Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Un capitán dispuesto a arruinar su vida y todo lo que le rodea en pos de la caza de una ballena blanca. Es una historia muy famosa y según han ido transcurriendo los años se ha utilizado al loco Ahab, de la novela más famosa de Herman Melville, Moby Dick, como ejemplo del desquiciado poder estadounidense, y más recientemente, de la desastrosa invasión de Iraq por George W. Bush.
Pero lo que resulta realmente aterrador no son nuestros Ahabs, esos halcones que se empeñan periódicamente en bombardear algún país pobre, ya sea Vietnam, Afganistán o cualquier otro, para devolverlo a la Edad de Piedra. Los tipos respetables son los verdaderos «terroristas de nuestra época», como Noam Chomsky les denominó colectivamente hace casi 50 años. Los personajes realmente aterradores son nuestros más sobrios políticos, académicos, periodistas, profesionales y gestores, hombres y mujeres (aunque mayoritariamente hombres) que se imaginan a sí mismos como moralmente serios y después son capaces de emprender guerras, devastar el planeta y racionalizar las atrocidades. Hace más de siglo y medio, Melville, que tenía un capitán para cada rostro del imperio, encontró la expresión perfecta para la época en la que vivió y para la nuestra.
Durante los últimos seis años he estado investigando la vida de un asesino de focas estadounidense, un capitán de buque llamado Amasa Delano quien, en la década iniciada en 1790, fue de los primeros habitantes de Nueva Inglaterra en navegar por el Pacífico Sur. Había dinero en abundancia y muchas focas, y Delano y sus camaradas capitanes de barco establecieron la primera de las colonias estadounidenses no oficiales en las islas que se hallaban frente a la costa de Chile. Actuaron bajo el mando de un consejo informal de capitanes, se repartieron el territorio, ejecutaron contratos de deuda, celebraron el 4 de Julio y establecieron tribunales ad hoc. Cuando no disponían de biblias, utilizaban las obras completas de William Shakespeare, halladas en las bibliotecas de gran parte de los buques, para hacer promesas bajo juramento.
Desde su primera expedición, Delano llevó cientos de miles de pieles de focas a China, donde las cambiaba por especias, cerámicas y té que llevaba de vuelta a Boston. Sin embargo, durante un segundo viaje fallido, se produjo un hecho que haría tristemente célebre a Amasa, al menos entre los lectores de la ficción de Herman Melville.
Esto fue lo que sucedió: Un día de febrero de 1805 en el Pacífico Sur, Amasa Delano pasó casi todo un día a bordo de un maltrecho barco negrero español conversando con su capitán, ayudando con las reparaciones y distribuyendo comida y agua a sus hambrientos y sedientos viajeros, un puñado de españoles y unos 70 hombres y mujeres del oeste de África que pensó que eran esclavos. No lo eran.
Esos africanos del oeste se habían rebelado unas semanas antes, matando a la mayoría de la tripulación española, junto con el negrero que les llevaba a Perú para venderles y exigían que les devolvieran a Senegal. Cuando descubrieron la nave de Delano se les ocurrió un plan: le dejarían subir a bordo y actuarían como si aún fueran esclavos, ganando así tiempo para apoderarse del navío dedicado a cazar focas y de sus provisiones. Es de destacar que durante nueve horas, Delano, un experimentado marino y pariente lejano del futuro presidente Franklin Delano Roosevelt, estaba convencido de se hallaba sobre un barco negrero en dificultades que, sin embargo, funcionaba con total normalidad.
Habiendo sobrevivido a duras penas al encuentro, escribió sobre la experiencia en sus memorias, que Melville leyó y convirtió en los que muchos consideran su «otra» obra maestra. Publicado en 1855, en la víspera de la Guerra Civil, Benito Cereno es una de las historias más oscuras de la literatura estadounidense. Esta contada desde la perspectiva de Amasa Delano mientras vaga perdido a través del tenebroso mundo de sus propios prejuicios raciales.
Uno de las cosas que atrajeron a Melville hacia el Amasa histórico fue sin duda la yuxtaposición entre su alegre autoestima -se considera a sí mismo un hombre moderno, un liberal que se oponía a la esclavitud- y su total inconsciencia del mundo social que le rodeaba. El verdadero Amasa era bien intencionado, prudente, templado y modesto.
Es decir, que no era un Ahab, cuya vengativa persecución de una ballena metafísica se ha utilizado como alegoría de cada exceso estadounidense, cada guerra catastrófica, cada desastrosa política medioambiental, desde Vietnam e Iraq a la explosión en la plataforma petrolera de BP en el Golfo de México en 2010.
