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¿Por qué Afganistán sigue siendo el peor lugar del mundo para ser mujer?

Fuentes: Time

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Era una mañana soleada de principios de diciembre del año pasado cuando Jadija, de 23 años, se prendió fuego. Le dio un beso de despedida a su hijo Mohamed, de tres meses, y recitó una breve oración.
«Por favor, Dios mío, acaba con este sufrimiento», suplicó en el patio bañado por el sol de su casa en Herat, Afganistán, mientras vertía el queroseno de un cándil de cobre sobre su pequeño cuerpo. Después, encendió una cerilla. Lo último que escuchó fueron los gorjeos de los pájaros.
A la mañana siguiente, comprendió que su oración no había sido escuchada. Jadiya, que pidió a TIME que no se publicara su apellido ni el de su familia, se despertó en el hospital de Herat, en la única unidad de quemados existente en Afganistán, con el cuerpo cubierto de vendajes y quemaduras de tercer grado.
«No estoy viva, pero no estoy muerta», me dijo Jadiya más tarde esa semana llorando y cogiendo las manos de su hermana Aisha. «Intenté escapar y he fracasado». Como la mayoría de las mujeres afganas, Jadiya es víctima de abusos domésticos. Explicó que durante cuatro años su marido había estado golpeándola y diciéndole que era fea y tonta, «que no era nadie».
«Las mujeres no tenemos ninguna opción», decía Jadiya el pasado diciembre en el hospital, mientras las lágrimas le corrían por el rostro, un remiendo de cicatrices recién quemadas que la hacían apenas reconocible. «Si la hubiera, no me hubiera casado con él. Todas llevamos esposas en este país».
La decisión de Jadiya de prenderse fuego hizo que arrestaran a su esposo por cargos de violencia doméstica, una situación inusual en un país donde el abuso contra las mujeres rara vez se penaliza. Pero incluso mientras estaba cumpliendo su sentencia de prisión, Jadiya se sentía más atrapada aún que cuando intentó quitarse la vida. Los padres de su esposo, que cuidaban de su hijo, le dieron el siguiente ultimátum: si le contaba a la policía que había mentido, que en realidad su esposo no la había maltratado, y si regresaba a casa, podría ver a su hijo. Si se negaba, nunca volvería a verlo.
En un país atormentado por décadas de guerra y escasez de recursos, la historia de Jadiya muestra cómo las mujeres afganas luchan por vivir con dignidad. También pone de relieve que, ante el escaso apoyo gubernamental y la disminución de la ayuda internacional, las mujeres se están amparando mutuamente.

Fila de mujeres esperando para votar en las elecciones legislativas de la provincia de Herat, 20 de octubre de 2018
(Foto: Hoshang Hashimi – AFP/Getty Images)

No estaba previsto que así ocurriera en Afganistán, un país de 35 millones de personas donde Estados Unidos viene librando su guerra más larga. Una guerra que en su día se catalogó en parte como «una lucha por los derechos y la dignidad de las mujeres». Los talibanes gobernaron en Afganistán desde 1996 hasta 2001, un período en el que las mujeres fueron esencialmente invisibles en la vida pública y tenían prohibido ir a la escuela o a trabajar. En un discurso radiado de 2001 a la nación, la primera dama Laura Bush instó a los estadounidenses a «unirse a nuestra familia para trabajar y garantizar la dignidad y la oportunidad para todas las mujeres y niñas de Afganistán». En 2004, el presidente George W. Bush declaró la victoria sobre el país.

Pero diecisiete años y 2 billones de dólares después, el país sigue aún en crisis mientras los talibán mantienen su control sobre casi el 60% del país, el mayor territorio que han dominado desde 2001. En octubre, la ONU dijo que la cifra de muertes de civiles en Afganistán fue la más alta desde 2014: de enero a septiembre de 2018, murieron al menos 2.798 civiles y más de 5.000 resultaron heridos. La encuesta más reciente de Gallup sobre los afganos, realizada en julio, reveló niveles de optimismo sorprendentemente bajos: las calificaciones de los afganos de sus propias vidas son más bajas que en cualquier otro país en cualquier otro año anterior.

