Los piratas somalíes literalmente arrasados por el destructor Bainbridge de los EEUU han sido unos ladrones con poca suerte. Cuando capturaron al buque portacontenedores Maersk Alabama y a su capitán Richard Phillips, eligieron un objetivo desafortunado. Un capitán norteamericano secuestrado atrajo mucho más atención que otros cientos de secuestrados por piratas, algunos ya rescatados, y […]
Los piratas somalíes literalmente arrasados por el destructor Bainbridge de los EEUU han sido unos ladrones con poca suerte. Cuando capturaron al buque portacontenedores Maersk Alabama y a su capitán Richard Phillips, eligieron un objetivo desafortunado.
Un capitán norteamericano secuestrado atrajo mucho más atención que otros cientos de secuestrados por piratas, algunos ya rescatados, y otros que siguen como rehenes en poder de los piratas somalíes.
Sin embargo, la diferencia entre el Maersk Alabama y los otros objetivos somalíes no fue solo que fueron a dar en una de las naciones más poderosas del mundo, sino que, inopinadamente, se las tuvieron que ver con una «nación».
A diferencia de los corsarios otomanos del siglo XVIII, con quienes han sido comprados de manera superficial en su común condición de pobres y musulmanes que viven del asedio al tráfico oceánico de cercanías, los piratas actuales son actores sin estado que, por lo general, operan en medio de un océano circundado por estados débiles o ficticios. Es más: si bien pueden ser los operadores más violentos del mar, los motivos mercenarios y la ética de los piratas los colocan en el punto de mira del mundo marino actual.
En su libro The Wealth of Nations (1776), Adam Smith anticipó, como es fama, un mundo con un mercado relativamente libre de restricciones, que maximizaría la producción, el intercambio y la riqueza de todos los que pudieran participar en ese mecanismo autorregulado.
Pero aun habiendo identificado el bienestar de las «naciones» con la expansión de la riqueza, y aun creyendo que ambas cosas requerían abstenerse de la interferencia del gobierno, es notable que Smith se reservara cierta flexibilidad para analizar el poder marítimo y naviero. Sugirió que no era un accidente que las «primeras naciones en civilizarse» hubieran sido las situadas alrededor de la costa del manso Mediterráneo, las primeras en tener éxito en «los orígenes de la navegación mundial».
Mantener el acceso a aquel mundo navegable y, si fuera posible, controlar el comercio mundial, era una señal clarísima de poderío nacional. Y así fue que en la sección más debatida de su clásico texto, Smith brindó una cobertura ideológica para la protección política de los navegantes nativos, de los comerciantes nacionales y también de la flota militar.
Y si bien es cierto que la «excepción» teórica al libre mercado de Smith no es, por lo general, tenida en cuenta como una prioridad política (particularmente luego de que la Gran Bretaña experimentara que el libre mercado la ayudaría a ser dueña de las olas), sin embargo, todavía existen vestigios de la lógica smithiana.
Norteamérica, por ejemplo, que hace ya mucho tiempo que no tiene una flota oceánica comercial competitiva, pero que desde la Primera Guerra Mundial intenta mantener cuando menos una capacidad marítima mínima con subsidio gubernamental. En su última versión, el Programa de Seguridad Marítima subsidia unas 60 naves de bandera norteamericana -con oficiales y tripulación norteamericanos- para el comercio marítimo, con la reserva de que, ante una emergencia, deberán comunicarse con la Secretaría de Defensa.
Y así lo hizo el Maersk Alabama, originariamente comisionado -como el Alva Maersk– por el gigante naviero danés A.P. Moller-Maersk Group, que pasó a integrar la flota MSP (Programa de Flota de Seguridad Marítima) en octubre de 2004, y que, por un contrato con el gobierno de los EEUU, comenzó a repartir ayuda alimentaria en las costas africanas en abril de 2009, con apoyo de la marina norteamericana.
Pero el Maersk Alabama es una rara excepción. Actualmente, la gran mayoría de los navíos mundiales son el prototipo de la «globalización», el imperio del mercado privado competitivo por sobre cualquier otra consideración política o nacional.
De acuerdo con la pauta de desregulación creciente a partir de la Segunda Guerra Mundial, los propietarios de flotas (por lo general, procedentes de las naciones occidentales más ricas y de Japón) evaden hace tiempo las leyes laborales y fiscales en sus países de origen, y registran sus embarcaciones con «banderas de conveniencia» o de Países minúsculos como Panamá, Liberia, las Islas Marshall o Antigua y Barbuda.
Lo crucial es que, mediante la evasión de las leyes nacionales, los armadores se aprovechan de un mercado de trabajo mundial saturado de trabajadores que, desempleados y desesperados, ansían trabajo a cualquier precio y cualesquiera sean las condiciones. Por eso el mayor suministrador de marinos mercantes hoy en día -y de rehenes para los piratas- son las Filipinas, seguidas de Rusia, Ucrania, China y la India.
La misma Somalia ofrece, entre otras muchas cosas características de este Estado fracasado, una fuerza de trabajo marítima ávida y una pequeña infraestructura para entrenar y dar los oportunos certificados a sus ciudadanos para calificarles «legítimamente» como tripulación.
Si bien la «anarquía» en Somalia ocupa portadas de los medios de comunicación, lo que éstos parecen ignorar, y por mucho, es todo lo relacionado con el gigantesco fenómeno y con la cultura de un transporte marítimo comercial mundial rapaz. Y no sólo los marineros del Tercer Mundo que navegan bajo banderas de conveniencia ven negados sistemáticamente sus derechos laborales y otros medios de evitar travesías interminables y nóminas engañosas; los propios armadores respetuosos de la ley tienen que vérselas con operadores intrigantes y truhanescos.
Ello es que el Alva Maersk -el buque conocido ahora como el Maersk Alabama– fue víctima de este otro tipo de bandidos, incluso antes de encontrarse con los somalíes. De acuerdo con los papeles archivados por el Grupo Moller Maersk, la compañía resultó estafada en millones de dólares en el año 2004 por un grupo de ciudadanos indios con base en Kuwait, alegando que se habían cambiado embarques de mayor valor por otros bienes de menor valor, y como consecuencia, demandaban a Maersk por extraviar bienes que nunca fueron embarcados.
Como parte de este gran esquema, los conspiradores fueron capaces de detener al Alva Maersk durante varios meses en Kuwait como garantía, hasta que se liberara el pago de cerca de 2 millones de dólares, la misma suma que cinco años después se exigió para la liberación del capitán R. Phillips.
En alguna medida, las noticias sobre el exitoso rescate «mano a mano» en alta mar diríanse una perfecta distracción para lectores cansados de las deprimentes letanías sobre juergas bancarias, colapsos de negocios y déficits presupuestarios que han dominado los noticiarios en las últimas semanas.
En realidad, van de la mano el destino del Maersk Alabama y de General Motors, por un lado, y el de los trabajadores marítimos y pesqueros somalíes, por el otro. Todo guarda relación con el funcionamiento del orden económico mundial, que hace un balance entre las oportunidades en el mercado y las reglas y los estándares que protegen la vida y el bienestar de los mismos actores.
Además, en vez de fiarlo todo al buque policía que se hace a la mar para imponer la ley y despejar las aguas de delincuentes, mucho mejor sería la organización de un sistema global y multilateral de justicia, tanto en mar abierto como en tierra firme.
Leon Fink es un prestigioso profesor de historia en la Universidad de Illinois, Chicago, y está escribiendo un libro sobre la regulación global del trabajo marítimo.
Traducción para www.sinpermiso.info : María Julia Bertomeu