Sierra Leona, el país más pobre del mundo durante catorce años seguidos, según Naciones Unidas, ha vivido once años de guerra civil (1991-2002) que se han caracterizado por el masivo desplazamiento de civiles, el continuo saqueo, la destrucción de casas e infraestructuras, el mal uso de los recursos económicos, las terribles atrocidades cometidas a los […]
Sierra Leona, el país más pobre del mundo durante catorce años seguidos, según Naciones Unidas, ha vivido once años de guerra civil (1991-2002) que se han caracterizado por el masivo desplazamiento de civiles, el continuo saqueo, la destrucción de casas e infraestructuras, el mal uso de los recursos económicos, las terribles atrocidades cometidas a los civiles (amputaciones, violaciones, asesinatos) y el continuo secuestro de niños y niñas para ser utilizados como soldados o esclavas sexuales.
Decir que los diamantes fueron la causa que desencadenó la guerra en Sierra Leona es una simplificación, pero es verdad que jugaron un papel clave financiando a rebeldes y tropas del gobierno. En este sentido, los diamantes sierraleoneses sacaron a la luz el tema de los «diamantes de sangre», desde que en 1992 las principales zonas diamantíferas del país cayeran en manos de los rebeldes del RUF. Aunque las raíces de la guerra en Sierra Leona hay que buscarlas en la pobreza, la corrupción y el mal gobierno, la comercialización de los diamantes y la lucha de las potencias europeas por controlar los recursos naturales de África también alimentaron fuertemente el conflicto.
Desde el inicio de la guerra, los misioneros javerianos se plantearon la denuncia de las atrocidades cometidas por los distintos grupos combatientes, y como acciones prácticas la ayuda a refugiados y desplazados internos y la rehabilitación de los niños y niñas secuestrados y forzados a ser soldados o esclavas sexuales. Los diversos intentos para trabajar con estos niños y niñas cuajaron en 1999 con la apertura de un programa que tuvo como centro un antiguo hotel junto a una playa no muy lejos de la capital, Freetown. El centro de St. Michael se abrió como una respuesta cristiana al ansia de justicia y paz que vivía el país en ese momento.
El drama de los niños y niñas soldado
Los niños secuestrados en Sierra Leona fueron utilizados como escudos humanos, esclavas sexuales y finalmente entrenados para ser soldados. Igualmente, fueron usados como espías, infiltrándoles en las ciudades y aldeas que se pretendía atacar para pasar información sobre el número de tropas enemigas, localización de las armas, elaborar listas de personas que se oponían a los rebeldes o descubrir donde estaban escondidas las reservas de comida.
Tras su secuestro, los menores eran forzados a transportar los frutos de los saqueos y la intendencia del grupo sobre sus cabezas y caminaban durante días en medio de la selva, casi sin comida, sirviendo a los que les habían secuestrado, durmiendo en el suelo. A los que no eran capaces de soportar ese ritmo o intentaban escapar, les esperaba la muerte. Para evitar fugas era normal que se les marcase en el pecho o en los brazos con cuchillas o cortes de cuchillo las siglas RUF, AFRC o SLA, según el grupo rebelde que les hubiera capturado, para así ser fácilmente reconocibles.
La vida era todavía más dura para las niñas. Su experiencia con los rebeldes solía empezar con la violación delante de todos. Niñas incluso de diez años eran forzadas a mantener relaciones sexuales diarias con cualquiera que se lo demandase. De este modo, una vez liberadas éstas presentaban traumas más profundos que los de los niños. Las más mayores solían quedarse embarazadas lo que provocaba que a menudo fueran repudiadas por sus maridos que no querían «más cargas». Este hecho explica que en los primeros tiempos del programa, entre los liberados por el grupo armado RUF, hubiera muchas niñas embarazadas.
Y a pesar de toda la violencia a la que estos niños y niñas han sido sometidos, la gran mayoría de ellos han sido capaces de regresar a sus familias o vivir por su cuenta y rehacer sus vidas.
Luces y sombras
Ha habido historias tristes como la de Abu Bakarr Kallay, conocido como «Killer», un chaval de 17 años, jefe de la guerrilla, que un día me entregó una bolsa de plástico en la que encontré la calavera de su primer muerto y que él había cargado durante años como su «yu-yu» o amuleto que le protegía de todo mal. Con ese gesto me decía que se ponía en mis manos para que le ayudase a cambiar y con mucho esfuerzo lo consiguió y salió de la violencia en la que vivía. Se casó con Fatmata, una chica que había tenido la misión de entrenar niños pequeños para la guerra. Se conocieron en el centro. Kallay aprendió a conducir y se hizo taxista en las calles de Freetown. Durante el primer año la vida les fue muy bien a los dos, parecía que habían olvidado la guerra y todo lo que ésta conlleva, hasta que Kallay tuvo un accidente con el coche y todo su mundo se desmoronó. No tuvo el valor de enfrentarse a los problemas que se le venían encima. Recurrió a las drogas y ahora pasea por las calles de Freetown sin conocer a nadie, sucio, lleno de heridas. Fatmata, al ver la situación decidió abandonarlo y siguió haciendo sus negocios (vendía en un mercado), ahora se ha casado de nuevo y tiene un hijo.