Como en todas las sociedades desgarradas por la guerra, las mujeres sufren de manera desproporcionada. Afganistán sigue siendo el peor lugar del mundo para ser mujer. A pesar de los esfuerzos del gobierno afgano y de los donantes internacionales desde 2001 para educar a las niñas, se estima que dos tercios de las niñas afganas no asisten a la escuela. El 87% de las mujeres afganas son analfabetas, mientras que entre el 70% y el 80% se enfrentan a un matrimonio forzado, muchas de ellas antes de la edad de 16 años. Un informe de un comité de vigilancia elaborado el pasado septiembre calificó el programa de promoción de la USAID, por valor de 280 millones de dólares que facturó la mayor inversión del gobierno de los EE. UU. para promover los derechos de las mujeres a nivel mundial, de fracaso y desperdicio del dinero de los contribuyentes.

Las estadísticas del gobierno de 2014 muestran que el 80% de todos los suicidios son cometidos por mujeres, lo que hace de Afganistán uno de los pocos lugares del mundo donde las tasas de suicidios son más altas entre las mujeres. Los psicólogos atribuyen esta anomalía a un ciclo interminable de violencia doméstica y pobreza. La encuesta Global Rights 2008 encontró que casi el 90% de las mujeres afganas han sufrido maltrato doméstico.

«Me duele decir esto, pero la situación solo va a peor», dijo Yamila Naseri, abogada de 31 años en Medica Afghanistan, una ONG establecida por Medica Mondiale, con sede en Alemania, que defiende a mujeres y niñas en la guerra y crisis en zonas de todo el mundo. Naseri supervisa el caso de Jadiya, así como los casos de docenas de otras mujeres que buscan refugio o divorciarse de maridos presuntamente maltratadores. Frente a lo que ella llama «una guerra contra las mujeres», está liderando una coalición informal pero decidida de mujeres psicólogas, médicas y activistas en Herat que se encargan de casos como el de Jadiya.

«Me reúno casi todos los días con Jadiya», dijo, mientras recibía la llamada de una activista. A principios de esa semana, un hombre afirmó que su esposa había muerto de una larga enfermedad, pero las activistas sospechan que la asesinó. «Hacemos cuanto podemos para ayudar a estas mujeres, pero a veces no podemos. Y eso es muy duro de aceptar».

Herat, una provincia en el oeste de Afganistán cerca de la frontera con Irán, tiene algunas de las tasas más altas de violencia contra las mujeres del país y algunas de las tasas más altas de suicidio entre las mujeres. La psicóloga Naema Nikaed, que trabajaba con Jadiya, dijo que cada semana se estaba encargando de tratar varios casos de intento de suicidio. Pero la mayoría no se denuncian por temor a empañar el honor de la familia.

El gobierno dice que está dando prioridad a las mujeres», me dijo una diplomática afgana, que habló conmigo a condición de mantener el anonimato durante la Cumbre de la OTAN en Bruselas en julio. «Pero en realidad no es así. Apoyar a las mujeres en Afganistán es algo para lo que pagan personas en todo el mundo, pero el dinero y la ayuda nunca les llega. La corrupción se lo traga todo, el monstruo de la guerra». Transparency International clasificó a Afganistán como el cuarto país más corrupto del mundo, sosteniendo que la corrupción impide que la ayuda humanitaria llegue hasta donde es más necesaria.

En la cumbre de la OTAN, le pregunté al presidente Ashraf Ghani por qué dos tercios de las niñas todavía no asisten a la escuela. En su respuesta culpó en gran medida a que las cifras de los esfuerzos de la ayuda occidental estaban mal concebidos y mal orientados al no conocer las realidades sobre el terreno.

«Yendo al grano, ¿cuántas escuelas de niñas en la pubertad cuentan con aseos? Eso es fundamental», dijo. «¿Cuántas escuelas de niñas están a tres kilómetros de distancia? El problema aquí es que los expertos internacionales eran androcéntricos. Hablaban mucho sobre género y sus folletos eran brillantes pero carecían de contenido».

