En su discurso del miércoles pasado, Cristina Fernández de Kirchner citó -y avisó que subiría a su Facebook- un artículo firmado por el Nobel Joseph Stiglitz -y por el profesor del Instituto Roosevelt Adam S. Hersh- sobre «la farsa» del TPP. Recomendó leerlo para entender a qué se le llama eufemísticamente «libre comercio». Hace 10 […]
En su discurso del miércoles pasado, Cristina Fernández de Kirchner citó -y avisó que subiría a su Facebook- un artículo firmado por el Nobel Joseph Stiglitz -y por el profesor del Instituto Roosevelt Adam S. Hersh- sobre «la farsa» del TPP. Recomendó leerlo para entender a qué se le llama eufemísticamente «libre comercio». Hace 10 días, intempestivamente dados los entuertos, las protestas y las presiones no sólo de centrales sindicales sino también de cámaras empresariales tanto de México como de Estados Unidos y Canadá, el TPP (Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica) fue firmado por 11 países costeros del Pacífico: Australia, Nueva Zelanda, Brunei, Canadá, Chile, Japón, Malasia, México, Perú, Singapur y Vietnam. De la región, los tres países firmantes integran la Alianza del Pacífico. Podría decirse que entre los objetivos geopolíticos más importantes por los que fue creada la Alianza del Pacífico, está la firma del TPP.
A ese bloque proponen tributar, de ganar las elecciones, tanto Mauricio Macri como Sergio Massa. No lo dicen explícitamente porque del TPP no se habla: no se oyó a nadie que les preguntara al respecto, ya que no es una pregunta que la audiencia esté esperando, dado que casi nadie sabe siquiera que existe ese tratado. Esto tampoco es magia: el secreto está planificado.
Si uno sigue atentamente los términos de ese tratado, prácticamente no necesita saber mucho más sobre la falacia de tantas promesas electorales: se trata de una reedición, aunque mucho más furiosa, del ALCA, al que en la Argentina se le dijo que no en 2005, en un gesto soberano coordinado por Néstor Kirchner, Hugo Chávez y Lula. A ese rechazo le debemos en la región la primera década en la que el crecimiento económico trajo más equidad y no más desigualdad.
Esa fue la inflexión que permitió que emergiera la Unasur, y que también desató desde entonces sucesivas intentonas golpistas en la modalidad blanda. Aquí sí podría decirse: no es la política, estúpido, es la economía. O mejor: son los negocios. O todavía con más precisión: son las corporaciones.
Stiglitz y Hersh afirman que lo que se presenta como el mayor acuerdo regional de inversión y comercio de la historia «no es lo que aparenta ser». No es un tratado de libre comercio, como no lo era el ALCA. Es, como explican Stiglitz y Hersh, «la administración del comercio mundial» por parte de las corporaciones transnacionales más poderosas, dispuestas no solo a destruir empleo, derechos laborales y pequeñas industrias, sino también las corporaciones más pequeñas, un fenómeno que expresa la fase loca del capitalismo que nos toca. El salvajismo de los términos del TPP, así como el de los otros dos Tratados similares que Estados Unidos impulsa en Europa (el TTIP) y el resto del mundo (el TISA, que abarca a 52 países), es tal, que en los tres casos se vienen desarrollando negociaciones en secreto, y se propone y compromete a los Estados firmantes a seguir manteniendo ese secreto durante cinco años, es decir, más de lo que dura un mandato presidencial en muchos de ellos. Por eso nadie sabe de qué se trata. Los medios de comunicación hacen su parte en lo que se refiere a desinformación.
En la primera semana de octubre, Wikileaks filtró, sin embargo, algunas de las condiciones que impone el TPP a sus miembros. No sólo son leoninas, hipócritas y neocolonialistas, sino ilegales: lo que pretenden las corporaciones es erigirse en un poder supranacional que pase por encima de las respectivas constituciones y los andamiajes legales de cada país. Es una clara renuncia a la soberanía y, en consecuencia, con el nombre de «libre comercio», a lo que se renuncia es a la libertad nacional respectiva de manejar la propia economía.
