Aupado por una gran ola popular contra el bushismo, Barak Obama se alzó arrolladoramente con la presidencia de Estados Unidos. Votado por casi todo el electorado negro, más del 70 por ciento del hispano, cerca de la mitad del blanco -en algunos estados más- y jóvenes y adultos alejados hasta ahora de la política, destrozó […]
Aupado por una gran ola popular contra el bushismo, Barak Obama se alzó arrolladoramente con la presidencia de Estados Unidos. Votado por casi todo el electorado negro, más del 70 por ciento del hispano, cerca de la mitad del blanco -en algunos estados más- y jóvenes y adultos alejados hasta ahora de la política, destrozó el mito de que un afrodescendiente no podía llegar al encumbrado cargo.
Varios factores lo hicieron posible. El salario real viene cayendo desde el gobierno de Ronald Reagan, millones vieron sus fábricas emigrar y han debido conformarse con trabajos precarios, la educación pública está en ruinas, una parte importante de la población carece de asistencia médica total o parcialmente, muchos afroestadunidenses sufren pobreza y exclusión y todavía esperan por los beneficios del fin de la segregación racial. A los hispanos pobres no les va mejor y si son inmigrantes ilegales carecen de derechos, están sujetos a maltratos, redadas y la amenaza permanente de deportación por más que la economía no pueda prescindir de su fuerza de trabajo. Todo esto se agravó en los 8 años de Bush, que ha gobernado para enriquecer escandalosamente a una minúscula minoría y unido a las dispendiosas e interminables guerras coloniales en Afganistán e Irak han dejado en bancarrota a la nación. Aunque no se debe únicamente a aquel, su política ultraliberal acrecentó el fraude, la codicia corporativa y la ausencia de regulación, contribuyendo decisivamente a precipitar la megacrisis financiera mundial, que ha pulverizado el poder adquisitivo y lanzado al desempleo o a la perdida de la vivienda a millones de estadunidenses. Este hecho, sumado a la impopularidad de las guerras, la legalización de la tortura y el desmantelamiento de las libertades, arrastró al sótano la aceptación en casa del actual inquilino de la Casa Blanca y del Partido Republicano y produjo una sensible disminución del prestigio, el poder y la influencia internacional de Washington. Mientras, se hacía evidente la emergencia de nuevos y ascendentes polos de poder en China, India, Rusia y la gestación de un bloque latinoamericano que se resiste al tradicional control de Estados Unidos y comienza a hablar con voz propia al socaire de una rebelión de sus pueblos.
Obama, que inició su aspiración presidencial a contracorriente del aparato de su partido, favorable a Hillary Clinton, se fue convirtiendo en un fenómeno político insólito en la historia de la gran potencia. Su facilidad para comunicarse con los estadunidenses de todos los orígenes étnicos y edades, su carisma, dotes de orador, condición diferente a los presidenciables típicos del establishment por ser negro, de origen pobre y haber iniciado su carrera como activista comunitario terminó imponiéndolo como candidato demócrata a la presidencia, impulsado por un movimiento de voluntarios mayoritariamente jóvenes que se convirtió gradualmente en una gigantesca bola de nieve. El rechazo a Bush y a la política al uso de amplios sectores de la población coincidió con la comprensión de los círculos realistas de la elite yanqui sobre la necesidad de un replanteo de la política interna y exterior del imperio que le permitiera recomponerse y salir del atolladero en que ha caído. De esta forma, Obama, del que desconfían pero al que creen poder domesticar, apareció como una fórmula aceptable y mucho más funcional a ese propósito que el impresentable dúo McCain/Palin. Ello explica que la mayoría de los grandes periódicos del sistema endosaran en los últimos meses su candidatura y las grandes sumas de dinero corporativo recibidas por su campaña. Pero la conquista de la Casa Blanca por el afroestadunidese es sin duda un hecho de gran trascendencia política pues se forjó desde las bases, reunió a una coalición inédita de fuerzas populares que incluye a segmentos muy progresistas y desalojará del Ejecutivo a una peligrosísima pandilla guerrerista y fascistoide, que, por cierto, aún puede hacer mucho daño.
Sin embargo, desmantelar la herencia de Bush y remontar la crisis es tarea titánica, que únicamente sería posible si quienes votaron por Obama se organizan y luchan por una agenda progresista, aunque sólo fuera por lograr un régimen más democrático, incluyente y menos arrogante ante el mundo.