Traducido del francés para Boltxe Kolektiboa por Beatriz Morales Bastos
Jomo Kenyatta, Aimé Césaire, Ruben Um Nyobè, Frantz Fanon, Patrice Lumumba, Kwame Nkrumah, Malcolm X, Mehdi Ben Barka, Amílcar Cabral, Thomas Sankara… Desdeñados durante mucho tiempo por quienes en el curso de las tres últimas décadas decretaron la muerte del tercermundismo y el triunfo del neoliberalismo, estos nombres vuelven a estar hoy a la orden del día. Con la atmósfera de revuelta que se siente ascender en los cuatro rincones del mundo estas figuras fundamentales de la liberación africana suscitan un interés cada vez mayor en las nuevas generaciones. Al constatar que con demasiada frecuencia son reducidos a icono, Saïd Bouamama devuelve su corporeidad a estos prensadores de primera línea que también fueron hombres de acción. En efecto, sus vidas recuerdan que la lucha por la liberación, la justicia y la igualdad no es solo una cuestión de conceptos y de teorías: también es una guerra en la que a veces uno se equivoca y en la que algunas personas se sacrifican. Aún así, el autor no los convierte en mártires absolutos y por ello este libro trata de inscribir, de una forma muy pedagógica, estas trayectorias en sus contextos sociales, geográficos e históricos. En el momento en el que la pregunta es cómo influir sobre el mundo este retrato político colectivo recuerda que siempre ha sido posible, tanto ayer como hoy, cambiar el curso de las cosas. He aquí la introducción de este libro útil.
«¡África, un continente con futuro!», esta es la cantinela que desde hace años repiten periódicos y revistas. Con la emergencia de las nuevas potencias mundiales, China, India, Brasil y otras, el continente, antaño sometido a la esclavitud, a la colonización y a todo tipo de humillaciones, estaría a punto de obtener, por fin, beneficio del gran juego de la globalización. «¡Vean las cifras de crecimiento que se anuncian para las próximas décadas!», se regocijan los expertos armados con magníficas predicciones económicas. Este agradable relato tiene sus héroes: esos empresarios africanos que trabajan codo con codo con las empresas multinacionales y las propias grandes empresas que, esgrimiendo «asociaciones en los que todos ganan», prometiendo actuar con total «transparencia» y destacando su propia «responsabilidad social y medioambiental», juran no querer nada más que la felicidad de los africanos. Así, en África se habría puesto en marcha un círculo virtuoso en el que la «democracia» y el «desarrollo» serían las consecuencias inevitables del «crecimiento» y de la «inversión».
Sin duda el continente africano conocerá importantes transformaciones en los años y décadas venideros. Pero la fábula de la globalización feliz se ha repetido tantas veces que estamos en guardia. Aplicada a África se parece mucho a un nuevo biombo que oculta un vieja historia: la larga historia del capitalismo que, en África más que en otros lugares, está jalonada de saqueos, de violencias y de incontables injusticias. La máquina de sacar beneficios no da tregua, ni siquiera tras una máscara sonriente.
Sin embargo, hubo un momento, no tan lejano, en el que hombres y mujeres sabían que otro futuro era posible y luchaba para que se concretizara. Este periodo es el que va aproximadamente desde la década de 1940 a la de 1970 y corresponde a lo que se suele denominar la «descolonización». Para la generación que vivió está época de transición la libertad y la justicia no eran utopías, parecían al alcance de la mano. Este libro se centra en esta generación a través de los retratos cruzados de diez personalidades que participaron activamente en lo que se puede calificar de revolución africana. No todos estos personajes son necesariamente «revolucionarios» en sí mismos. Como veremos, algunos se equivocaron en ocasiones al pactar con sus adversarios o derivar en comportamientos contrarios a los ideales que proclamaban. Pero todos ellos participaron en este gran movimiento revolucionario que cambió el curso de la historia.
Bajo las cenizas de la contrarrevolución neoliberal
Hace solo unos años a algunas personas les extrañaría que estas figuras de la revolución africana pudieran interesar a las generaciones actuales. Desde finales de la década de 1970 los propagandistas de los dogmas neoliberales se han afanado en enterrar el «tercermundismo» en general y las ideas africanas de liberación en particular. La crisis de la deuda que golpeó violentamente a los países del Sur en la década de 1980, la caída del «bloque comunista» a principios de la década de 1990, las derivas de algunos regímenes africanos, la miseria y las guerras que empujaron a millones de africanos a tomar el camino del exilio sirvieron de pretexto a las corrientes conservadoras para desacreditar a quienes en el pasado se había esforzado en pensar África fuera de los marcos impuestos. Había que ser «realista», afirmaban: abandonar toda quimera «socialista», establecer drásticas políticas de austeridad para pagar las deudas, dejar de acusar a las potencias occidentales para afrontar la responsabilidad de los africanos en sus propios males.
