Fotos de Ainara Makalilo
Qasserine
Ghazala, una mujer valiente, fundadora del Comité de Parados Diplomados de Gafsa que tan activamente participó en las protestas de 2008, nos ha proporcionado un contacto en Qasserine. Lo encontramos a mitad de camino, en Mejel Bel Abbes. Se llama Boubaker, 33 años, máster en ingeniería, miembro también del Comité de Parados Diplomados, que sobrevive haciendo algunos pequeños trabajos como electricista. Es alto, un poco atildado, vestido con la digna pulcritud severa del que trata de conservar una modesta soberanía corporal en medio de las dificultades. Como tantos jóvenes cultos en circunstancias parecidas, en un medio imperativamente soltero, ha acabado por desarrollar sin quererlo un cierto aire de predicador o de fraile: hay algo -cómo decirlo- excesivamente limpio en su indumentaria y sus maneras. Habla poco francés, pero tiene un conocimiento casi erudito de la historia de la zona, cuya riqueza natural, bien conocida por romanos, vándalos y bereberes, ha sido malversada y desperdiciada por el Túnez postcolonial.
Antes de seguir hacia Qasserine, Boubaker nos pide que nos desviemos de la carretera y le acompañemos a un pueblecito cercano. Al principio no entendemos su propósito; pensamos que tiene que recoger algo o visitar a un amigo. Nos cuenta un historia a la que no prestamos demasiada atención, inquietos por ese retraso en nuestro programa. Hay cerca de allí, nos dice, un lugar llamado Nadhour, una comunidad rural de unas mil personas que en 2005 despertó el interés de una ONG italiana. Se hizo un proyecto de desarrollo integral con financiación de la Unión Europea, como experiencia piloto para una estrategia más ambiciosa y a más largo plazo. Nunca llegó a ponerse la primera piedra. Hostigados e impotentes, los responsables de la ONG abandonaron el terreno mientras el dinero iba a parar a las manos, de una manera o de otra, de la familia Trabelsi.
Habíamos escuchado mil historias como ésta y no teníamos ni tiempo ni medios para investigar el asunto. Pero nos equivocábamos. Boubaker no pretendía llamar la atención sobre el enésimo caso de corrupción sino sobre las condiciones de vida de la zona. Nadhour tiene una escuela barrida por un viento helado y decenas de casas desperdigadas alrededor. Todas son pobres, precarias, desnudas frente a la lluvia y el frío. Escogemos una al azar. Allí vive Taher con su mujer enferma y su hijo inválido. Taher tiene 93 años y 11 cabras que no puede vender porque son la garantía de un pequeño crédito que no puede pagar. La mujer, con la mejilla hinchada y escamosa, nos enseña sus posesiones: dos habitaciones, tres colchones, unos sacos de harina. No tiene, por supuesto, ni cocina ni baño; ni la posibilidad de acceder a los tratamientos médicos que su edad y condición requieren.
Una vez más sentimos la responsabilidad dolorosa de nuestra intromisión. Somos forasteros, tenemos una cámara, despertamos esperanzas.
– Fakrouni, fakrouni, ¡recordadnos, recordadnos! -nos grita el impresionante anciano cuando le damos la espalda tras despedirnos.
Mientras retomamos el camino, Boubaker nos dice que es precisamente en esta zona donde surgió la llamada a derrocar al gobierno. A medida que subimos hacia Qasserine va enumerando, casi funerariamente, los rastros de saqueo y abandono de la región.
Las fábricas de cemento blanco de Feriana, las terceras más importantes del mundo, acabaron en manos de los Trabelsi.
La celulosa y la fruta de Qasserine, también estaban en manos de los Trabelsi.
A nuestra izquierda corre una vía de tren que hicieron los franceses durante la colonia y que nunca se ha usado desde entonces.
La carretera también la hicieron los franceses y sólo se ha reparado una vez.
Las ruinas romanas de Thelebte han sido devastadas; la familia del dictador se llevó columnas y estatuas para adornar sus casas en Carthago y Gammarth y vendió buena parte del patrimonio arqueológico nacional a coleccionistas extranjeros.
Boubaker, por lo demás, nos habla de la violencia de las milicias en Qasserine en los últimos días, con la complicidad de la policía.