Isha Kondeh, es otra de las chicas que pasó por el centro. Fue secuestrada cuando era muy joven e inmediatamente asignada a un jefe rebelde como botín de guerra. Llegó a St. Michael cuando sólo tenía unos quince años, con un niño recién nacido que murió al poco tiempo. Isha aprendió peluquería, conoció a un chico de la aldea vecina y se casó con él. El matrimonio no salió bien. Isha se cansó de las palizas que le daba el marido y cuando no pudo aguantar mas le abandonó. La única salida que le quedaba fue la prostitución. La volví a encontrar en la playa de Freetown buscando «blancos» para pasar la noche. Isha lleva un par de años intentando dejar la prostitución y empezar una nueva vida, pero no es nada fácil. Un par de veces la hemos ayudado a empezar algún negocio y a seguir con la peluquería, por un tiempo todo va bien hasta que un día le apetece ir a pasear a la playa y vuelve a empezar, vende lo que tiene para comprar vestidos nuevos y así hasta que la convencemos que lo deje.
Todo lo contrario le ha sucedido a Sheik Sankoh, al que llamaban «Crazy», loco, porque no tenía miedo a nada. Fue uno de los primeros niños soldados que llegó al centro, un grupo de lo más salvaje y violento. A Sheik le costó mucho acostumbrarse al ritmo de St. Michael. Me lo encontré una noche caminando por el centro y cuando le pregunté porque no dormía me contestó que le daba miedo cerrar los ojos ya que le venía la imagen de cuando tuvo que matar a su padre. Sheik pasó por momentos de mucha rebeldía y violencia. Poco a poco se fue calmando y empezó a aprender mecánica de coche. Salió del centro a trabajar en un garaje, al inicio le costó acostumbrarse. Le expulsaron de dos de ellos, pero reaccionó y en el tercer garaje las cosas empezaron a cambiar. Ahora ha terminado su aprendizaje y está trabajando, nunca se separa de sus herramientas, su tesoro más preciado. Ha alquilado una habitación donde vive y se hace llamar «Cool boy», chico tranquilo, porque no quiere problemas con nadie.
Sheik es el ejemplo de muchos chicos y chicas que han «luchado» para dejar la violencia vivida, por supuesto sin olvidar, y empezar una nueva vida. Son más de tres mil niños y niñas los que han hecho un esfuerzo parecido al de Sheik y muchos otros que como Isha lo están intentando. Quizás el éxito del programa es que no se han marcado plazos a nadie, cada uno toma el tiempo que necesita para «normalizarse».
El incierto horizonte de Sierra Leona
Pero no son sólo los niños y niñas que fueron forzados a ser soldados o esclavas sexuales los que han hecho este esfuerzo, es la mayoría de la sociedad. Algo que todavía me sigue sorprendiendo es la capacidad de perdonar y acoger que han demostrado tantas familias sierraleonesas. Era difícil ir a una madre y sus hijos y decirles que su hijo/hermano, el mismo que había matado a su marido/padre, quería volver a vivir con ellos. Siempre la primera reacción era negativa, se veía al niño como un asesino. Y sin embargo, después de mucho hablar y tratar de convencerles que ese niño tenía que ser visto como una víctima igual que ellos, muchos empezaban a cambiar su punto de vista y al final la mayoría de los niños y niñas han regresado a sus familias.
En un país donde después de once años de guerra nada ha cambiado, donde los ricos son mucho más ricos que antes y los pobres igual de pobres porque ya no podían serlo más, donde las causas que llevaron a la guerra siguen latentes, donde la corrupción lo invade todo, son estos pequeños gestos -que pasan desapercibidos a los ojos de los jefes, líderes, políticos y expertos de la comunidad internacional- como el deseo de los niños y niñas de dejar la violencia y empezar una vida nueva, aprendiendo a vivir con sus pesadillas y recuerdos, así como la capacidad de perdonar y acoger de tantas y tantas familias destrozadas por la guerra, lo que nos hace posible ver una luz de esperanza en el horizonte de Sierra Leona.
Chema Caballero es misionero javeriano