El texto de Stiglitz y Hersh desarrollaba lo que sucederá, por ejemplo, en los países miembros, con las patentes farmacéuticas y con la investigación científica. Precisamente, el Capítulo del Tratado que filtró Wikileaks fue el de Derechos de Propiedad Intelectual. «Considere lo que haría el acuerdo -dice el texto de Stiglitz y Hersh- en cuanto a ampliar los derechos de propiedad intelectual de las grandes compañías farmacéuticas, tal como nos dimos cuenta al leer versiones del texto de negociación que se filtraron al exterior». Lo que se puso a la firma, en efecto, es la aceptación de exclusividad de patentes farmacéuticas y la imposibilidad de que en cada país continúe, crezca o nazca la investigación científica en ese rubro. Se prohíbe la venta de medicamentos genéricos, para dejarle la cancha libre, en stocks y precios, a los grandes laboratorios.
También se filtró que tanto el TPP como el TISA contienen la cláusula ISDS, que en Europa hizo, por su escandalosa naturaleza sometedora, que el Parlamento Europeo frenara el avance del TTIP. Ahora, corporaciones y buitres operan en muchos medios de comunicación y fundaciones para imponer la idea de que el Parlamento Europeo está lleno de vagos que impiden el progreso de la UE. Lo de siempre. La ISDS es la cláusula de arbitraje privado al que se apela cuando un Estado y una corporación entren en conflicto por expectativas de ganancias defraudadas. La privatización de la justicia. La victoria total de las corporaciones, que podrán reírseles en la cara a los Parlamentos y a las jurisdicciones legales.
Stiglitz y Hersh dan el ejemplo de la antigua Phillip Morris, un antecedente de esta conducta corporativa depredadora: la tabacalera está en juicio mediante uno de esos «arbitrajes» contra Australia y Uruguay, ya que ambos gobiernos exigieron que las cajetillas de cigarrillos llevaran etiquetas de advertencia sobre los efectos del tabaco. Se montaron en ese juicio porque ya tuvieron éxito hace unos años con Canadá: su gobierno se retractó y dejó de exigir la advertencia en los paquetes de cigarrillos.
Desde México, el periodista Alejandro Villamar trabajó sobre otro punto del TPP que los grandes medios olvidaron informar, y que vaya si era una noticia. Hace un par de semanas, decenas de miles de integrantes de sindicatos canadienses, norteamericanos y mexicanos, y también cámaras empresarias de esos tres países, rechazaron públicamente el TPP. Son los vinculados con la industria automotriz.
El 21 de septiembre los ministros de Comercio de los tres países recibieron una carta firmada por el Instituto Estadounidense del Hierro y el Acero (AISI), la Asociación Canadiense de Productores Siderúrgicos (CSPA) y la Cámara Nacional de la industria del Hierro y el Acero (Canacero), con un mensaje claro: «Ha habido reportes de que está en consideración un más bajo contenido de valor regional para automóviles y autopartes en el TPP. Nuestros miembros se oponen fuertemente a ello».
Por su lado, los grandes sindicatos (la Federación Estadounidense del Trabajo, el Congreso de Organizaciones Industriales, el Congreso del Trabajo de Canadá, y la Unión de Trabajadores de México), se movilizaron en protestas simultáneas y unificaron una propuesta. Uno de sus párrafos dice que, ante la inminente firma del TPP, proponen «una solución al déficit del trabajo decente (de acuerdo con la definición de la OIT) de una manera sostenible, reconstruir nuestras economías mediante el fortalecimiento del mercado interno, aumentando el poder adquisitivo de los trabajadores, y superar las asimetrías entre nuestros países a través de la distribución equitativa del trabajo productivo». Al que le suene algún término de esta propuesta de trabajadores mexicanos, canadienses y norteamericanos, tiene razón. Lo que piden es otro modelo. Uno que conocemos acá en el sur.
Democracia o corporaciones no es un slogan pasado de moda, sino una aspiración del 1 por ciento más rico de la población mundial, vehiculizado a través de gobiernos eunucos que han perdido la noción vigorosa de la política y también el respeto por sus electorados. Si negocian en secreto, de espaldas a sus pueblos, tratados que una vez firmados les quitarán cualquier posibilidad de soberanía política, independencia económica y justicia social, esa capitulación cierra el círculo vicioso: la política no sirve para nada, y si son todos iguales, que gobiernen los tecnócratas. ¿Cuántas veces tendremos que ver la misma película recoloreada y decorada con palabras que expresan lo contrario de los efectos que producen? ¿Y por qué los grandes medios no explican todo esto? Ya sabemos la respuesta. Lo que llaman «progreso» no es sopa. Es olla popular.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-284299-2015-10-21.html