En Francia el final de la década de 1970 y el principio de la de 1980 marcaron este giro radical. De pronto una parte de la intelectualidad progresista se adhirió a las tesis más reaccionarias. «El único socialismo africano será totalitario», afirmaba con aplomo Jacques Julliard en las columnas del Nouvel Observateur en 1978. Este socialismo solo podía ser «tiránico y sanguinario», añadía el editorialista, antaño militante anticolonialista. Cinco años después Pascal Bruckner lanzaba un libro con gran éxito, Le Sanglot de l’homme blanc [El sollozo del hombre blanco], un virulento ataque contra aquellas personas que le habían hecho vibrar unos años antes, cuando todavía creía en los movimientos maoístas y trotskistas. El subtítulo de la obra era elocuente: «Tercer mundo, culpabilidad, odio a uno mismo».
En este panfleto el «nuevo filósofo» apelaba a Occidente a recuperar su orgullo e, invirtiendo las causalidades, llegaba incluso a pedir que «el antioccidentalismo y el racismo antiblanco» fueran considerados «crímenes contra la Humanidad». Esta prosa no dejaba de recordar la del cenáculo de extrema derecha, el Club de l’Horloge [Club del Reloj], que unos meses antes que Bruckner había publicado un libro titulado Le Socialisme contre le tiers-monde [El socialismo contra el tercer mundo], que el editor presentaba de la siguiente manera:
¿El Norte es culpable, el Sur es capaz? 1 El norte es culpable, dicen los socialistas del Este y del Oeste, y han convencido a la gran mayoría de la opinión pública, tanto en Occidente como en el tercer mundo. «El Sur ha sido y sigue siendo saqueado y a este saqueo es a lo que debemos nuestro nivel de vida. El origen del mal viene de la colonización y después del neocolonialismo.» Esa es, en esencia, la ideología tercermundista. Esta ideología es peligrosa. Permite a algunos gobiernos cargar a lo exterior de la responsabilidad de su propio fracaso.
Al culpar a las víctimas del sistema económico internacional en vez de a sus responsables y al eliminar las lógicas de sistema que permiten comprender los mecanismos de la dominación este pensamiento antitercermundista selló el matrimonio entre el dogma neoliberal y el pensamiento culturalista. No hay nada «en nosotros» que pueda explicar los desórdenes del mundo, aseguraban los ideólogos conservadores, porque la fuente de los problemas está «en ellos», en sus culturas, en sus costumbres, en sus tradiciones, en sus vicios íntimos.
Mientras se incriminaba la «cultura africana» se aplicaban programas de ajuste estructural a los países del Sur para obligarles a reembolsar unas deudas que el sistema económico internacional les había incitado a contraer en las décadas anteriores. La reducción del déficit presupuestario, la disminución de las barreras aduaneras, la desaparición del control de los precios, el fin de las subvenciones a los productos de primera necesidad y la privatización de las empresas nacionales desestabilizaron a los Estados y sumieron a poblaciones enteras en la miseria. Al añadirse a otros mecanismos de extracción de la renta, el pago de la deuda aceleró el saqueo de los países del tercer mundo. Como indican Éric Toussaint y Arnaud Zacharie, «desde 1982 las poblaciones de la periferia enviaron a los acreedores del centro (las elites y las mafias locales que de paso sacaron su comisión) el equivalente a varios planes Marshall».
