«Ella es la encarnación del sueño americano», dijo el senador George Allen, de Virginia, con motivo de la designación de la afro-americana Condoleezza Rice como nueva Secretaria de Estado, en reemplazo del afro-americano Collin Powell. «Está al servicio de su negrero, George W. Bush», dijo el presidente de Zimbabwe Robert Mugabe, luego que la funcionaria […]
«Ella es la encarnación del sueño americano», dijo el senador George Allen, de Virginia, con motivo de la designación de la afro-americana Condoleezza Rice como nueva Secretaria de Estado, en reemplazo del afro-americano Collin Powell.
«Está al servicio de su negrero, George W. Bush», dijo el presidente de Zimbabwe Robert Mugabe, luego que la funcionaria incluyó al país africano en la nómina imperial de los malditos. ¿Sueño americano al servicio de negreros?
Revisemos los aspectos soterrados de ambas opiniones. La prehistoria de la lucha negra en Estados Unidos empezó con la resistencia a la esclavitud legal. Para asegurarse el apoyo del sur, los negros fueron excluidos de la Declaración de Independencia (1776) y la esclavitud tampoco fue abolida por la Convención Constituyente de 1787.
Al contrario, los doctores de la democracia y la libertad discutieron la continuación del comercio de esclavos, que proseguiría «por 20 años más». A los fines de los impuestos directos, el negro fue computado como «tres quintos de hombre» (sic) y la concesión de su ciudadanía quedó al arbitrio de los Estados.
En 1861, las diferencias irreductibles entre el Norte industrial y el sur esclavista llevó a una de las guerras más sanguinarias de la modernidad, llamada por los negros «guerra de ricos y pelea de pobres». Abraham Lincoln proclamó la emancipación de los esclavos y el Norte ganó la guerra. Pero en 1896, la Corte Suprema de Justicia consagró la segregación racial con la doctrina «iguales pero separados».
Entonces, los acorralados «ciudadanos» negros empezaron a formar organizaciones y sectas de autodefensa y autoestima, con matices de índole racial y religiosa. Una de ellas fue la de los «Musulmanes negros» (Black muslims), dirigida por el orate Elijah Muhamad. Su primer templo fue erigido en Detroit hacia 1930. Los «black muslims» proclamaban la supremacía negra basándose en una genética absurda y una versión irreconocible del islamismo.
A inicios de los años de 1950, los black muslims se expandieron rápidamente en los ghettos de las grandes ciudades del norte, y un joven proletario que guardaba prisión por delitos del fuero común, Malcolm Little, cambió el apellido dado por el blanco por una simple «X», convirtiéndose en ministro y fervoroso partidario de los black muslims.
Cuando en las urbes de Harlem, Rochester y Filadelfia los negros «con traje de conserje» empezaron a echar fuego y arrancar «con una cuchara los ojos de los cocodrilos» (García Lorca), Martin Luther King denunció desde la prisión de Birmingham: «Los Black Muslims se nutren de la frustración contemporánea ante la dilatada existencia de la discriminación racista» (1963).
Las urbes ardían y la voz de Malcolm X fue oída por millones de negros: «La hora del hombre blanco ha terminado. Las soluciones parciales no lo ayudarán…quizá pueda lograr que el Señor se decida a darle unos pocos años más al demonio blanco» (entrevista con el escritor Louis E. Lomas).
En 1964, guiñándole un ojo al poder imperial, el liberalísimo New York Times publicó un editorial en el que decía: «…si el doctor King se convence de que ha sacrificado diez años de brillante liderazgo, se verá forzado a revisar sus ideas y sólo hay una dirección que puede tomar: la de Malcolm X».
El líder se dio una vuelta por los países de Africa y Asia que luchaban contra el colonialismo y, al retornar a Estados Unidos, su pensamiento, discurso y filosofía pegó un giro radical. «Nos dijeron que usted ha cambiado», le dijo un periodista. Malcolm X respondió:
«¿Cómo es posible que un hombre blanco pueda esperar la transformación de un hombre negro antes que él se haya transformado? Es verdad, soy un musulmán, y creo en la fraternidad de los hombres. Pero mi religión no me hace tonto. Mi religión me obliga a combatir todas las formas de racismo».
Para el poder real fue demasiado: líder natural con millones de seguidores, negro, pobre, ex convicto, agitador, orador lúcido, militante revolucionario, islámico y, para colmo, antiimperialista.
De modo que cuando el 21 de febrero de 1965 Malcolm X fue asesinado por su ex coidearios racistas, el «establishment» se limitó a condenar la «violencia», y luego asesinó a Luther King, partidario de «la no violencia» (1968) y premio Nobel de la Paz 1964.
Decía Malcolm X: «Si me ofrecieran el premio Nobel me suicidaría. Sabría que algo marcha mal. Por esto me cae tan simpático ese francés, Sastre, que lo rechazó».
Decía también: «El poder sólo retrocede ante la presencia de un poder mayor… Está en la naturaleza del poder retroceder sólo en presencia de un poder mayor. Y de esto se han dado cuenta los pueblos del sureste de Asia, del Congo, de Cuba y otras partes del mundo».
Malcolm X fue profético: «Sí, cada año discurren un truco nuevo. Van a tomar a uno de sus muchachos, de sus muchachos negros, y los depositarán en el gabinete para que pueda caminar con un gran puro, brasa en punto y un tonto en la otra». En lo único que se equivocó Malcolm X es que después de un muchacho, el imperialismo eligió a una muchacha que, además, no fuma.