En 2001, Oriana Fallaci escribió su célebre artículo «La Rabbia e l’Orgoglio» donde no sólo hacía un ataque indiscriminado a los inmigrantes del tercer mundo en Europa y Estados Unidos, sino a todas las culturas que no eran la «cultura occidental». En 2002 publiqué en algunos diarios una larga respuesta sobre al menos una veintena […]
En 2001, Oriana Fallaci escribió su célebre artículo «La Rabbia e l’Orgoglio» donde no sólo hacía un ataque indiscriminado a los inmigrantes del tercer mundo en Europa y Estados Unidos, sino a todas las culturas que no eran la «cultura occidental». En 2002 publiqué en algunos diarios una larga respuesta sobre al menos una veintena de puntos, los cuales consideré errores de la autora. El ensayo se llamó «El lento suicidio de Occidente» (http://mrzine.monthlyreview.org/majfud141106.html) y, lejos de atacar a Occidente y elogiar a Oriente, la idea central radicaba en prevenir a Occidente de uno de sus mayores enemigos: Occidente mismo.
Gracias a este ensayo he recibido ataques anónimos que van desde recuerdos sobre mis antepasados -factor que explicaría mis razonamientos- hasta advertencias de los dueños del mundo sobre los peligros de discurrir por carriles no oficiales. Hace pocos días un amigo me envió por correo la crítica de un lector y me pidió que respondiera a sus observaciones. En síntesis, el lector, asumiéndose como estadounidense, se preguntaba si realmente yo me sentía tan incómodo con nuestra cultura y nuestros valores («our culture and values»), por qué no me iba a vivir a esos países que tanto admiraba. Al final agregaba: «no importa si Majfud está en lo cierto sobre Occidente. Se trata de coherencia. Lo menos que se le puede pedir a un intelectual es coherencia».
La verdad es que admiro la filosofía griega de los siglos V y IV, la poesía de Omar Kayyam, la física de Albert Einstein, pero creo innecesario y quizás imposible irme a vivir a la Grecia de Pericles, a la antigua Persia o la Alemania nazi de los años veinte. De hecho, la mayor parte de los intelectuales alemanes que se exiliaron en Estados Unidos durante el nazismo no pasaron a ser, por esa razón, acríticos complacientes del nuevo orden -sin duda preferible al que abandonaban-, sino que continuaron coherentes con su pensamiento anterior: el poder no necesita defensores; suficientes aduladores tiene.
Es parte de un pensamiento fascista confundir a todo un país con la ideología de quienes dominan sus esferas de poder: si alguien critica la ideología dominante X -muchas veces articulada por intelectuales funcionales al poder militar y económico del momento-, estaría atacando a todo el país donde domina X, ergo alguien debe irse a vivir a otra parte y dejar a X expandirse libremente hasta el último rincón de la conciencia humana.
Está claro que este lector no terminó de leer el ensayo, urgido por una reacción epidérmica, propia de las primeras etapas de la nueva cultura digital. Si mencioné que los holocaustos, las inquisiciones y la vasta practica de la tortura también eran productos bien occidentales, no fue para demostrar la inferioridad de Occidente sino, por el contrario, para ejercitar una costumbre también occidental según la cual ha sido la crítica y no la adulación la que ha prevenido algunas veces contra nuestros propios defectos. Entre éstos, contemos la soberbia y la pureza de la ignorancia, según la cual todo fue inventado por Europa o por Estados Unidos hace cien años, desde el alfabeto fenicio, los números arábigos, la teología africana y hebrea, los fundamentos de las ciencias y el vasto legado de las artes y el pensamiento.
A lo largo de la historia ha existido este tipo de pensamiento, pero en determinados periodos ha dominado la mayoría de una sociedad y en ocasiones ha regido las leyes de un gobierno y de un Estado. En el siglo XX se llamó fascismo pero hay ejemplos anteriores, como el de la España del siglo XV y XVI. A pesar de que la península ibérica tenía una de las culturas más antiguas y más ricas en diversidad cultural, racial, religiosa y lingüística, hubo un movimiento político que definió cuál era «nuestra cultura» y decidió que ser español era ser católico, hablar castellano, tener la piel blanca y la sangre libre de la contaminación de moros y judíos. Este gran país se desangró por siglos tratando de superar la cultura del garrote ideológico y policial hasta que en el siglo XX el generalísimo Francisco Franco rescató el mito fascista: hay una sola forma de ser español, de ser hombre, de hablar, de pensar y de publicar, de merecer la vida o de merecer pisar la tierra limitada por unos límites políticos, generalmente arbitrarios.
