Las protestas de Hong Kong surgen de diferentes motivaciones: los problemas económicos de una parte de la población trabajadora, herencia de la colonia británica; la dificultad para conseguir viviendas por la especulación y los altos precios; la existencia de contingentes jóvenes que han asumido los valores del capitalismo y abominan del socialismo chino; las de […]
Las protestas de Hong Kong surgen de diferentes motivaciones: los problemas económicos de una parte de la población trabajadora, herencia de la colonia británica; la dificultad para conseguir viviendas por la especulación y los altos precios; la existencia de contingentes jóvenes que han asumido los valores del capitalismo y abominan del socialismo chino; las de quienes, para romper con China, alegan la supuesta y falsa «diferencia» de Hong Kong; el absurdo temor de un sector de la mesocracia ante la equiparación progresiva del nivel de vida de Hong Kong con el resto de China, desasosiego que va de la mano de una incomprensible xenofobia (los chinos de Hong Kong son como el resto de los habitantes del sur del país) por la absurda convicción de que los hongkoneses son «superiores» al resto de los chinos por su mayor riqueza y bienestar económico. Ese cóctel explosivo está siendo utilizado por Estados Unidos para estimular el caos y la secesión, y para crear un foco permanente de crisis al gobierno de Pekín, no en vano los dirigentes de la oposición tratan con la diplomacia occidental, en Hong Kong, en Estados Unidos y en Alemania.
En septiembre, numerosos manifestantes pedían «protección» a Gran Bretaña para que salvaguardara la libertad del territorio que controló con mano de hierro durante siglo y medio de colonia, y cantaban el God Save the Queen, himno a mayor gloria de la monarquía británica, acompañadas de denuncias a la «dictadura comunista», quema de banderas rojas, e incendio de instalaciones y estaciones de metro por los manifestantes (para la prensa conservadora occidental, «el pueblo»). Los manifestantes, de escasa memoria o nostálgicos de la servidumbre de la colonia, atacan al gobierno chino, y especulan con la hipótesis de que los hongkoneses consigan la nacionalidad británica, en virtud de la decisión de Londres de otorgar pasaportes especiales a «ciudadanos británicos del exterior», al tiempo de que más de cien parlamentarios de Westminster publicaron un manifiesto llamando a su gobierno y a los países de la Commonwealth a otorgar la ciudadanía a los habitantes de Hong Kong que abandonasen el territorio. Utilizando la retórica de la «democracia», que tan magníficos resultados para Occidente consiguió en Ucrania y Libia, quienes asesoran a la oposición quieren impulsar una petición al Congreso norteamericano para que tutele a Hong Kong y apruebe una ley para que el gobierno estadounidense certifique cada año su autonomía: una grotesca petición de injerencia en los asuntos internos chinos.
Porque para presentar a Gran Bretaña y a Estados Unidos como garantía del respeto a los derechos humanos y a la democracia, es necesario cerrar los ojos, suprimir la historia, ahogar la memoria. Gran Bretaña se instaló en China y se enriqueció impulsando el comercio de droga, como hacen hoy los más siniestros narcotraficantes. Mientras Pekín pretendía impedir el comercio de la droga, Londres impuso las guerras del opio, ignorando la catástrofe económica, la ponzoña social, la gran mortandad causada por la droga introducida por los británicos con el explícito apoyo de su gobierno. La destrucción de cargamentos de opio en Cantón sirvió como excusa a Gran Bretaña para ocupar la ciudad y otros territorios, imponiendo el Tratado de Nankín en 1842 por el que se forzaba a China a ceder a perpetuidad la isla de Hong Kong. El cinismo británico llegó tan lejos que Londres forzó al gobierno imperial chino a reconocer que Gran Bretaña se había visto «obligada» a enviar tropas, y a indemnizarla por la pérdida de la droga con doce millones de dólares, una enorme suma entonces. Después llegarían más guerras del opio, otros tratados injustos, suscritos por China con los cañones en la nuca del país, para favorecer la entrada de productos occidentales y desproteger las manufacturas chinas; llegó la forzosa apertura de puertos y la creación de las «concesiones», territorios chinos controlados por diferentes países occidentales (Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Italia, Bélgica, Japón, la Rusia zarista y el imperio austrohúngaro) en Shanghái y en Pekín, en Tianjin y en Cantón, y otras ciudades: unos territorios donde estaba prohibida la entrada de «perros y chinos». La soldadesca occidental destruyó incluso el antiguo Palacio de Verano de Pekín, una joya del arte chino. Es la época de la infamia imperialista: en esos mismos años, 1846, Estados Unidos declaraba la guerra a México y le robaba todo el norte de su territorio: dos millones de kilómetros cuadrados.
