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Los talibanes pueden eludir su estatus de paria si se presentan como enemigos del ISIS

Fuentes: Counterpunch (Foto: VOA – Public Domain)

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

La masacre de al menos 79 civiles afganos y 13 soldados estadounidenses en el aeropuerto de Kabul ha impulsado a la rama afgana del ISIS (Estado Islámico de Irak y Siria, por sus siglas en inglés) a los titulares de los informativos de todo el mundo, que era lo que pretendían.

Con este feroz atentado, en un momento y lugar que les garantizaba la máxima publicidad, el movimiento ha reivindicado su papel en el nuevo Afganistán con gobierno talibán.

Haciéndose eco de las palabras del presidente George W. Bush tras el atentado del 11-S, el presidente Biden declaró: “No perdonaremos, no olvidaremos, os vamos a cazar y lo vais a pagar”.

Pero la respuesta autodestructiva del EE.UU. al 11-S debería servir de advertencia sobre los peligros de una reacción excesiva mal dirigida. Reducir acontecimientos complejos en Afganistán a otro episodio en la “guerra contra el terror” es equívoco, contraproducente y una de las causas del presente desastre.

Al observar todo lo que ocurría en Afganistán a través del prisma del “antiterrorismo” hace veinte años, EE.UU. se metió en medio de una guerra civil que solo agravó y de la que acaba de salir como bando perdedor.

Ahora Biden se ha convertido en el blanco de una tormenta de críticas procedentes de todos lados por la salida apresurada de EE.UU., pero la que planeó Donald Trump era todavía más acelerada. Además, Trump fue el arquitecto del acuerdo unilateral de retirada firmado con los talibanes en febrero de 2020, que convenció a los afganos de que EE.UU. había cambiado de bando y de que más les valía hacer lo mismo si querían sobrevivir.

Biden ha quedado políticamente herido por la presente debacle, pero puede que el daño no sea duradero, una vez que desaparezcan de la mente del público las imágenes de televisión de la carnicería del aeropuerto de Kabul –y él insista en que ha sacado a EE.UU. de una guerra que no podía ganar. ¿Quién se acuerda ahora de que, tan solo hace dos años, Trump traicionó a los aliados kurdos de EE.UU. que habían derrotado al ISIS en Siria y permitió a Turquía invadir su territorio y convertir a muchos de ellos en refugiados?

Puede que incluso Estados Unidos se beneficie del hecho de que la atención mundial esté completamente enfocada en los sucesos del aeropuerto de Kabul, que implican a decenas de miles de personas, y se desvíe la atención de las funestas perspectivas de 18 millones de mujeres afganas y la probable persecución de 4 millones de musulmanes chiitas. Otra circunstancia que puede beneficiar a Estados Unidos es la recalificación del movimiento talibán como adversario del ISIS, lo que les reemplaza como principal enemigo para Estados Unidos y hace que la derrota ante los talibanes resulte más digerible.

Seguramente esa misma idea se les ha ocurrido a los talibanes, que han estado combatiendo al Estado Islámico del Jorasán, la rama regional del ISIS, desde 2015. “Nuestros guardias también arriesgan su vida en el aeropuerto de Kabul, también ellos están amenazados por el grupo del Estado Islámico”, dijo un oficial talibán anónimo antes del atentado. Según algunas fuentes, la explosión acabó con la vida de 28 combatientes talibanes. Si se recalifican como una fuerza opuesta al ISIS será mucho más fácil para ellos ganar legitimidad, reconocimiento internacional y adquirir la asistencia económica que necesitan con desesperación.

El propio ISIS ha denunciado al movimiento talibán por colaborar con Estados Unidos al afirmar que solo un entendimiento entre ambos puede explicar la velocidad del avance talibán y de la caída del gobierno de Kabul. En esto opinan lo mismo que algunos de los dirigentes derrotados del lado del gobierno. La caída de Kabul fue “el resultado de una gran conspiración organizada cobardemente”, declaró Atta Mohamed Noor, un antiguo señor de la guerra, tras su precipitada huída en helicóptero.

A los líderes del ISIS no les agrada el hecho de que los talibanes hayan logrado el control de todo un Estado, a diferencia del denominado califato que pretendían establecer en el oeste de Irak y este de Siria en 2014, que fue destruido junto con su autodeclarado califa, Abu Bakr al-Baghdadi, muerto en 2019.