Pero lejos de interesarse por las lógicas de sistema, los medios de comunicación de los países del Norte se concentraron en los aspectos morales y espectaculares de la pobreza. Así, la década de 1980 fue la edad de oro de lo «humanitario» que permitía, y sigue permitiendo, a los telespectadores de los países ricos verter una lágrima ante las imágenes de niños famélicos antes de consolarse ante las de los heroicos French doctors french doctors) que, como Bernard Kouchner, tras ejercer en Biafra a finales de la década de 1960 de la mano de la Cruz Roja Internacional decidieron crear Médecins sans frontières y la política del «intervencionismo humanitario».» data-hasqtip=»1″>2 …
Por consiguiente, las décadas de 1980 y 1990 fueron en Francia las décadas en las que los intelectuales mediáticos rechazaron en bloque la «tradición de pensamiento anticolonialista», como explica el historiador Achille Mbembe, en la que Frantz Fanon fue «prácticamente condenado al ostracismo», se «amputó a Aimé Césaire del Discours sur le colonialisme [Discurso sobre el colobnialismo] […], de La Tragédie du roi Christophe [La tragedia del rey Christophe] (1963) o de Une saison au Congo [Una estación en el Congo] (1966)» y fue reducido a «la imagen de un hombre que […] eligió convertir su isla en un departamento de Francia». Esta concepción selectiva del pasado reaparecer en 2007 en el discurso de Dakar de Nicolas Sarkozy en el que afirmará que el origen del «drama de África» está en su alergia congénita a la «modernidad». Lo cierto es que quienes desde hace treinta años no dejan de estigmatizar las desfasadas ideas tercermundistas sin duda no habían previsto que serían ellos y sus obsesiones individualistas e identitarias la que, a su vez, parecerían un día caducas.
Y es que los tiempos han cambiado desde la década de 1980. Gangrenado por su cáncer financiero, el capitalismo conoce hoy su crisis más grave desde la década de 1930. Los términos «trabajador», «explotación» e incluso «lucha de clases» reaparecen en el vocabulario de los movimientos sociales de la vieja Europa e incluso bajo la pluma de algunos periodistas, analistas o responsables políticos que durante décadas se habían afanado por enterrarlos. Cuando en el perímetro del Mediterráneo se habla de «revolución», emergen movimientos de revuelta por todo el mundo. En América Latina unos experimentos políticos inéditos tratan de conciliar socialismo y respeto de las culturas locales, soberanía nacional y proyecto regional, nacionalismo e internacionalismo. De la ciudad de Túnez a Atenas, de El Cairo a Nueva York, de Ankara a La Paz o a São Paulo se inventan nuevas alternativas, se crean nuevas solidaridades y se preparan nuevos combates. Capitalismo, revolución, solidaridad: de pronto vuelve a ser actual un vocabulario demasiado tiempo eclipsado.
Pensadores combatientes
En este contexto resulta interesante volver a estudiar esas figuras que animaron la revolución africana. En primer lugar, porque en toda África está a punto de estallar la revuelta: en el norte del continente, como se vio estallar desde 2011, pero también en el sur del Sáhara, aunque estas revueltas atraigan menos a las cámaras: en Senegal, en Togo, en Mozambique, en Sudáfrica… Después, y sobre todo, porque el periodo de la «descolonización» es rico en enseñanzas para aquellas personas que reclaman un futuro diferente del que prepararon los vetustos apóstoles del antitercermundismo.
Hay que señalar que es en Francia, esta Francia que muchos consideraban unos de los polos más activos del «tercermundismo», donde estos apóstoles conocieron sus victorias más notables. En otros lugares, y especialmente en el mundo anglosajón, los personajes que vamos a evocar nunca fueron olvidados totalmente. Desde hace un cuarto de siglo incluso han inspirado a nuevas generaciones de investigadores y estudiantes que al interesarse por las cuestiones «postcoloniales» (postcolonial studies) acudieron a los escritos de Aimé Césaire, Kwame Nkrumah, Frantz Fanon, Amílcar Cabral y otras personas para abrir nuevos campos de investigación intelectual.
En Francia, en cambio, existe un fuerte rechazo. Ha sido necesario esperar a que militantes y asociaciones surgidas de la migración descubrieran y reivindicaran a Frantz Fanon o a Malcolm X, a la explosión de los barrios populares en noviembre de 2005 y a las polémicas suscitadas por el nacimiento de los Indigènes de la République para que surja lentamente un brote de interés por algunos de estos pensadores militantes. Así, los investigadores Jim Cohen y Maria-Benedita Basto no datan hasta 2005 la visibilidad de los estudios postcoloniales en Francia.