Este ejemplo de uno de los países que más quiero sobre el planeta después de mi propio país es apenas un ejemplo clásico. No tendría espacio para recordar que esta misma idea fascista de unidad y pureza por exclusión hizo estragos en todas las dictaduras de América Latina como en África, en Oriente y en cualquier rincón del planeta por donde miremos. Incluido, está de más decir, mi país de origen, al que quiero sin razones y sin justificar mis emociones diciendo que es el mejor país del mundo ni que allí está la gente más buena y más bonita, lo cual además de arbitrario demuestra un nacionalismo con retardo agudo, cuando el país no es una potencia mundial, y un nacionalismo peligroso, cuando lo es.
Afortunadamente en Estados Unidos viven millones de personas que no piensan como mi inquisidor. Millones de personas no creen que este país heterogéneo, compuesto de muchos estados y de muchos otros grupos disidentes del poder político, se defina por una única cultura y unos valores únicos, imprecisamente definidos pero claramente declarados por algunos grupos fascistas que ni siquiera conocen la historia del país donde nacieron pero se arrogan el derecho de excluir de la moral a todos aquellos que no caen dentro de su estrecho círculo mental. En esto son tan coherentes como puede serlo una mula que, al poseer una sola idea para todo, no puede nunca entrar en contradicciones. También los señores que azotaban a los negros esclavos en el siglo XIX -o los apaleaban y arrastraban con sus camionetas en el siglo XX- y los esclavos compartían los mismos valores y la misma cultura. Otros hombres y mujeres, libres y esclavos, despreciaron estos valores y esta cultura dominante y no fueron precisamente los peores norteamericanos.
Debería comenzar respondiendo que vivo en Estados Unidos porque no vivo solo, porque no soy yo el dictador que decide donde debe vivir mi familia, según sus deseos y necesidades. Vivo en Estados Unidos porque es aquí donde tengo mi trabajo. Estas deberían ser dos razones suficientes, pero nunca debemos subestimar la simplicidad del fascismo.
Cuando vivía en mi país (mi país de origen, no de mi propiedad) y publicaba duras críticas contra su gobierno y contra algunas de nuestras costumbres, no faltó el fascista que me acusara de antipatriota, lo que también sugería que para ser patriota es necesario un alto grado de acrítica (hipo-critica). Cuando la crisis económica azotó a la clase media y baja en mi país, me vi en la definitiva necesidad de emigrar, aceptando una invitación de un profesor norteamericano para continuar mi carrera aquí. Los ricos y acomodados en el poder de turno no emigran. Mueven sus capitales o salen de vacaciones y luego se inflaman el pecho con su patriotismo. «El señor X sirvió toda la vida a su patria», repiten luego, para disimular el hecho de que su patria le sirvió toda la vida.
Es decir, vivo en Estados Unidos porque ejerzo el derecho a trabajar donde considero que hay una mejor oportunidad de trabajo, como cualquier otra persona, y eso no significa que deba hacer un ojo ciego a todos los defectos y barbaridades que veo en el país donde vivo. También muchos norteamericanos viven y trabajan en Irak y en muchos otros países, al tiempo que critican o desprecian esas mismas culturas. Y no por eso se van de allí. También muchos norteamericanos tienen grandes negocios en casi todos los países del mundo, trabajan y viven en ellos y no es amor por los valores y la cultura de esos países lo que los mantiene donde están.
No es mi caso. Yo no desprecio el país de mi hijo. Vivo en Estados Unidos porque todavía creo que este país no está compuesto de trescientos millones de McCarthys sino también de unos cuantos Carl Sagan, Norman Mailer, Ernest Hemingway, Toni Morrison, Charles Bukowski, Paul Auster, Truman Capote, Noam Chomsky y outsiders como Edward Said, Albert Einstein y muchos más que en su momento fueron acusados de ser peligrosos, sólo porque se atrevieron a ejercer la crítica radical -radical, como toda critica que va a las raíces de un problema- porque aun creían en la humanidad.
Vivo en Estados Unidos porque también admiro algo de este país -me dan risa los que afirman alegremente que aquí no hay cultura-, no por la basura que es consumida como deliciosos manjares, sino por sus exquisitas mentes que son despreciadas como basura. Es decir que también vivo en Estados Unidos porque, para un escritor acostumbrado a la lucha dialéctica, nada mejor que vivir, como decía José Martí con alguna imprecisión, «en las entrañas del monstruo».
Vivo en Estados Unidos porque no creo que un país o una cultura tengan dueños ideológicos ni dueños legales. Vivo en Estados Unidos como podría vivir en cualquier otro lugar del mundo, porque me puede mover la necesidad laboral y profesional, pero no me amedrentan aquellos que no sólo se creen dueños del Planeta, sino que además pretenden expandir sus dominios exigiendo que los críticos terminen por ceder, amablemente y de forma voluntaria, los últimos espacios que todavía quedan para la disidencia o, simplemente, para el análisis crítico.