Pero las activistas dicen que su administración no se ha responsabilizado de los claros descensos de los derechos de las mujeres. En 2015, Farjunda Malikzada, de 27 años de edad, fue golpeada hasta morir por una turba en Kabul después de haber sido acusada falsamente de quemar el Corán. El gobierno hizo bien poco para impartir justicia e ignoró las demandas de incrementar las actuaciones que sirvieran para combatir la violencia contra las mujeres.

Además, en febrero de 2018, Afganistán promulgó un nuevo código penal que la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA) señaló como un hito en la reforma de la justicia penal del país. Sin embargo, un capítulo del código se eliminó antes de que se aprobara: el capítulo que penaliza la violencia contra las mujeres. En junio, un informe de las Naciones Unidas criticó al sistema de justicia penal afgano por ignorar la violencia contra las mujeres.

«Se suponía que los derechos de las mujeres eran la historia de éxito de la invasión de 2001», dijo Naseri. «Pero el legado de la guerra sigue matando a nuestras mujeres».


Mujeres afganas portando máscaras con el rostro de Farjunda, de 27 años, que murió apaleada por una muchedumbre tras ser falsamente acusada de quemar un Corán, durante una protesta celebrada en Kabul el 6 de julio de 2015
(Foto Haroon Sabawoon-Anadolu Agency/Getty Images)

Naseri conoce este legado demasiado bien. Su propia madre se vio obligada a casarse con su padre cuando tenía solo 12 años y explica que luego estuvo maltratándola durante años. Para ir a la escuela, Naseri y su madre urdieron toda una serie de mentiras para que su padre la dejara salir de la casa. Le dijeron que iba a la mezquita o que estudiaba el Corán. La escuela no era lugar para las niñas, sostenía él. Finalmente, le convencieron para que la dejara ir a la universidad, convirtiéndose en la primera y única mujer en su familia con un título.

Frente a tanta opresión, Naseri se comprometió a hacerse abogada para ayudar a mujeres como su propia madre y hermana, a la que forzaron a casarse a la edad de 14 años.

«Las mujeres afganas debemos tomar las riendas de las cuestiones que nos afectan. No podemos esperar a que el gobierno y las organizaciones humanitarias internacionales nos salven o nos liberen», dijo en su oficina en Medica . Al otro lado del pasillo, una niña de 16 años llamada Sahar estaba sentada esperando para hablar con Naseri. Su madre la llevó a Medica después de que intentara saltar desde el balcón del sexto piso de su edificio. Iba a casarse con su primo en unos días y contó que su tío la había estado violando desde que tenía 10 años.

«Al hacer este trabajo solas, los riesgos son altos. En cualquier momento, podrían asesinarnos», dijo Naseri. No hay una semana, dijo, que no reciban amenazas de muerte. El año pasado, una multitud de hombres enojados llegaron al centro amenazando con quemarlo, afirmando que Naseri estaba promoviendo el divorcio y dañando el tejido de la sociedad afgana.

«Conozco bien lo que es ser una víctima», dijo Naseri. Cuando estaba en la universidad se enamoró de un compañero, con el que acabó casándose, siendo la primera mujer en su familia cuyo matrimonio no fue fruto de un arreglo.

En marzo, en el Día Internacional de la Mujer, dio a luz a un niño. «Me niego a criar a mi hijo en un mundo donde pueda pensar que las mujeres son ciudadanos de segunda clase».


Niñas afganas de un colegio de la provincia de Herat, 17 octubre 2017 (Foto: Hoshang Hashimi – AFP/Getty Images)

El pasado diciembre, los pasillos del Hospital Herat estaban llenos de pacientes sentadas en el piso en espera de que las atendieran. Todo allí es de color blanquecino: las sillas, las paredes, los suelos. Los gemidos de dolor se hacían eco a través de la unidad de quemados del hospital.

Hasina Ersad, de 29 años, la doctora de Jadiya, la estuvo visitando varias veces al día durante meses. «He visto mujeres como Jadiya toda mi vida», dijo Ersad. «Ella es la razón de que quisiera hacerme doctora».