– Quieren crear el caos, y el gobierno aprovecha esa carta. Incluso si hay un poco más de democracia, pocas cosas van a cambiar realmente. EEUU y Europa no quieren otro modelo posible para Túnez y el mundo árabe.
La ciudad de Qasserine, al pie de Djebel Chambi, la montaña más alta de Túnez, tiene en torno a 75.000 habitantes y se ha convertido en la «ciudad de los mártires»: entre 50 y 70 personas -según las fuentes- fueron asesinadas allí en la semana del 8 al 14 de enero. Entramos dejando a nuestra derecha el Instituto Superior de Tecnología, asaltado el miércoles por las milicias, y a nuestra izquierda la Oficina de Empleo, quemada por los manifestantes durante las protestas. Nos dirigimos a Hai Zuhur, el barrio popular de Qasserine donde se concentró el mayor número de víctimas.
La rotonda que da entrada al barrio se ha convertido ahora en la Plaza de los Mártires. Cuando llegamos han levantado ya un monolito en el centro en el que se yergue un mástil con una corona de flores marchitas y una bandera tunecina. Un cartel improvisado a mano dice: «No venderemos a los mártires por 120 dinares» (la cantidad prometida como subsidio de paro). Lo firma en tono desafiante la Policía de Defensa de la Revolución.
En esa plaza, el 9 de enero de 2011, durante el sepelio de Mohamed Amin, primer mártir de Qasserine, fueron asesinadas 14 personas. Los francotiradores disparaban apostados en las terrazas y la policía lanzaba al mismo tiempo bombas lacrimógenas sobre el cortejo. En el hammam situado en uno de los extremos de la plaza había 45 mujeres y niños cuando algunos agentes abrieron la puerta -profanación inaudita- y lanzaron dentro una carga de gas. Allí murió asfixiada Yakine Guernazi, un bebé de seis meses.
Como en Moulares, nuestra presencia en la plaza genera inmediatamente un movimiento de solidificación en torno a la cámara. A lo largo de los próximos minutos decenas de hombres y mujeres irán sumándose al grupo; algunos llegarán en motocicletas, avisados quizás por teléfonos móviles, y todos se apiñarán tratando de hacer llegar su queja o su arenga a un mundo que los ignora. Aquí encontramos un poco más de disciplina que en Moulares, pero la misma ansiedad, la misma angustia, la misma sensación de abandono total.
Un joven proclama las dos reivindicaciones del pueblo de Qasserine: «Distribución de la riqueza y juicio a los culpables».
Otro advierte al nuevo gobierno de transición: «Sólo debe temer dos cosas: a Dios y al pueblo de Qasserine».
Otro hace un gran discurso pidiendo un hospital público y recordando a quien quiera escucharlo que el pueblo culto y pacífico de Qasserine ha hecho una revolución y volverá a hacerla si no se atienden sus demandas.
Otro aún relata como cierta la leyenda urbana -mito vampírico común a todos los pueblos saqueados- de la sangre donada para los heridos y vendida por la corrupta administración del hospital.
Otro se entrega a la utopía de «una asamblea de individualismo total», al margen de partidos y organizaciones, en la que todos puedan satisfacer sus deseos personales.
Otro pide un gobierno popular sin representantes políticos ni instituciones.
Tres mujeres -velo blanco, azul y marrón- gritan karama, karama, karama (dignidad, dignidad, dignidad) y una de ellas, la dueña del hammam donde murió Yakine, se convierte en pasionaria justiciera con un discurso al que la gente responde con aplausos: «Vivimos en la miseria, en la pobreza más absoluta y han mandado a francotiradores israelíes para matarnos. Estamos en Palestina. Zaura zaura zaura hata el-mut, revolución, revolución, revolución hasta la muerte».