Sin embargo, hay que constatar que este renovado interés por el dominio (post)colonial y en particular por su dimensión africana con frecuencia sigue reducido a un registro excesivamente teórico. El biógrafo británico de Frantz Fanon, David Macey, lamentaba así que los estudios postcoloniales anglosajones hayan construido «un Fanon situado fuera del tiempo y del espacio, que vive en una dimensión puramente textual»:
En muchos aspectos el Fanon «postcolonial» es una imagen invertida del Fanon «revolucionario» de la década de 1960. Las lecturas «tercermundistas» ignoraron ampliamente al Fanon dePiel negra, máscaras blancas; las lecturas postcoloniales se interesan casi exclusivamente por este texto y evitan cuidadosamente la cuestión de la violencia. El Fanon tercermundista era una criatura apocalíptica; el Fanon postcolonial se preocupa de política de identidad y con frecuencia de su identidad sexual, pero ya no está enfadado.
Con estas observaciones en mente hemos construido esta obra, que ambiciona elaborar un retrato colectivo de los pensadores y actores de la liberación africana del periodo de descolonización. Nos ha parecido necesario interesarnos en primer lugar por estos personajes cuyos nombres conocen muchas personas y a veces los celebran, pero cuya historia, pensamiento y acción se ignoran con demasiada frecuencia, incluso en el caso de los militantes, incluidos los africanos. A continuación nos ha parecido interesante elegir entre estas figuras a unos personajes históricos cuyo destino mezcla íntimamente pensamiento y acción. Ninguno de aquellos de los que van a tratar las páginas que siguen se contentó con pensar y escribir, como al abrigo del mundo. Todos ellos se comprometieron con la acción política, a menudo físicamente, y algunos dejaron la vida en ello. Todos fueron, en el sentido pleno del término, pensadores-combatientes.
Estas elecciones (porque se trata, en efecto, de elecciones, necesariamente delicadas y discutibles) tienen varias consecuencias. La primera es que ha sido necesario dejar de lado por razones de espacio y de coherencia a algunas figuras importantes de la historia de las ideas africanas de liberación como, por ejemplo, Nelson Mandela, Steve Biko, Julius Nyerere o Gamal Abdel Nasser. Por consiguiente, este retrato colectivo no pretende en absoluto ser un catálogo exhaustivo del inmenso esfuerzo que acompañó la lucha para acabar con el colonialismo y sus derivas. Su primera ambición es contribuir a redescubrir un pensamiento-acción cuyo conocimiento nos parece indispensable cuando emergen en el mundo, y en particular en África, nuevos rostros de la dominación y nuevos ciclos de lucha.
La segunda consecuencia de estas elecciones, en particular la de interesarse por personalidades «célebres» o, cuando menos, celebradas, es la ausencia de grandes figuras femeninas. Esta lamentable constatación, que habríamos podido evitar fijándonos algunas heroínas menos conocidas, no significa que haya que subestimar el papel determinante que desempeñaron las mujeres en la lucha anticolonial, sino que, como bien señalaron después varios investigadores, da testimonio de un hecho importante que no deja de ser paradójico: a lo largo de esta larga lucha por la emancipación de los pueblos se mantuvo de forma generalizada a las mujeres en papeles subalternos y con demasiada frecuencia sirvieron de contrapunto o de simples iconos en unos conflictos que al ser casi siempre armados valoraban claramente la «masculinidad». En otras palabras, no se trata de idealizar las luchas de este periodo sino de entenderlas como lo que fueron: unas etapas situadas históricamente y, por lo tanto limitadas, en una lucha por la igualdad que tuvo dificultades en comprender y articular las diferentes dimensiones de esta.
La elección de sacar a la luz unos pensamientos en acción y de no limitarse a la dimensión «puramente textual» de estos personajes remite precisamente a esta necesidad de situar históricamente el destino de estos pensadores-combatientes. Por consiguiente, se ha concedido un amplio espacio a los contextos en los que evolucionaron estos hombres. Tras haber inscrito las luchas de liberación en una historia amplia nos centraremos en tres periodos.
El primero (1945−1954) es aquel en el que las posibilidades que se le abren a los pueblos de África parecen las mayores. En el momento en que el colonialismo atraviesa una profunda crisis al salir de la Segunda Guerra Mundial es posible plantear nuevas alternativas en África y pensar la emancipación de manera radical, aunque en un marco no violento, basándose sobre todo en el derecho internacional.
El segundo periodo (1955−1962) es el del endurecimiento. El fracaso de la no violencia frente a unas potencias coloniales dispuestas a todo para conservar sus privilegios impone elaborar nuevas estrategias que permitan controlar la violencia colonial y desactivar las trampas puestas en el camino de la independencia real, empezando por el neocolonialismo y la balcanización del continente.
