Puesto que el Presidente Obama ha confesado: «A decir verdad, todavía no sé por qué me concedieron el Premio Nobel de la Paz» y todavía se escuchan voces de crítica que lo acusan de cinismo por haber invocado cuando lo aceptó «el derecho a la guerra justa» y enviar más soldados a Irak y Afganistán […]
Puesto que el Presidente Obama ha confesado: «A decir verdad, todavía no sé por qué me concedieron el Premio Nobel de la Paz» y todavía se escuchan voces de crítica que lo acusan de cinismo por haber invocado cuando lo aceptó «el derecho a la guerra justa» y enviar más soldados a Irak y Afganistán e intervenir en Libia y Siria y, además, muchos de sus partidarios, como el director de cine Michael Moore, sugirieron que debió rechazarlo por haber dado tan nefastos pasos, vale la pena hacer ciertas aclaraciones a la pregunta ¿por qué no les hizo caso?
Se puede decir, a propósito de todo este despropósito, que sus críticos se equivocan desde la A hasta Z, que las cosas han sucedido tal como debieron suceder y que, más bien, lo asombroso hubiera sido que Obama no hubiera actuado tal cual actúo. Aclararemos este galimatías. El Presidente Obama dirige un Estado al que embelesen las guerras, que mantiene encadenado a Ares en la Casa Blanca, desde donde, todos sus dirigentes han sostenido que las guerras en que han participado fueron «justas» y han «actuado unilateralmente para defender a su nación»; también han argumentado que «es innegable que el mal existe en el mundo» y han repetido hasta el cansancio que Dios los protege porque ellos «representan el bien».
La no violencia y el pacifismo son doctrinas ajenas al interés de cualquier imperio, no se diga lo contrario de aquel que tiene la mayor vocación imperial conocida; de ahí que los conflictos armados, en particular los declarados por Obama, «jueguen un papel determinante para preservar la paz». Valga redundar en que lo dicho sirve de advertencia para que las naciones que, según Obama, son parte del eje del mal, «no intenten sacar provecho de la bondad del sistema americano». Este último detalle es muy importante.
Estas pretéritas aclaraciones de Obama avalan que en la arena mundial «recién se halla al comienzo, no al final», de sus esfuerzos pacifistas mediante guerras justas; lo que, a quienes le concedieron este valioso galardón les parece «absolutamente fantástico y completamente aceptable», pues les demostró «lo difícil que es asegurar la paz sin recurrir a la guerra». Para ellos, «rara vez una sola persona domina la política internacional tan ampliamente» como para entender que lo importante no es ser sino parecer, y este es el caso de Obama. La razón esgrimida para que «el comité no pudiera esperar hasta estar seguros de que estos principios se hubieran impuesto en todos los frentes», es muy simple: «Eso hubiera hecho del premio un sello de aprobación con retraso y no un instrumento de paz en el mundo». ¡Bravo! La sinfonía al cinismo es completa.
Por otra parte, los habitantes del mundo debemos comprender que si las bombas matan inocentes, también generan empleo. Por lo tanto, si queremos ser pragmáticos, tal como exige la modernidad, deberíamos entender que las guerras permiten a los trabajadores de EEUU comer bananos y comprar flores, puesto que si están desempleados no tienen plata para darse estos lujos. Por eso, tendríamos que aplaudir esas guerras que, a la postre, redundan en beneficio de la civilización.
Así es que, no seamos mojigatos y congratulémonos de los premios Nobel para la Paz que Occidente concede a sus gobernantes más belicosos.
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