Ahab, arrastrando su pata de palo por el puesto de mando de su malhadado barco entra en los sueños de sus hombres que duermen abajo como el «crujir de dientes de los tiburones». Ahab, cuya monomanía es una extensión del individualismo nacido de la expansión estadounidense y cuya rabia es la propia de un ego que se niega a que la naturaleza de la frontera le pueda poner límites. «Nuestro Ahab», como un soldado de la película de Oliver Stone «Platoon» llama a un sargento despiadado insensatamente dedicado a asesinar a inocentes vietnamitas.
Ahab es realmente una de las caras del poder estadounidense. Mientras escribía un libro sobre la historia que me inspiró Benito Cereno, he llegado a pensar que no es una de las caras más aterradoras, ni siquiera la más destructiva de los estadounidenses. Piensen en Amasa.
Asesinando focas
Desde el final de la Guerra Fría, el capitalismo extractivo se ha extendido por todo nuestro mundo postindustrializado con una fuerza depredadora que conmocionaría hasta al mismísimo Karl Marx. Desde el Congo rico en minerales a las minas de oro a cielo abierto de Guatemala, desde la prístina, hasta hace poco, Patagonia de Chile a los campos de fracturación hidráulica (fracking) de Pensilvania y el deshielo del norte del Ártico, no hay ninguna grieta donde pueda esconderse alguna roca, líquido o gas que sea de utilidad, ninguna jungla lo suficientemente prohibida para mantener alejados a los equipos de las perforaciones petrolíferas o a los asesinos de elefantes, ningún glaciar que se alce como una ciudadela, ningún esquisto que no pueda taladrarse por duro que sea, ningún océano que no pueda envenenarse.
Y Amasa estaba allí desde el principio. Puede que la piel de foca no haya sido el primer recurso natural valioso del mundo, pero la caza de focas representó una de las primeras experiencias de auge y decadencia de los jóvenes EEUU respecto a la extracción de recursos más allá de sus fronteras.
Con cada vez mayor frecuencia a partir de los primeros años de la década de 1790 y en loca carrera a partir de 1798, los buques salían de New Haven, Norwich, Stonington, New London y Boston, dirigiéndose hacia el gran archipiélago en forma de media luna de islas remotas que van desde Argentina, en el Atlántico, hasta Chile, en el Pacífico. Iban a la caza de la foca peletera, que tiene una capa aterciopelada como si fuera una prenda interior debajo de una capa externa de pelo rígido negro grisáceo.
En Moby Dick, Melville retrató la caza de ballenas como la industria estadounidense. Brutal y sangrienta pero también humanizadora, trabajar en un barco ballenero requería de intensa coordinación y camaradería. Aparte de lo truculento de la caza, el despellejado de la piel de la ballena de su carcasa y el infernal hervido de la grasa, algo sublime surgió: la solidaridad humana entre los trabajadores. Y al igual que el aceite de ballena que iluminó las lámparas del mundo, la misma divinidad resplandecía desde el trabajo: «La verás brillando en el brazo que empuña un pico o sujeta un clavo; esa democrática dignidad que, en todas las manos, irradia sin fin de Dios».
La caza de focas fue algo completamente distinto. No nos viene a la mente la democracia no industrial sino el aislamiento de la violencia y la conquista, el colonialismo de asentamientos y la guerra. La caza de las ballenas se produjo en aguas comunes abiertas a todos. La caza de focas se produjo en tierra. Los cazadores se apoderaban del territorio, luchaban unos contra otros para mantenerlo y sacaban toda la riqueza que podían tan rápido como podían antes de abandonar sus pretensiones sobre las vacías y devastadas islas. Como puede imaginarse, el proceso enfrentó a marineros desesperados contra oficiales igualmente desesperados en un sistema de relaciones laborales de todo o nada.
Es decir, la caza de ballenas puede haber representado el poder prometeico del protoindustrialismo, con todo lo bueno (solidaridad, interconexión y democracia) y todo lo malo (la explotación de los hombres y la naturaleza) que conllevaba, pero la caza de focas predijo mejor el mundo postindustrial actual de extracciones, caza, perforaciones, fracturas hidráulicas y calentamiento global.
Se asesinaron las focas por millones y con una naturalidad sorprendente. Un grupo de cazadores de focas se metía entre el agua y las colonias y empezaban sencillamente a darles bastonazos en la cabeza. Una única foca hace un ruido parecido a una vaca o a un perro, pero decenas de miles juntas, según afirmaron los testigos, suena como un ciclón del Pacífico. Una vez «iniciado el letal trabajo», recodaba uno de los matarifes, «la batalla me causaba un inmenso terror».