El Estado Islámico del Jorasán no es una gran organización y tiene, según un informe reciente de la ONU, entre 1.500 y 2.200 combatientes. Los atentados del aeropuerto ni siquiera son su mayor acto de barbarie cometido en Kabul este año: el asesinato de 85 colegialas chiitas hazara mediante un coche bomba en mayo.

El ISIS se alimenta de las denuncias que siguen a estas masacres, ya sean en Kabul, en París o en Manchester, que les permiten aumentar su notoriedad y atraer dinero y nuevos reclutas. ¿Pero hasta qué punto el ISIS supone una amenaza física dentro y fuera de Afganistán? ¿Volverá a convertirse el país en un refugio para grupos del estilo de al-Qaeda, como lo era cuando Bin Laden residía allí antes de 2001?

La situación actual es distinta de la de hace 20 años. Entonces los talibanes necesitaban de una alianza con al-Qaeda, que les proporcionaba dinero y luchadores fanáticos, como los dos terroristas suicidas que asesinaron en 2001 a Ahmad Shah Massoud, el muy capaz líder de las fuerzas antitalibanes. Hoy en día los talibanes no precisan de ese tipo de ayuda y, por el contrario, se presentan como un entusiasta nuevo actor en la “guerra contra el terror” cuyos otros defectos deben ser ignorados. Se trata de un camino muy trillado en Estados autoritarios como Egipto y Arabia Saudí, cuyos abusos son sistemáticamente ignorados o minimizados en Occidente.

A resultas del atentado en el aeropuerto, los talibanes van camino de eludir su aislamiento como Estado paria, algo que experimentaron entre 1996 y 2001.

El interés propio podría impulsar a los talibanes a luchar contra el ISIS con el fin de establecer vínculos con Occidente, pero las relaciones entre los talibanes, al-Qaeda y el ISIS son mucho más complicadas que las que dicta esa realpolitik. Los dirigentes talibanes que hasta ahora vivían confortablemente en Pakistán o en Qatar pueden entender las ventajas que ofrece mostrar una cara moderada ante el mundo.

Pero, habiendo ganado una espectacular victoria contra quienes consideran heréticos y traidores, los comandantes y combatientes talibanes no tendrán deseos de diluir sus creencias y abrazar aquellas que EE.UU. y sus aliados identifican como terroristas. Muchos componentes del Estado Islámico del Jorasán son antiguos combatientes de la milicia talibán y todos los grupos fundamentalistas yihadistas comparten, grosso modo, una ideología y una visión del mundo comunes.

Está claro que estos movimientos combaten, se envidian y colaboran unos con otros, que la mayoría están encantados de la victoria talibán y que pocos la denuncian como el resultado de un acuerdo con EE.UU., lo que realmente es. Pero, en términos globales, el derrocamiento del gobierno afgano respaldado por EE.UU., que cuenta con al menos 100.000 soldados bien armados, por parte de una milicia talibán mucho peor equipada será considerado como una señal de la fuerza de los movimientos fundamentalistas yihadistas. Al igual que ocurrió con la toma de Mosul en Irak en 2014 por parte de 800 combatientes del ISIS que se enfrentaban a tres divisiones del ejército iraquí, para sus simpatizantes este tipo de victorias son de inspiración divina.

La fulminante caída del gobierno de Kabul demuestra que los regímenes apoyados o instalados por Occidente raras veces adquieren legitimidad o la capacidad de mantenerse por sí solos. En el caso de Afganistán, la desintegración fue en parte psicológica, pues el gobierno simplemente fue incapaz de creer que su superpotencia aliada fuera a abandonarlos.

El desastre también ha sido militar, pues el Pentágono había creado un ejército afgano que era reflejo fiel del de Estados Unidos y, por tanto, incapaz de combatir sin reclamar el apoyo de ataques aéreos a voluntad. Este arraigado fracaso es mucho más importante que el atentado suicida del ISIS en el aeropuerto de Kabul.

Patrick Cockburn es un periodista irlandés que ha sido corresponsal en Oriente Próximo y en Rusia y ha merecido numerosos premios, entre otros el Martha Gellhorn de periodismo en 2005 y el de mejor reportero del año en 2014. Es autor de tres libros sobre Irak, el último de ellos War in the Age of Trump (Verso).

Fuente: https://www.counterpunch.org/2021/08/31/the-taliban-will-escape-pariah-status-by-posing-as-the-enemy-of-isis/

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