El último periodo, que iniciamos en 1962, cuando la mayoría de los países africanos han accedido a la independencia política, es el periodo en el que la corriente revolucionaria africana debe pensar simultáneamente en la resistencia frente a unas fuerzas que tratan de perpetuar la explotación económica del continente y que no hacen ascos a ningún crimen para eliminar a sus adversarios, y en el ejercicio del poder, en un periodo en el que son inmensas las aspiraciones populares, reprimidas durante tanto tiempo.
Estado, nación, clase, cultura
Hoy resulta difícil imaginar la complejidad a la que se enfrentaron los líderes y pensadores de la liberación de África. Una de las claves para comprender la dificultad de su tarea radica en el hecho de que los líderes africanos debían al mismo tiempo comprender y actuar, contestar e inventar, resistir y ofrecer alternativas, y ello en una situación cambiante en la que el orden internacional posterior a 1945 estaba en plena recomposición, en la que las relaciones de fuerza políticas evolucionaban constantemente y en la que las configuraciones sociales en el seno de las sociedades africanas mutaban rápidamente.
La cuestión fundamental de la «independencia» de las colonias ilustra bien el carácter particularmente incierto del periodo. La noción de «independencia», reclamada con ardor por los pueblos dominados bajo la mirada en un primer momento condescendiente de las dos nuevas «superpotencias» estadounidense y soviética, pero rechazada por las potencias coloniales europeas decididas a mantener su dominación, cambió progresivamente de sentido cuando la Guerra Fría llevó a Washington a acercarse a sus aliados europeos para luchar mejor contra el enemigo soviético.
En este nuevo contexto las potencias coloniales tomaron conciencia de que podían volver en su propio beneficio estas independencias tan temidas. Para ello les bastaba con vaciar la noción de «independencia» de su esencia confiando la gestión de los países recién «liberados» a pequeñas elites autóctonas a sus órdenes y utilizar el marco estatal nacional de los países independientes como armadura de una nueva forma de dominación. Así se inventó el «neocolonialismo», situación en la que la independencia nacional quedaba reducida al rango de ficción y en la que una pequeña clase dirigente empezó a trabajar de acuerdo con las potencias extranjeras dominantes en detrimento de los intereses populares.
Frente a esta configuración los actores de la liberación africana tenían que demostrar una gran agilidad intelectual para analizar con justicia la situaciones concretas a las que se enfrentaba cada uno de ellos al tiempo que permanecían inflexibles para evitar dejarse engañar o abatir por unos enemigos tan astutos como feroces.
Esta doble exigencia de agilidad e inflexibilidad explica por qué los personajes presentados en este libro no son «héroes puros». En diferentes grados todos cometieron errores o hicieron malos cálculos pecando a veces de ingenuidad por dogmatismo o por autoritarismo. Pero esta crítica, retrospectiva y a menudo abstracta siempre olvida plantear la siguiente pregunta: ¿quién lo habría hecho mejor en las circunstancias de la época? Marx lo destacaba ya en 1852: «Los hombres hacen su propia historia, pero no lo hacen por propia voluntad en unas circunstancias elegidas libremente».
Al contrario de este tipo de crítica, no hemos querido elegir entre la glorificación idealista, que niega las contradicciones e incoherencias, y la «crítica de salón», que juzga con tanta más altanería cuanto que lo hace a posteriori.
Tanto las circunstancias de la época como la doble exigencia de agilidad e inflexibilidad también explican por qué la tradición marxista desempeñó un papel fundamental en las ideas africanas de liberación. En efecto, la tradición marxista, una teoría práctica de la liberación, ofrecía a los intelectuales africanos unas herramientas conceptuales que les permitían pensar tanto en el marco colonial como en la situación neocolonial los mecanismos de la dominación capitalista y la reconfiguración de los antagonismos de clase. Así pues, el lector no se deberá sorprender de que las nociones de «imperialismo», «capitalismo» o «lucha de clases» aparezcan frecuentemente en los retratos que componen esta obra. Aunque estos conceptos hayan sido ampliamente erradicados en novalengua neoliberal hoy hegemónica y en cierta medida en la literatura académica postcolonial, ese es el vocabulario que utilizaba la mayoría de los personajes que abordamos aquí. Un vocabulario que para un autor que, como nosotros, se sitúa en la tradición marxista parece lejos de estar tan «anticuado» como se dice.