Las playas del Pacífico Sur semejaban el Inferno del Dante. A lo largo de la matanza, montañas de pieles y apestosas carcasas se iban amontonando y la arena iba tiñéndose de rojo con los torrentes de sangre. La matanza era incesante, continuaba por la noche a la luz de las hogueras prendidas con los cadáveres de las focas y los pingüinos.
Y no pierdan de vista que esta matanza masiva no tenía por objeto, como el aceite de ballena, iluminar y encender el fuego. La piel de foca se recogía para calentar a los ricos y satisfacer una demanda creada por una nueva fase del capitalismo: el consumo ostentoso. Las pieles se utilizaban para hacer capas, abrigos, manguitos y manoplas para las señoras y chalecos para los caballeros. La piel de los cachorros no era muy apreciada, por tanto, las playas se convertían en orfanatos de focas, dejando allí morir de hambre a miles de recién nacidos Aunque si no había más remedio, su suave piel podría también aprovecharse para hacer carteras.
En ocasiones, se utilizaba la grasa de los elefantes marinos matándoles de una forma aún más horrible: cuando abrían la boca para bramar, los cazadores les metían piedras dentro y empezaban a acuchillarles con largas lanzas. Perforados por múltiples sitios como sansebastianes, del sistema circulatorio de alta presión de los animales «manaban fuentes de sangre, lanzando chorros a considerable distancia».
Al principio, el ritmo frenético de las matanzas no importó: había demasiadas focas. En sólo una isla, estimó Amasa Delano, había «de dos a tres millones de ellas», cuando los habitantes de Nueva Inglaterra llegaron los primeros para «hacer negocio matando focas».
«Si mataban a muchas en una noche», escribía un observador, «no se las echaba en falta por la mañana.» En efecto, parecía como si un día pudieras matar a todas las que veías y empezar de nuevo al día siguiente. Aunque en unos cuantos años, Amasa y sus compañeros habían llevado tantas pieles de foca a China que los almacenes de Cantón no podían guardar más. Empezaron a apilarlas en los muelles, por lo que se pudrieron bajo la lluvia e hicieron que se viniera abajo su precio en el mercado.
Para compensar las pérdidas, los cazadores de focas aceleraron el ritmo de las matanzas hasta que no quedó nada que matar. De esta forma, el exceso de oferta y la extinción fueron de la mano. En el proceso, la cooperación entre los cazadores dio paso a sangrientas batallas sobre las menguadas colonias. Anteriormente, bastaba con unas pocas semanas y un puñado de hombres para llenar de pieles las bodegas de un buque. Sin embargo, como las colonias empezaron a desaparecer, cada vez se necesitan más hombres para encontrar y matar el número necesario de focas, y a menudo eran abandonados en desoladas islas durante períodos de dos o tres años, viviendo solos en chozas miserables en un clima sombrío, preguntándose si sus barcos iban a volver a recogerlos. «Una isla tras otra, una costa tras otra», escribió un historiador, «habían destruido a las focas hasta el último cachorro disponible en la suposición de que si el cazador Tom no mataba a todas focas que había a la vista, el cazador Dick o el cazador Harry no serían tan remilgados». En 1804, en las mismas islas en que Amasa estimó que había habido millones de focas, había más marineros que presas. Dos años después, no quedaba ni una foca.
La maquinaria de la civilización
Existe una simetría inversa casi perfecta entre el Amasa real y el Ahab de ficción, cada uno representativo de una de las caras del imperio estadounidense. Amasa es virtuoso, Ahab es vengativo. Amasa parece atrapado por la glotonería de su percepción del mundo. Ahab es profundo; se asoma a las profundidades. Amasa no es capaz de captar el mal (especialmente el suyo). Ahab sólo ve la «intangible malignidad» de la naturaleza.
Ambos son representantes de las industrias más depredadoras de su época, sus buques transportan lo que Delano llamó en una ocasión la «maquinaria de la civilización» al Pacífico, utilizando acero, hierro y fuego para matar animales y transformar de inmediato sus cadáveres en valor.
Sin embargo, Ahab es la excepción, un rebelde que caza su ballena blanca contra toda lógica económica racional. Ha secuestrado la «maquinaria» que representa su barco y se amotina contra la «civilización». Va en busca de su quijotesca caza violando el contrato que tiene con sus empleadores. Cuando su segundo de a bordo, Starbuck, insiste en que su obsesión perjudicará las ganancias de los dueños del barco, Ahab desprecia esa preocupación: «Deja que los propietarios se queden en la playa de Natucket gritándole a los tifones. ¿Qué le importan a Ahab? ¿Los dueños, los dueños? Siempre estás con la misma cháchara, Starbuck, sobre esos miserables dueños, como si los dueños representaran la conciencia».