La reivindicación de dignidad, eje de todas las consignas y discursos, solapa dos cuestiones inseparables y que se despliegan una y otra vez delante de la cámara de Boomj: el desprecio y la corrupción. El desprecio secular adopta ahora también la forma de un agravio revolucionario, asociado a un inquietante regionalismo. El abandono les parece particularmente ofensivo en estos momentos porque son ellos, y no los de Sidi Bouzid, el verdadero centro de las revueltas, el puente de sangre que ha llevado la intifada hasta Túnez capital. Hemos oído lo mismo en Redeyef y Gafsa; y lo mismo repiten en Tela y Regueb. Cada uno de estos pueblos se proclama el más revolucionario, el más valiente, el más combativo frente a los demás -mientras la atención se centra en la ciudad de Mohamed Bouazizi- y sin duda este localismo pugnaz, alimentado o al menos celebrado por el gobierno, no beneficia a los objetivos comunes de la revolución.
– No es la revolución de Bouazizi -resume un abogado en paro. -Sí, él fue la chispa y respetamos y honramos su memoria. Pero somos nosotros, los de Qasserine, los que hemos hecho la revolución. No una revolución de jazmines, como pretenden los medios occidentales, sino de sangre vertida y dignidad ofendida. Pedimos libertad para todos, disolución del RCD, la dimisión de los jueces; y pedimos hospitales, universidades, una televisión local. No tenemos nada. Todo se quedaba en Gafsa, en Kairouan, en el Kef. No podemos permitir que la revolución beneficie a los que no la han hecho o a los que la han hecho menos que nosotros.
Pero la dignidad ilumina también la fosa séptica de corrupción que ha dominado la vida en esta zona. Al contrario de lo que ocurre en Egipto, donde la mayor parte de la población vive extramuros de las instituciones, que no se interesan por ella, la «modernidad» comparativa de Túnez, junto con su tamaño reducido, ha uncido cada existencia individual, en cada uno de sus gestos, a ese Estado-mafia omnipresente que chupaba toda la riqueza, los grandes cofres y los pequeños bolsillos, las empresas y los cajones, y del que no se podía escapar a ningún margen -ni siquiera al de la pobreza absoluta-. Las familias gobernantes y sus funcionarios parasitaban a todos y cada uno de los tunecinos, cuya supervivencia paradójica dependía de la bestia que los desangraba. La historia que luego nos contará también la hermana de Mohamed Amín, el primer mártir de Qasserine, la repiten una y otra vez en la plaza y resume perfectamente un sistema de opresión material y moral del que la represión a tiempo completo era más un efecto que una causa.
– Nosotros, los pobres, los desempleados, teníamos que pagar 50 dinares para que el funcionario aceptase inscribirnos en las listas del paro. Luego, si nos daban un trabajo en los hadaier (obras públicas, limpieza, etc.), nos pagaban 100 dinares al mes, de los cuales debíamos entregar 20 a la administración corrupta. Si un mes nos negábamos a hacerlo, nos despedían. ¡Y con los 80 dinares restantes aún teníamos que pagar el 2626*!
La pobreza material es menos importante que esta vergüenza profunda y dolorida. Se sienten humillados y ofendidos; les han despreciado, sí, pero también mancillado, corrompido, degradado. El parásito les ha ensuciado con su contacto. Y buena parte de su rencor, y de esta reivindicación airada de dignidad, tiene que ver con un sentimiento de culpabilidad y suciedad. Es lo que no pueden perdonar a Ben Alí, a los Trabelsi, a los ministros y funcionarios del RCD cuya dimisión exigen. Depurar completamente el aparato del Estado es la única manera de purificar su alma tocada, violada, contaminada por el verdugo.
Cuando conseguimos regresar al coche, nos encontramos un niño dentro. Se llama Wad Omri, tiene diez años y quiere llevarnos a su casa. Hay algo conmovedor en él. Habla y habla y habla con ademanes adultos, reproduciendo fielmente, como si se lo hubiera aprendido de memoria, el discurso de los mayores: la corrupción de los Trabelsi, la estrategia del gobierno, la necesidad de establecer una verdadera democracia en Túnez. Parece un monito parlamentario, un loro militante. Pero de pronto la voz se le quiebra y se echa a llorar. Luego se calma y vuelve a empezar. Nos arenga con madurez impostada, eleva la voz, mueve las manos, para disolverse después, en un sollozo, en el niño que realmente es:
– No tenemos nada. Nada de nada. Vayamos donde vayamos siempre nos dicen: no.