Jadiya dijo que los abusos y malos tratos empezaron tan pronto se casó. Su padre, Mohamed, era pobre y la vendió. Su marido le prometió que podría ir al colegio y perseguir su objetivo de convertirse en esteticista, pero le bastó la primera semana de matrimonio para comprender que eso no iba a suceder nunca. Su suegra le dijo que su objetivo era criar hijos. Tras varios abortos involuntarios, finalmente dio a luz a su hijo Mohamed. Pensó que los abusos se acabarían tras nacer el niño pero todo fue a peor.

La hermana de Jadiya, Aisha, dice que los abusos domésticos son algo generalizado. «Mi marido me estuvo pegando durante años», dijo encogiéndose de hombros.

El marido de Aisha tiene 71 años, ella 26. Dice que a lo largo de los años pensó en divorciarse, pero que conoce bien la realidad: hubiera perdido la custodia de sus tres hijos y probablemente nunca se hubiera casado de nuevo. En caso de divorcio, las mujeres obtienen la custodia de los hijos hasta que estos cumplen siete años, después se los entregan a los padres.

«No fuimos unas niñas con suerte», dijo Aisha mientras Jadiya se esfuerza por asentir con la cabeza. «En realidad, ninguna niña es afortunada en Afganistán».

Naema Nikaed, la psicóloga de Jadiya y una de las pocas que en Afganistán tratan a las supervivientes de suicidio, dijo que ella y sus colegas estaban siendo testigos de un aumento de los suicidios de las mujeres en los últimos años.

«Si el gobierno no empieza a dar prioridad a la vida de las mujeres, en Afganistán vamos a vivir una guerra eterna», dijo. A primera hora de ese día, Nikaed había visitado a una paciente de 15 años que había ingerido una sobredosis de pastillas sin identificar.

«Luchar contra esta discriminación y salvar vidas es algo que sólo depende de nosotras, de las mujeres como Yamila, como yo misma y otras. Nadie puede salvarnos, solo nosotras.»


Nadia, de 22 años, una mujer afgana que está tratando de divorciarse de su marido, se sienta con su padre durante una entrevista con un periodista de AFP en la oficina de su abogado en Jalalabad el 16 de enero de 2017. Cuando el marido adicto a la heroína de Nadia comenzó a agredirla con una vara de metal, hizo algo impensable para muchas mujeres en Afganistán, lo dejó. El abuso doméstico es endémico en Afganistán, pero un número creciente de mujeres afganas están adoptando el divorcio como una nueva forma de empoderamiento.
Foto: Nurullah Shirzada – AFP/Getty Images

Cuando Jadiya tenía tres años, su madre murió por las complicaciones de un parto, quedando entonces su padre Mohamed encargado de criar a Jadiya y a sus cuatro hermanos. (Afganistán tiene una de las tasas de mortalidad materna más elevadas del mundo.)

«Siempre quise ofrecerles a mis hijas una vida mejor, pero ¿cómo hacerlo?», pregunta Mohamed mientras intenta, en la esquina de una calle bulliciosa, conseguir un trabajo para el día. Es una fría mañana de diciembre y él y otros hombres se calientan las manos sobre un fuego improvisado. Sólo tiene 50 años, pero su rostro aparece prematuramente envejecido por los años de depresión y miseria.

El padre y la madre de Mohamed murieron cuando tenía un año y contó que tuvo que criarse con un tío abusador que le robó su tierra. «La guerra ha afectado a todo el país», dijo. «Es lo único que hemos conocido y nos ha dejado destrozados y ciegos».

Cuando Jadiya tenía 15 años, empezó a buscar dotes. La oferta más alta provino de una familia de clase trabajadora de Herat que tenía una reputación «bastante buena». Mohamed recibió 3.400 dólares por Jadiya.

Mohamed dijo comprender que su hija se sienta infeliz, pero que no tiene otra opción. Aunque su marido sea un maltratador, se expresa con decisión acerca de lo que su hija debería hacer: permanecer con él. «No puedo cuidar de ella. Ojalá pudiera, pero está mejor con ellos», dijo. «Confíe en mí, está mejor con ellos».