Los insurgentes como Ahab, aunque resulten peligrosos para la gente que les rodea, no son los principales impulsores de la destrucción. No son los que cazan animales hasta casi extinguirlos, o los que están poniendo al mundo al borde del abismo. Los impulsores son los hombres que nunca son disidentes, aquellos que están en primera línea de las extracciones o los que en las trastiendas corporativas administran la destrucción del planeta, día tras día, de forma inexorable, sin hacerse notar y sin previo aviso, donde sus acciones están controladas por series cada vez mayores de abstracciones y cálculos financieros pergeñados en los mercados bursátiles de Nueva York, Londres y Shanghai.
Si Ahab sigue siendo la excepción, Delano es aún la regla. A través de su larga memoria, se revela a sí mismo como alguien siempre fiel a las costumbres e instituciones del derecho marítimo, incapaz de emprender cualquier acción que pueda perjudicar los intereses de sus inversores y aseguradoras. «Todas las consecuencias malas», escribía describiendo la importancia de defender los derechos de la propiedad, «pueden evitarse por alguien con conocimiento de cuál es su deber que esté dispuesto a obedecer fielmente sus dictados». Tiene que ver con la reacción de Delano ante los rebeldes del oeste de África, una vez que por fin se da cuenta de que ha sido objeto de una elaborada estafa, la distinción que separa al cazador de focas del cazador de ballenas queda clara. Se ha tomado al hipnótico Ahab -el viejo roble hendido por el trueno- como un prototipo del totalitario del siglo veinte, un Hitler o Stalin con una sola pierna que utiliza un magnetismo emocional para convencer a sus hombres de que les sigan diligentemente en su malhadada caza de Moby Dick.
Delano no es un demagogo. Su autoridad está enraizada en una forma de poder mucho más común: el control de la mano de obra y la conversión de los decrecientes recursos naturales en mercaderías. Sin embargo, al igual que desaparecieron las focas, también desapareció su autoridad. Sus hombres empezaron primero a refunfuñar y luego a conspirar. A su vez, Delano tuvo que echar mano cada vez más del castigo físico, de los azotes incluso para el más pequeño de los delitos, para poder mantener el control de su barco, hasta que se encontró con el negrero español. Delano podía haberse opuesto a nivel personal a la esclavitud, sin embargo una vez que se dio cuenta de que le habían tomado por tonto, organizó a sus hombres para volver a apoderarse del barco de esclavos y pacificar violentamente a los rebeldes. A tal fin, destriparon a algunos de los rebeldes y les dejaron retorciéndose sobre sus vísceras, utilizando sus lanzas de caza, que Delano describía como «extremadamente afiladas y tan brillantes como la espada de un caballero».
Cogido entre las tenazas de la oferta y la demanda, atrapado en la vorágine del agotamiento ecológico, sin focas a las que matar, sin dinero que ganar y con su propia tripulación al borde del amotinamiento, Delano reunió a sus hombres para la caza, pero no de una ballena blanca sino de los rebeldes negros, restableciendo su crispada autoridad. En cuanto a los rebeldes que sobrevivieron, Delano volvió a esclavizarlos. Por supuesto, el decoro obligaba a devolverlos, junto con el buque, a sus propietarios.
Nuestros Amasas, nosotros mismos
Con Ahab, Melville miraba hacia el pasado, tomando como fundamento de su obsesionado capitán a Lucifer, el ángel caído en rebeldía contra los cielos y asociándolo con el «destino manifiesto» de EEUU, con la inquietante deriva de la nación allende sus fronteras. Con Amasa, Melville atisbaba el futuro. Recurriendo a los recuerdos de un capitán real, ha creado un nuevo arquetipo literario, un hombre moral seguro de su rectitud pero incapaz de vincular causa con efecto, ajeno a las consecuencias de sus acciones aún cuando esté precipitándose hacia la catástrofe.
Nuestros Amasas están aún ahí, con nosotros. Conocen su deber y se disponen a seguir fielmente sus dictados hasta los últimos confines de la Tierra.
Greg Grandin es un escritor ganador de numerosos premios y colaborador habitual de TomDispatch. Su ultimo libro publicado es: » The Empire of Necessity: Slavery, Freedom, and Deception in the New World »
Fuente:
http://www.tomdispatch.com/post/175798/tomgram%3A_greg_grandin%2C_the_terror_of_our_age/#more