El banco británico HSBC (Hong Kong and Shanghai Banking Corporation; hoy, uno de los más importantes del mundo) fue creado para tutelar y favorecer los beneficios del tráfico de opio en China. Las humillaciones y expolios no terminarían ahí: en 1898, Gran Bretaña fuerza a China a ceder el territorio de Kowloon por noventa y nueve años para añadirlo a Hong Kong, y poco después el descontento por la voracidad imperialista desembocó en la revuelta de los bóxer, una protesta aplastada por Gran Bretaña con miles de soldados: asesinaron a decenas de miles de chinos, saquearon Pekín, incluida la Ciudad Prohibida; protagonizaron matanzas ignominiosas y arrasaron poblaciones, además de destruir buena parte de las riquezas artísticas chinas, de invadir el Tíbet y de imponer a Pekín el pago de nuevas «indemnizaciones» por valor de centenares de millones de dólares. Con parte de la población china reducida por la fuerza a condiciones de esclavitud (esa fue una de las causas que explican la gran migración china de esos años hacia Estados Unidos y Australia), Hong Kong pasó a ser la joya del sucio y miserable comercio británico. Por eso, que las turbias protestas en Hong Kong ignoren la historia y presenten a Gran Bretaña y Estados Unidos como garantes de la libertad es inhalar de nuevo el opio y suspirar por los días de la colonia, de la servidumbre, de la humillación de soldados extranjeros imponiendo la esclavitud de las adormideras.
China ha respetado el acuerdo con Gran Bretaña que entró en vigor en 1997: mantiene la autonomía y aplica la máxima de «un país, dos sistemas»; esa situación se prolongará hasta 2047, aunque los manifestantes la consideran nula. Pero lo que está en juego es otra cosa: cuando se celebra el septuagésimo aniversario de la fundación de la República Popular China, Estados Unidos y sus aliados imponen la guerra comercial, divulgan informaciones que presentan a China como un peligro estratégico, un rival comercial que juega sucio, y como un país que pisotea los derechos de sus ciudadanos. Mark Esper, jefe del Pentágono, acusó a China de «desestabilizar la región del Índico y del Pacífico», de robar propiedad intelectual norteamericana y de desarrollar una «economía depredadora», y Trump la declaró «manipuladora de divisas». Mientras, la acosan con agresivos patrullajes en el Mar de la China meridional, con la venta de armas a Taiwán y con el estímulo al caos en Hong Kong y el apoyo a movimientos nacionalistas en el Tíbet y Xinjiang. También, con la ayuda a grupos armados de Beluchistán, que atacan los lugares donde viven los ingenieros chinos que trabajan en la construcción del gran puerto de Gwadar, uno de los nodos de la nueva ruta de la seda en Pakistán, a semejanza de lo que Washington ha hecho en algunos países africanos para dificultar la cooperación económica con China. Utilizando reclamaciones democráticas, estimulando acciones violentas, Estados Unidos quiere utilizar a conveniencia a Hong Kong como recurso para sabotear el gran proyecto de la nueva ruta de la seda y contener el pacífico fortalecimiento chino. Para China, Gran Bretaña fue el opio, la colonia, la humillación y la esclavitud; Estados Unidos, la mentira, el caos y la guerra.
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