A pesar de que las ideas marxistas desempeñaron un papel fundamental en las ideas de la liberación africana, los pensadores-combatientes africanos adoptaron posturas diferentes respecto a los partidos o regímenes que afirmaban ser «socialistas» o «comunistas». Algunos se separaron rápidamente de este comunismo oficial. Otros, que buscaban apoyos concretos en su lucha contra el imperialismo, establecieron una firme alianza con los partidos comunistas europeos y las instancias comunistas internacionales. Pero a lo largo de las décadas de 1950 y 1960 el propio «comunismo» no dejó de fracturarse, con lo que surgieron divergencias cada vez mayores entre sus principales animadores, empezando por la URSSS, China y a partir de 1959, Cuba.
Además de su carácter a veces interesado (financiación, formación, entrega de armas, etc.), estas tomas de postura internacionales también reflejaban a unas divergencias teóricas e ideológicas más profundas. En efecto, los responsables progresistas africanos debían tener en cuenta los contextos culturales específicos en los que trataba de inscribir sus proyectos revolucionarios, contextos bastante alejados de aquellos en los que los proyectos socialistas y comunistas habían emergido y se habían consolidado inicialmente: la Europa industrial del siglo XIX y la Rusia de principios del siglo XX.
Por consiguiente, el marxismo de los pensadores y combatientes de la liberación de África adoptó coloraciones diferentes en función de los contextos, con lo que algunos líderes se mostraron particularmente dogmáticos, otros elaboraron proyectos que de «socialistas» solo tenían el nombre y otros (y estos son los que nos interesan prioritariamente) trataron de «hibridar» el marxismo movilizando otras tradiciones intelectuales, europeas o extraeuropeas, o tratando de aculturar el marxismo para convertirlo en un proyecto verdaderamente universal. En esta perspectiva es donde se puede plantear el interés que tenía el pensamiento revolucionario africano por la «cultura».
Desde Jomo Kenyatta, para quien la defensa de las tradiciones era un arma contra el colonizador, a Thomas Sankara, que se sublevaba contra el mimetismo cultural, pasando por Frantz Fanon, que insistía en la relación entre la entrada concreta en la acción y las transformaciones culturales, y Amílcar Cabral, que consideraba la revolución un hecho cultural pero también una acción de transformación cultural, la reflexión sobre la cultura está presente en todos estos esfuerzos teóricos africanos por pensar la liberación.
Este lugar particular de la cultura da testimonio de la magnitud y la especificidad de la dominación padecida por los pueblos africanos. Desde la esclavitud a la colonización no se ha tratado solo de explotación económica. Para que esta fuera posible a una escala tan grande fue necesario negar totalmente las identidades africanas: la historia, las creencias, las tradiciones, los saber-hacer del continente fueron atacados, infravalorados, burlados, instrumentalizados, borrados. Así pues, para los pensadores y actores de la liberación sobre lo que había que construir nuevas identidades nacionales y tejer nuevas relaciones sociales era sobre unas identidades heridas. También esto era una tarea extremadamente compleja teniendo en cuenta la diversidad cultural del continente, la instrumentalización de la que han sido objeto las identidades africanas por parte de las fuerzas (neo)coloniales y la tendencia, bastante lógica en los pueblos dominados, a «absolutizar» las tradiciones culturales para convertirlas en armas de resistencia.
¿Qué es «África»?
El éxito del marxismo en el África de las décadas de 1950-1960 y la voluntad por parte de los pensadores africanos de adaptarlo a las realidades del continente se explican por otra de sus características: ofrece un marco intelectual que permite pensar simultáneamente a escala local y mundial. Esta especificidad, destaca sagazmente el historiador Robert C. Young, lo hacía particularmente atractivo para unos intelectuales-combatientes que debían pensar a este lado y más allá del «Estado nación»:
Salvo algunas excepciones, el marxismo ha proporcionado históricamente a la resistencia anticolonial del siglo XX tanto su inspiración histórica como la base de su práctica política. La gran fuerza de su discurso político era ser un instrumento que permitía traducir la lucha anticolonial de un contexto específico a otro. Mucho más que el nacionalismo, por definición autocentrado y en diálogo exclusivo con su propia comunidad, el marxismo ofrecía una política y un lenguaje traducibles, un medium universal a través del cual militantes de todos los horizontes podían comunicarse entre sí al tiempo que debatían las especificidades de cada situación, con el anticolonialismo por terreno común.
