes occidentales.
Al mismo tiempo, el coste de atacar a Gadafi y sus mercenarios de forma limitada y suministrar armas a los sublevados parece relativamente bajo. No está claro que sea realmente bajo, pero probablemente se percibe así desde que la intervención se puso en marcha.
En Bahréin y Arabia Saudí sucede lo contrario. El presidente Obama está buscando la reelección, de modo que le interesa evitar que la economía mundial se estanque y después se contraiga. El éxito de la revuelta en Bahréin podría desestabilizar a Arabia Saudí, lo que empujaría al alza el precio del petróleo y la economía estadounidense dejaría de crecer. No es un riesgo que le convenga asumir. Es probable que también influya en estos cálculos el temor, fundado o no, a la reacción de Irán, teniendo en cuenta que la mayoría de los bahreiníes son chiítas.
Asimismo, Yemen permite a EE UU perseguir a los miembros de Al Qaeda en ese país. Esto afecta directamente a las credenciales de seguridad de Obama. Si Yemen se tambalea, acusarán a Obama, con razón o sin ella, de dejar que los simpatizantes del terrorismo se hagan con el control de otro país de Oriente Medio. Y la campaña de las presidenciales de 2012 ya está en marcha.
La intervención en Libia podría salir mal en muchos sentidos diferentes e imprevistos. Y las «reformas» imperialistas y neoliberales, que son un problema en este país, no llegaron con la revolución, sino que la precedieron. Podemos aspirar a ayudar a los jóvenes libios a reformar la sociedad para que sea más democrática, justa y antiimperialista. Pero antes de que puedan hacerlo tienen que sobrevivir al ataque demoledor de Gadafi. Y la ofensiva occidental les brinda la posibilidad de hacerlo.
Ahmed Moor es periodista independiente palestino-estadounidense y vive en Beirut. Nació en la Franja de Gaza. Publica regularmente en Huffington Post y The Guardian.
Traducción: VIENTO SUR