Por medio de su presidente, John Boehner, la Cámara de Representantes de Estados Unidos dio ayer un varapalo a Barack Obama, al advertirle que en lo que queda de este año no habrá reforma migratoria. Se entiende que la negativa abarca la petición del mandatario al Legislativo de aprobar fondos adicionales para repatriar a los […]
Por medio de su presidente, John Boehner, la Cámara de Representantes de Estados Unidos dio ayer un varapalo a Barack Obama, al advertirle que en lo que queda de este año no habrá reforma migratoria. Se entiende que la negativa abarca la petición del mandatario al Legislativo de aprobar fondos adicionales para repatriar a los miles de menores centroamericanos que han sido detenidos por internarse en territorio estadunidense sin documentos.
Para poner el fenómeno en contexto, cabe recordar que desde octubre pasado las autoridades del país vecino han arrestado a más de 52 mil niños que intentaban pasar la frontera por cuenta propia. Por su parte, el Instituto Nacional de Migración (INM) afirma haber rescatado a más de 10 mil que transitaban por el territorio nacional. Tales cifras podrían representar sólo la punta del iceberg de un flujo mucho mayor cuyo incremento coyuntural carece, hasta ahora, de explicación precisa.
Se ha dicho que el crecimiento en el número de esos migrantes menores se originó por un mal entendimiento, en Centroamérica, de disposiciones gubernamentales estadunidenses; se ha afirmado también que grupos de la delincuencia organizada han difundido la especie -falsa- de que Washington daría entrada a niños cuyos padres residieran en Estados Unidos. Más aún, sectores republicanos en el Capitolio han acusado a la Casa Blanca de haber instigado esa oleada como forma de presionar al Congreso para que aprobara un marco legal orientado a regularización a millones de indocumentados y a regular nuevos ingresos de extranjeros al país.
Independientemente de las causas circunstanciales que propiciaron el incremento de la migración de menores, las raíces estructurales del flujo migratorio de Guatemala, El Salvador y Honduras hacia Estados Unidos son la miseria, la violencia y, en general, la falta de perspectivas de vida, trabajo y seguridad que afecta a buena parte de las poblaciones de esos países hermanos. Y en la gestación de esas condiciones Washington tiene una enorme responsabilidad histórica por sus políticas de injerencia, impulso a las dictaduras oligárquicas y conflictos bélicos, y depredación económica.
Tras las firmas de los acuerdos de paz en El Salvador y Guatemala, las respectivas embajadas estadunidenses impusieron a gobernantes dóciles férreas políticas neoliberales que provocaron los mismos desastres sociales e institucionales que han causado en otras naciones, más otro: una violencia delictiva que se explica no sólo por la pobreza y la desigualdad tradicionales, irresueltas y agravadas por la guerra, sino también por la proliferación de armamento y de desempleados sin más capacitación laboral que el entrenamiento militar. Las puntillas fueron la contraproducente guerra contra las drogas -otra directiva impuesta por Estados Unidos a diversas naciones de América Latina- y la aprobación indiscriminada de tratados de libre comercio que inauguraron el tránsito irrestricto de capitales y de mercancías, pero vetaron el de las personas.
La llamada crisis humana de la migración deriva, en suma, de infiernos sociales diseñados en Washington. Con ese dato en mente lo menos que cabría pedir al Ejecutivo y el Legislativo de Estados Unidos es que recibieran a los refugiados del desastre. Sin embargo, Obama dejó pasar el momento derivado de su relección, el año antepasado, para impulsar en forma consistente la reforma migratoria a la que el Capitolio ha cerrado la puerta en forma definitiva, al menos para este año.
En tales circunstancias, la Casa Blanca no podrá, a lo que puede verse, ni siquiera enviar de vuelta a sus países de origen a los menores detenidos, ni tendrá más opción que endurecer su vigilancia fronteriza e intensificar la persecución policial contra los migrantes, adultos y menores. En consecuencia, un número incierto de menores quedarán atrapados en las bodegas instaladas como cárceles en el sur del territorio estadunidense y se multiplicarán los peligros a los que están expuestos quienes pretenden cruzar la línea fronteriza entre nuestro país y la potencia del norte. El momento demanda que el Estado mexicano actúe con sentido humanitario y fraterno. Cabe esperar que lo haga.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/07/01/opinion/002a1edi