La madre de Wad se llama Nabiha. Hasta hace muy poco ella y sus cinco hijos vivía en la calle. Ahora los vecinos le han construido un diminuto cubo de ladrillo y cemento en un terreno de paso, entre la inútil estación de tren de Qasserine y un enorme almacén de material de construcción. La habitación no tendrá más de 15 m2 y no contiene más que unos colchones y algunas mantas. Sin marido, sólo uno de sus hijos, Ayub, de apenas trece años, lleva algún dinero a casa.
El terreno pertenece a Rafiq Rahmuni, un hombre de cuarenta años que se acerca a nosotros para enseñarnos el documento de propiedad. El Estado mafioso le expropió el terreno y están tratando de reocupar una parte edificando esos pequeños cubículos apoyados en la tapia del almacén para alojar a los más pobres de Qasserine. Vemos, en efecto, a dos hombres, un poco más allá, trazando con una primera fila de ladrillos el recinto de una nueva casita. Piden, por favor, que no se las tiren abajo y que hagamos saber a los medios tunecinos -que se han olvidado de ellos- las condiciones en las que siguen viviendo tras el derrocamiento del dictador.
– No somos terroristas -proclama Nabiha-. Nos dicen que han formado una comisión, pero nadie ha venido a vernos. ¿No hemos hecho nosotros la revolución? Que vengan a ver cómo vivimos, que nos pregunten, que se ocupen un poco de nosotros.
Hassan, un hombre joven que trabaja en una Oficina de Desarrollo no muy lejos de allí, se une a nosotros para señalar irónicamente a su alrededor:
– Mirad. Durante años la propaganda ha hecho creer a los occidentales, pero también a muchos tunecinos, que nuestro país estaba en pleno desarrollo, que estaba a punto de incorporarse al tren de la modernidad. ¡Ocupamos el puesto 32, repetía La Press! Pero la verdad es que somos pobres. En algunos lugares, hay incluso pobreza absoluta. Los niños y jóvenes, sin trabajo ni recursos, se dedican aquí al alcohol y la droga. ¿Y van a cambiar las cosas? El gobierno sólo piensa en que, ahora que Túnez es un país limpio de corrupción, va a poder atraer inversiones extranjeras para reproducir en definitiva el mismo modelo.
Está la pobreza material, sí, pero también la «miseria vital» a la que han sido reducidos los sectores más jóvenes, algunos de ellos cualificados, condenados a vivir sin trabajo, sin cines, sin sexo, sin esperanza, abandonados en los cafés con unos cuantos cigarrillos, reprimidos y humillados, rumiando la extensión del propio e inútil cuerpo que hay que vestir, alimentar, devolver a la cama todos los días. La revolución les ha restituido el orgullo de ser tunecinos. Ahora no quieren ir a Italia ni un coche de lujo: quieren dignidad. Pero la dignidad que se adquiere luchando se debe conservar conquistando. Y la desproporción entre la fuerza de esta demanda y la lentitud y escasez de las conquistas alimenta ya una frustración difícil de contener, pero difícil también de dirigir hacia sus objetivos.
Nuestra estancia en Qasserine se cierra con una visita a la familia de Mohamed Amin, el primer mártir de la ciudad, un joven de 16 años asesinado el 8 de enero por una bala que le atravesó la cabeza. Es un momento difícil, se entiende, y es bueno que así sea. ¿Hemos ido a curiosear? ¿A expresar nuestras condolencias? ¿A proporcionarles una especie de terapéutico duelo público? En todo caso, es inevitable preguntarnos por la necesidad de nuestra visita. Hay formas de atención que son al mismo tiempo corruptoras y obscenas, y la cámara de vídeo encarna muy bien esa intrusión deformativa. Las cámaras cargan de razón, inducen a la demagogia, hacen llorar lágrimas de cocodrilo. Pero en este caso los padres y hermanos de Mohamed tienen razón, sus gritos salen del alma, tienen motivos sobrados para el llanto. Es bueno, pues, que -razón, gritos, llanto- salgan a través de ese agujero hacia el universo. Los que lo pasamos mal somos nosotros y si lo pensamos bien eso también es bueno o incluso mejor. La incomodidad es la única manera en que podemos participar realmente de ese sufrimiento.