Para llegar hasta la casa de Jadiya y sus suegros, hay que atravesar un laberinto de calles llenas de basura y pequeñas tiendas que solo venden refrescos y patatas fritas. En la esquina, hay una escuelita preescolar llena de niños pequeños con camisas azules al lado de una tienda de belleza donde a veces Jadiya trabajaba, su único alivio de la vida familiar. En la pequeña sala de estar de la familia, los suegros de Jadiya me dijeron que su hijo «nunca tocó» a Jadiya y que, por culpa de ella, habían perdido su reputación. Cuando su hijo les llamó desde la prisión, donde se le permitía hacer una llamada diaria, les dijo que era inocente.

La mejor amiga de Naseri, Hassina Nikzad, directora de la Red de Mujeres de Afganistán, visitó a Jadiya semanalmente y le recordó que podía solicitar el divorcio. «Pero, ¿adónde iré? Mamá está muerta y papá es muy mayor», le dijo llorando a su hermana Aisha. Nikzad sugirió que podía trasladarse a un refugio y aprender un oficio, por ejemplo, modista. Jadiya meneó la cabeza y miró hacia abajo.

En diciembre pasado, Nikzad me dijo que no estaba segura de que Jadiya fuera a divorciarse. «A menudo es más fácil seguir en la situación dolorosa. Comenzar una nueva vida en Afganistán parece imposible», dijo. «No se nos da ninguna oportunidad, y mucho menos una segunda oportunidad».


Mujeres afganas trabajando en la tierra en un parque en la ciudad de Herat el 2 de junio de 2018. Según el Banco Mundial, el 19% de las mujeres afganas tenían empleos oficiales en 2017.
(Foto: Hoshang Hashimi – AFP/Getty Images)

El pasado mes de julio, cuando Jadiya dejó el hospital, le dijo a Naseri que ya había tomado una decisión. Aunque Naseri sugirió que se trasladara a un refugio, Jadiya decidió regresar con los padres de su esposo. El dolor de no ver a su hijo era demasiado difícil de soportar, y criar a un niño en un refugio le parecía demasiado abrumador.

Pero después de un mes viviendo con sus suegros, Jadiya, llorando, llamó a Naseri en medio de la noche. Sus suegros se habían negado a dejarla tocar a su hijo. Y su marido seguía asegurando que planeaba «castigarla» en cuanto saliera de la cárcel.

Como no había un espacio adecuado en el refugio de Herat, Jadiya decidió quedarse en el apartamento de una única habitación de su padre. Pero su madrastra dejó claro que Jadiya no era bienvenida allí.

«No me arrepiento de lo que hice, pero sigo aún encadenada», me dijo Jadiya en noviembre por Skype. Llevaba varios meses sin poder ver a su hijo. «Un día intentaré explicarle a mi hijo por qué hice esto. Espero que lo entienda». Naseri la abrazó mientras sollozaba.

A finales de noviembre, el esposo de Jadiya salió de la cárcel. Poco después, Naseri intentó ponerse en contacto con ella, pero no pudo conseguirlo. Su teléfono está apagado desde entonces. Naseri sospecha que Jadiya huyó hacia Irán a través de la frontera. Es poco probable que vuelva a ver a su hijo, al menos durante bastante tiempo.

Para Naseri, Jadiya es una de tantas víctimas invisibles en la guerra del país contra las mujeres. «Yo podría haber sido Jadiya», dijo Naseri. «¿Qué es lo que nos separa? Nada».

(La información sobre esta historia ha sido posible gracias a una beca la International Women’s Media Foundation y al apoyo de The GroundTruth Project.)

Lauren Bohn es corresponsal de GroundTruth Project en Oriente Medio. Es cofundadora de Foreign Policy Interrupted y editora-colaboradora de The Cairo Review of Global Affairs.

Fuente: http://time.com/5472411/afghanistan-women-justice-war/

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.