El silencio oculta el 14 de abril de la misma forma que amortaja el 23-F, el golpismo y los chanchullos de la Monarquía, las cunetas llenas de cadáveres, las manos ensangrentadas de Aznar y González, el gran negocio de la industria armamentística durante el gobierno de Zapatero y tantas otras historias escandalosas (como la que […]
El silencio oculta el 14 de abril de la misma forma que amortaja el 23-F, el golpismo y los chanchullos de la Monarquía, las cunetas llenas de cadáveres, las manos ensangrentadas de Aznar y González, el gran negocio de la industria armamentística durante el gobierno de Zapatero y tantas otras historias escandalosas (como la que cuento en Código rojo sobre el tráfico de armas y que ha sido corroborada de nuevo por los Papeles de Panamá: Aznar, Agag, Blesa, Juan Carlos I, El Assir y las armas…; una ficción demasiado real).
Sin embargo, hablar de la República en estos momentos va mucho más allá, es una cuestión de moral e higiene. Es asunto de moral porque seguir continuando con un gobierno basado en la desigualdad jurídica y económica o las nuevas formas de autoritarismo, que se apoyan en la concentración de poderes y la prostitución periodística, nos conducirá tarde o temprano al fracaso. Hemos convertido a nuestros políticos en pequeños dictadores, a nuestros reyes (porque no era suficiente con uno) en semidioses jurídicamente hablando y a los pobres españoles y españoles pobres en ciudadanos que cada día menos tienen y más lejos se encuentran de los que sí tienen.
Todo ello se ha cimentado en lo que algunos llaman Transición y otros Régimen del 78. Sinceramente, me niego a denominarlo de ninguna de estas formas. No hay transición porque ello significa un cambio de estado que no se ha producido. No hemos mutado de una dictadura a una democracia, si es lo que se pretende definir con ese concepto, y menos de un día para otro en esa idílica generosidad y altura de miras que se nos atribuye. En todo caso, podríamos afirmar que hemos consentido en disfrazar a la dictadura de democracia.
No somos una dictadura porque ya no fusilamos a los disidentes, pero encarcelamos a los titiriteros como en las dictaduras más rancias. No somos una democracia porque la concentración de poderes y el control de los medios de comunicación es tan evidente que roza la obscenidad cuando nombran a Paco Marhuenda comisario honorífico (aun siendo condenado por difamar a un policía). Tampoco respetamos los derechos humanos, no tanto por los atropellos a la libertad de expresión o creación, sino por las concertinas, las guerras neocolonialistas y la fosa común llamada Mediterráneo. Así pues, somos una democracia solo en apariencia porque carecemos de muchas de las características principales que nos separarían de un régimen autoritario.
Tampoco me gusta hablar del Régimen del 78 porque la realidad es que nuestro gobierno no emana de nada que ocurriese en 1978, sino que deriva directamente de 1936. La realidad es que no fue el rey un extraño que aterrizase en España el 21 de noviembre de 1975, aunque no era necesario que lo fuese. Hubiese sido suficiente con que su comportamiento no oscilase entre hijo adoptivo de Franco y fiel lacayo del mismo mientras se fusilaba y reprimía. Incluso, puede que nos conformásemos con una enérgica y continuada condena de Franco y todo lo que le rodeó, pero seguimos sin noticias.
Pretender afirmar que el régimen ha cambiado porque no somos la dictadura franquista del 75 es un terrible error o un gran fraude, según se mire. Esta argumentación lo que quiere demostrar es que si no somos la España franquista del 75, somos una democracia. El problema es que la veracidad de la primera afirmación no transforma la falsedad de la segunda. Ciertamente, no somos la España de 1975, sería un insulto plantear lo contrario, pero la España de 1975 tampoco era la España de 1939, ni la de 1945, 1950, 1960 o 1970 y, no cabe duda, todas estas etapas pertenecían a la misma España. Los estados evolucionan y pueden, incluso, crecer económicamente, pero eso no significa que hayan cambiado de estado (igual que la China de hoy no tiene nada que ver con la China de Tiananmén -1989-). Si pensamos fríamente, lo que hacían antes los militares en España (atemorizar, silenciar y amenazar), ahora lo hacen muchos periodistas y lo que antes hacían las familias franquistas ahora lo hacen los hijos de estas junto a los políticos, los poderosos y los banqueros.
La República también es una cuestión higiénica porque la putrefacción de la corrupción, la indecencia del saqueo al que somos sometidos, la vergüenza de escándalos como Panamá y la connivencia de todos los poderes con este repugnante sistema, en cuya pirámide está la Monarquía, es por completo insoportable. Por si no fuera poco, la sensación no es la de una Monarquía que se encuentra envuelta en esta lamentable situación por casualidad o casi por obligación, sino que dan la impresión, noticia a noticia, de tratarse de unos comensales que se encuentran muy cómodos rebuscando en los cubos de basura. La última: Pilar de Borbón en Panamá.
En la actualidad, una República no supone cortar cabezas ni degenerar en el caos como muchos afirman. Se trata, por el contrario, de conseguir que todos seamos iguales ante la justicia y que los cimientos del nuevo edificio que levantemos no se asienten sobre un terreno tan fangoso como el borbonismo y el franquismo. Por supuesto, también es necesario recuperar la ilusión de levantar un país nuevo y diferente, algo mejor, y no dejar esta cochambrosa pocilga a las siguientes generaciones.
Si por el motivo que fuera, fuésemos incapaces de vivir sin los reyes, por lo menos exijamos la igualdad de todos ante la ley. Es de vital importancia que los reyes, familiares y compis-yoguis, como todos, respondan ante los tribunales, los ciudadanos y los diputados.
República o podredumbre, esa es la elección.
Luis Gonzalo Segura, exteniente del Ejército de Tierra, miembro del colectivo Anemoi.
El colectivo Anemoi recomienda las novelas «Código rojo» (2015) y «Un paso al frente» (2014).
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