Esta «traducibilidad» explica por qué el lenguaje marxista se impuso progresivamente en los foros internacionales, desde la conferencia de Bandung en 1955 hasta la conferencia Tricontinental en 1966, pasando por las conferencias de los Estados independientes y de los congresos panafricanos organizados a lo largo de los años por todo el continente. En efecto, a la necesidad de inscribir el proyecto revolucionario en las diferentes culturas africanas se añadía la urgencia de pensar el concepto de Estado nación fuera de las fronteras heredadas de la colonización y de coordinar las luchas en África en un marco supranacional e internacional. Esta triple exigencia explica la importancia de las ideas panafricanas, internacionalistas y tricontinentales en las ideas africanas de liberación.
Esta especificidad de la corriente revolucionaria africana nos ha convencido de no limitar la definición de «África» a su simple dimensión geográfica y menos aún a su acepción estrictamente subsahariana y de incluir, junto a Jomo Kenyatta, Ruben Um Nyobè, Kwame Nkrumah, Patrice Lumumba, Amílcar Cabral y Thomas Sankara unas figuras originarias no solo del Norte de África, como el marroquí Mehdi Ben Barka, sino también surgidas de la diáspora africana más antigua, en particular aquellas que, al ser descendientes de los esclavos negros deportados a través del Atlántico, han seguido pensando África desde las Américas y el Caribe, como Aimé Césaire o Malcolm X. En este orden de ideas Frantz Fanon aparece como una figura central de la «revolución africana» a la que, además, rinde homenaje el título de una de sus obras, publicada póstumamente. Caribeño, mestizo y descendiente de esclavos, eligió la Argelia en lucha por su independencia como país de adopción y como punto de anclaje de una revolución global.
Como se ha dicho, resulta difícil ser «revolucionario» solo; la revolución se piensa ante todo de manera colectiva. La misma observación se aplica a «África»: nadie puede pretender poseer un saber exhaustivo sobre África y, menos aún, encarnar él solo el continente. Por consiguiente, hay que tener en mente el carácter eminentemente colectivo del esfuerzo revolucionario africano. Los personajes que acabamos de citar se inspiraron unos en otros, algunos se conocieron físicamente y todos trataron de aprender de los fracasos y de los éxitos de sus predecesores. Jomo Kenyatta y Kwame Nkrumah se encontraron en los congresos panafricanos iniciados por los pensadores estadounidenses Aimé Césaire irrigó durante mucho tiempo el pensamiento de Frantz Fanon, el cual inspiró a Amílcar Cabral; el Ghana de Kwame Nkrumah se transformó en eje de la revolución africana tras la independencia del país en 1957; Patrice Lumumba se convirtió en un símbolo para la mayoría de quienes lucharon por la liberación de África tras 1961; Mehdi Ben Barka y Amílcar Cabral trabajaron juntos para establecer la Tricontinental… La lista de las interacciones entre estos personajes es larga. La historia de la revolución africana es la de un enriquecimiento mutuo.
En el momento en el que la mayoría de nuestros responsables políticos han renunciado a actuar y se contentan con acompañar a las potencias financieras en el establecimiento de políticas destructivas, este retrato colectivo quiere ser, más allá de las figuras que lo componen, un elogio de la política en su sentido verdadero y generoso, es decir, esa difícil mezcla de reflexión y acción que tiende en conjunto a la justicia y el bien común. «Afirmar que no se hace política es reconocer que no se tiene deseo de vivir», le gustaba recordar a Ruben Um Nyobè. Esta sed de política, que no es sino un deseo de vivir, puede que sea la primera lección que nos han legado estos pensadores-combatientes de la revolución africana, que también fueron actores de primera línea de una liberación universal.
(1) En francés hay una gran similitud fonética entre ambos términos, «coupable», culpable, y «capable», capaz.
(2) Se refiere a aquellos médicos franceses (french doctors) que, como Bernard Kouchner, tras ejercer en Biafra a finales de la década de 1960 de la mano de la Cruz Roja Internacional decidieron crear Médecins sans frontières y la política del «intervencionismo humanitario».
Figures de la révolution africaine, 320 páginas, 12,50 euros, publicado por Editions La Découverte. Reproducimos este extracto con la amable autorización del autor y los editores. Las referencias de los textos citados figuran en el libro.
Fuente: http://lmsi.net/Un-autre-avenir