El padre, de unos 45 años, nos recibe sentado en una silla, cubierta la cabeza por un gorro de lana. A su alrededor, según jerarquía de edad, unas de pie y otras sentadas en los divanes, están todas las mujeres de la familia: hermanas, madre, abuela, tías. Mohamed Amin era el único hijo varón, el único hermano varón que tenían. Una gran fotografía suya sonríe juvenil desde la estantería. Sobre una mesita está el certificado de defunción y el de inscripción en la escuela de formación profesional, que acababa de empezar. También otras fotos, las más terribles, las de la cabeza muerta y rota de Mohamed con restos de masa cerebral a un lado. Una de las hermanas, guapa e imperiosa, inteligente y enérgica, vuelve obsesivamente a esa imagen; es ella la que lleva la voz cantante en el pequeño salón de la casa. La idea del cerebro de su hermano fuera del cráneo le obsesiona; no puede soportarla. No puede dejar de mirarla.
– Ningún responsable del gobierno ha venido a vernos. Tampoco los medios. Pero mejor que no vengan. ¡Le reventaron la cabeza! No había hecho nada y le arrancaron el cerebro. Luego le dieron una patadita para asegurarse de que estaba muerto. ¡Como a un perro! Que no vengan. No pueden devolvernos a Mohamed con ninguna indemnización. No nos calmarán con dinero. No queremos su dinero.
Y repite una y otra vez: ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
El lógico deseo de venganza se ve enseguida atemperado por un discurso insólitamente legalista y moderado. Primero la madre y luego el padre insisten en que no descansarán hasta que los asesinos de su hijo sean juzgados. Reclaman de hecho un tribunal internacional que los procese -y esto es muy importante para ellos- delante de todo el mundo, en público, señalando a la luz del sol a los asesinos con el dedo.
Luego el dolor por la muerte del hijo se disuelve en el marco general de una humillación que desborda todos los cuerpos particulares. Se lanzan en relatos de corrupción, soborno, pequeñas ofensas cotidianas. Mafia, mafia, mafia. Racismo contra las regiones. Marginación total respecto del resto del país, como si Qasserine formase parte de Argelia y no de Túnez.
– La revolución se hizo aquí -resume el padre- y no tenemos nada.
Nos despiden con abrazos apretados y conmovidos y no podemos dejar de sentir de nuevo la emoción de este dolor banal y absoluto y la incomodidad de no poder hacer por él otra cosa que relatarlo y filmarlo.
Túnez pobre, Túnez marginado, Túnez humillado y ofendido, Túnez culpabilizado, Túnez contaminado por los verdugos y rehabilitado por las revueltas. Ese es el pueblo que descubrimos en la Qasba y que hemos vuelto a ver en estos días intensos en el sur.
Mientras escribimos estas líneas, los acontecimientos parecen rebotar entre las paredes. Durante el fin de semana siete tunecinos murieron a manos de la policía en Sidi Bouzid, en Kef y Qebili. Las milicias siguen aterrorizando de noche algunas poblaciones. La presión popular ha obligado a un gobierno débil a destituir a los 24 gobernadores recién nombrados y nombrar otros en su lugar. Huelgas sectoriales y rumores retumbantes mantienen un bullicio de irregularidad que distintas fuerzas aprovechan para legitimarse y decidir la actual relación de fuerzas en una u otra dirección. El ejército sigue en las calles y el toque de queda vigente. Los periódicos y las televisiones combinan la retórica revolucionaria con viejos hábitos oscurantistas. En algunas zonas la gente cede, en otras se organiza, en otras se rebela, en otras se desespera.
Así es Túnez. Antes era un paisaje y ahora es un territorio. En las carreteras de todo el mundo, en algunos tramos, hay carteles que nos avisan: «ATENCIÓN. OBRAS». Sobre el nuevo territorio tunecino, hay un rótulo que dice: ATENCIÓN. SE LUCHA.
Taher en Nadhour con sus once cabras
Plaza de los mártires en Qasserine
No venderemos a nuestros mártires por 120 dinares
La hermana y el padre de Mohamed Amin
* Número de la cuenta del Fondo de Solidaridad Social establecido por Ben Alí para ayudar presuntamente a los más desfavorecidos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR